
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Mientras escribimos este artículo vivimos la reciente oleada de atentados en Cali el pasado martes 10 de junio, así como la coyuntura en Bogotá en contra del candidato presidencial del Centro Democrático (CD) Miguel Uribe Turbay. Estos hechos pusieron en primer lugar del debate público el asunto de las garantías a la seguridad de la población civil y de quienes participan en política, y reabrieron el debate sobre el carácter de la violencia, la existencia de ciclos históricos de conflictividad y el deber ser de las políticas de paz y seguridad. En medio de este contexto, a continuación evaluamos algunas de las dinámicas recientes de afectación a la población civil en algunos lugares del territorio nacional.
Grupos armados: novedades en medio de más violencia focalizada y gobernanzas locales
La Colombia posterior al Acuerdo de paz de 2016 vive una transformación notable de los contextos en los que se desarrolla la violencia armada, caracterizada por la emergencia de nuevos grupos armados que hacen apuestas en las dinámicas regionales de su gobernanza. De esta manera, parece ser que estamos pasando por una transición hacia una eventual nueva fase del conflicto, caracterizada por una mayor criminalización, comportamientos más federalizados y un fortalecimiento en la construcción de gobernanzas subnacionales. Una transformación que implica cambios en comparación con los repertorios históricos del conflicto hasta 2016 así como unos grandes retos a la política pública de seguridad y a nuestra comprensión de esta coyuntura.
Las nuevas formas de violencia y gobernanza ocurren en la mayoría de las regiones ya particularmente violentas, pero con características más complejas y particulares. En este nuevo escenario hay dos procesos determinantes: de un lado, el incumplimiento y las falencias en la implementación del Acuerdo durante los gobiernos de Juan Manuel Santos (2010-2018) e Iván Duque (2018-222), que incentivaron la consolidación de viejos y nuevos actores y profundizaron la victimización de líderes sociales. Del otro, las complejas consecuencias de la política de paz total del gobierno del presidente Gustavo Petro.
A la conjunción de ambos procesos habría de sumarse la complejidad que entrañan las gobernanzas armadas en las periferias rurales del país. Desde una perspectiva de análisis político hay dos debates importantes: el carácter político o no de las organizaciones armadas y la posibilidad de negociar con ellas; y las condiciones para la reconfiguración de los repertorios de violencia en territorios con presencia de grupos armados, donde sobresalen el control que estos hacen sobre las poblaciones, bien sea mediante procesos de cooptación o uso de violencia más focalizada tal y como lo ha mostrado Ana Arjona en su libro Rebelocracy: Social Order in the Colombian Civil War (Cambridge University Press, 2017).
El aumento de los enfrentamientos entre los diversos grupos armados –ELN, Clan del Golfo, organizaciones posFARC-EP, entre algunos– y esta última oleada de atentados, puso de presente un debate: el renacimiento del conflicto con las características de la década de 1990. Lo cierto es que la tensión actual dista significativamente de la letalidad y cobertura de hace treinta años, y la naturaleza de la confrontación y su contexto son muy diferentes. Es de resaltar que la criminalización creciente por la que pasan las organizaciones en disputa mencionadas líneas arriba –a las que se agregan pequeños grupos más o menos regionales–, se desarrolla ahora en torno al acceso y cobro de diversas rentas ilícitas que incluyen desde tráfico internacional de drogas y la minería ilegal hasta la extorsión y el microtráfico, además del establecimiento de retaguardias para el control territorial y poblacional en focos regionales, sobre todo en regiones periféricas del país. Esto contrasta con las ofensivas abiertas de las Farc-EP y el ELN a partir de la Operación Colombia en 1991, centradas en los ataques a la fuerza pública y en la perspectiva del derrocamiento del Estado nacional. Por otro lado, durante 2017, año siguiente a la firma del Acuerdo de paz, continuó la tendencia significativa a la disminución de la violencia más visible, al reducirse la tasa de homicidios en Colombia a un estimado de 24,4 por cada 100.000 habitantes; tendencia que se iniciara en 2004, desde cuando se dio una disminución cercana al 50% respecto al año 2000 y al 70% frente a 1990 (véase el gráfico 1).
Además, más allá del nivel más visible de la reducción de los homicidios, la presencia de fuerza pública a nivel municipal y las capacidades de persecución al delito son bastante mayores a las de treinta años atrás.
Efectos evidentes y ocultos de la violencia actual
Si nos concentramos en las dinámicas y repertorios de la violencia reciente, el análisis muestra dos tipos de afectaciones que inicialmente denominamos como evidentes y ocultas. Las evidentes son aquellas centradas en la letalidad y relativamente trazables, como los homicidios. Como se señaló, desde hace veinte años en el país ha habido una disminución significativa de estos. No obstante, hay que destacar que a partir de 2018 se observa un ligero repunte, con una estabilización posterior en 26 homicidios por cada 100.000 habitantes. Si bien durante los últimos años la tasa nacional parece haberse estabilizado en torno a esta cantidad, la desagregación regional es muy reveladora: en 2024, departamentos como Arauca (57,2), Cauca (51,7), Valle del Cauca (48,8), Putumayo (48,3) y Chocó (44,5) presentaron las tasas más altas, concentrando los focos de violencia en territorios fronterizos. Esta disparidad regional resalta la urgencia de analizar las especificidades de cada territorio (como la presencia de actores armados o economías ilícitas) y comprender asimismo los efectos diferenciales sobre sus poblaciones (véase el mapa 1).
En este mismo sentido, este análisis considera dos letalidades selectivas: primera, el número alarmante de líderes sociales asesinados –más de 1.700 desde 2016– después de la firma del Acuerdo de paz (véase el gráfico 2). La violencia contra estos líderes se explica por la presencia estatal limitada o nula en las zonas periféricas del país. Por lo general, las autoridades atribuyen los asesinatos a disputas por mercados ilegales entre grupos armados: minería, cultivos ilícitos, o porque los líderes han estado vinculados a procesos de sustitución de cultivos o de restitución de tierras Esta justificación oficial, aunque paradójica al admitir la incapacidad estatal de garantizar seguridad, busca despolitizar la violencia, al negar que, en la mayoría de los casos, los asesinatos responden a las movilizaciones políticas y sociales de los líderes y a la manera en que cuestionan las redes de poder local existentes.
La segunda letalidad, un subgrupo del conjunto anterior, son los asesinatos selectivos de firmantes del Acuerdo de paz de 2016: desde 2017 han sido asesinados 459 excombatientes de las Farc-EP en proceso de reincorporación, con un promedio superior a los 50 anuales entre 2018 y 2023 (gráfico 3). A pesar de la disminución relativa en 2024, este tipo de violencia continúa siendo una muestra de las capacidades estatales fallidas en materia de seguridad y, además, un robusto freno para el avance de cualquier eventual política de paz.
En cuanto al segundo tipo nuevo de afectaciones, las ocultas, no todas las acciones de la fase de violencia en desarrollo son tan notorias como las anteriores. Entre los delitos más difíciles de seguir se encuentran la extorsión, el reclutamiento de menores y los confinamientos; aun cuando estas dinámicas son difíciles de trazar, sus características actuales dicen mucho sobre las dimensiones y los alcances de la coyuntura.
En relación con la extorsión, su práctica vía “derechos de piso” y “gota a gota” se ha generalizado. A pesar del subregistro, debido a causas de distinta índole, como la falta de denuncias o de una cuantificación rigurosa, las cifras oficiales son preocupantes: solo en Buenaventura, en medio de la tregua entre los principales grupos criminales locales, entre enero y mayo de 2025 fue posible contabilizar cuarenta casos, mientras que en el área conurbada de Santiago de Cali fueron 169.
Por su parte, el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes ha cobrado una nueva vida mediante el uso de redes sociales. Como han señalado investigaciones recientes de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) e Indepaz, este año el reclutamiento está aumentando significativamente. La Defensoría del Pueblo reportó que en 2024 fueron reclutados 541 menores, afectando sobre todo a jóvenes indígenas y afro en contextos rurales; menos aún conocemos de los procesos de subcontratación realizados por grupos criminales con pandillas o jóvenes en contextos urbanos. El uso masivo de TikTok e Instagram, así como la participación de influencers locales, han incrementado la llegada de jóvenes a las organizaciones armadas y criminales.
A su vez, la dinámica de los confinamientos de la población civil por medio de los llamados paros armados ha afectado particularmente a comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas. Los casos recientes de mayor repercusión sobre las comunidades son los del ELN en el Catatumbo y el sur del departamento del Chocó, y el que decretara a mediados de junio el Estado Mayor Central (EMC) en Guaviare. Este tipo de prácticas da cuenta de la importancia de comprender la naturaleza contextual de las gobernanzas armadas y los retos que a los grupos impone la competencia por el monopolio del control territorial. Su incidencia en la victimización de comunidades es enorme: según datos de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en 2024 138.419 personas fueron víctimas de confinamiento en todo el territorio nacional, 66% de las cuales indígenas y afrodescendientes.
Resulta notorio entonces que las diversas violencias, tanto ocultas como visibles, afectan mayoritariamente a comunidades étnicas y campesinas que habitan en regiones periféricas, comunidades que, además, cuentan con mayores grados y modalidades de movilización y organización social. Así, los desincentivos para la participación democrática terminan recayendo precisamente en quienes más necesitan de ella.
Nuestros hallazgos preliminares muestran tres puntos clave: la reconfiguración territorial de la violencia y sus nuevos repertorios; la victimización diferencial que sigue afectando principalmente a comunidades afrocolombianas, indígenas y campesinas; y los efectos de la política de paz total en las confrontaciones y la emergencia o declive de actores armados. Como es de esperarse, la violencia asociada al conflicto armado ha representado una de las manifestaciones más significativas del deterioro de la calidad de vida de las poblaciones residentes en las regiones afectadas por el conflicto. La persistencia de esta violencia tiene, por lo menos, tres consecuencias: socava la consolidación de liderazgos sociales y obstaculiza las posibilidades de fortalecer proyectos colectivos, especialmente los impulsados por las poblaciones afrodescendientes, indígenas y campesinas; dificulta la posibilidad de avanzar en cualquier escenario de negociación de paz; y enrarece la arena política en medio de un contexto electoral.
** Este artículo hace parte del proyecto “Transiciones posibles de la guerra y la paz en Colombia a casi una década del acuerdo de paz”, auspiciado por la Friedrich Ebert Stiftung en Colombia (Fescol), en alianza con El Espectador.
✉️ Si le interesan los temas de paz, conflicto y derechos humanos o tiene información que quiera compartirnos, puede escribirnos a:cmorales@elespectador.com;pmesa@elespectador.comoaosorio@elespectador.com.