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El calvario de las madres comunitarias

Por más de 30 años han cuidado y alimentado los menores sin condiciones laborales dignas. La Corte Constitucional ordenó que se les garantizarán los derechos, pero esto no se ha hecho realidad.

Felipe Morales Mogollón
01 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.

El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) está en el ojo del huracán y su directora Cristina Plazas en el centro de la controversia. Aunque desde el pasado jueves 14 de abril se levantó el cese de actividades que promovían las madres comunitarias en todo el país y que paralizó la atención a por lo menos 750.000 niños de población vulnerable, la tempestad no cesa y desde diversos frentes políticos llueven acusaciones. En el trasfondo de la historia, los organismos de control están probando que la entidad más importante de Colombia se había convertido en un botín de la corrupción y el clientelismo político.

Ya son más de 30 exfuncionarios capturados en las últimas semanas y hay abiertas investigaciones penales y disciplinarias en al menos ocho departamentos del país. Al mismo tiempo crecen los escándalos por episodios paralelos, como lo sucedido en La Guajira, donde se hizo evidente el desolador panorama de hambre y miseria de muchos niños de la comunidad wayuu. Entre tanto, la pelea está al rojo vivo entre varios congresistas y la directora del ICBF, quien en principio sostiene que llegó a ordenar la casa, tuvo que declarar insubsistentes a 17 gerentes regionales, y ahora le pasan la cuenta de cobro.

La espina dorsal del conflicto son las madres comunitarias que ya llegan a 60.000 en todo el país y que, casi desde su surgimiento en el ámbito de la protección a la niñez, pelean por la formalización laboral. Oficialmente, su misión empezó hace 30 años, a través de un documento Conpes que creó los hogares comunitarios como una forma de amparar a la población infantil más vulnerable en zonas urbanas y rurales. Luego, a través de la Ley 089 de 1989, se constituyó como un programa fundamental del Estado. Sin embargo, gobierno tras gobierno, el dilema siempre fue el mismo: el desamparo laboral de las madres comunitarias.

Hasta que la Corte Constitucional aportó el tatequieto a través de una sentencia de agosto de 2012, que ordenó al ICBF adoptar medidas para que, de forma progresiva pero rápida, las madres comunitarias tuvieran al menos un salario mínimo legal y un contrato de trabajo. Como era de esperarse, las beneficiadas exigieron el cumplimiento de la sentencia, sobre todo después de que el ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, durante el trámite de una reforma tributaria en 2013, se comprometiera a iniciar el proceso de formalización laboral, sin que ello significara otorgarles la calidad de funcionarias públicas.

Ante las jornadas de protesta pacífica promovidas por las madres comunitarias, en octubre de 2013, el entonces ministro del Interior, Aurelio Iragorri, tuvo que suscribir un acuerdo para cumplir con lo prometido a partir de enero de 2014. En el fragor de la campaña electoral, el presidente Santos sacó a relucir el tema y en una carta abierta refrendó el compromiso de otorgarles contrato laboral, sueldo fijo igual a un salario mínimo y prestaciones de ley. Una vez reelecto, su palabra empeñada quedó en manos de Cristina Plazas, una abogada que había sido concejal de Cambio Radical, alta consejera para la Equidad de la Mujer y secretaria privada del presidente Santos.

Desde que se posesionó en su cargo, Cristina Plazas advirtió que cada regional funcionaba como una rueda suelta y que en la mayoría existía un ascendente político. Entonces planteó un concurso de méritos para escoger directores y detectó un problema mayor: la corrupción campeaba y los dineros girados desde Bogotá quedaban en intermediarios políticos que ganaban por partida doble: el manejo del millonario presupuesto y votos seguros en las urnas a la hora de las elecciones. En poco tiempo salieron los directores de Córdoba, Bolívar, Sucre, Magdalena, Atlántico, La Guajira, Santander, Valle, Antioquia, Caldas, Nariño, Putumayo y Boyacá.

El detonante de la discordia sobrevino cuando la directora del ICBF puso en marcha una nueva metodología para coordinar la atención de menores de cinco años: el Banco Nacional de Oferentes. Una herramienta promovida por la directora de primera infancia, Karen Abudinen Abuchaibe, una abogada barranquillera que trabajó diez años en el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial en Washington, regresó a su ciudad en 2010 para dirigir la Fundación Nu3, dedicada a promover alimentación a la niñez a través de alianzas público-privadas, y en 2012 fue nombrada como secretaria de gestión social en la alcaldía de Elsa Noguera.

El rediseño del ICBF replanteó todo el modelo de contratación y dispuso que, a través de Centros de Desarrollo Infantil, Hogares Infantiles, Lactantes y Preescolares, Jardines Sociales y Hogares Empresariales, se organizara el universo de la atención a los menores de edad con demasiadas exigencias. Capacidad jurídica y financiera, experiencia o recorrido para evaluar el destino y valor de los contratos, entre otras. De esta manera, la convocatoria quedó abierta para fundaciones, asociaciones, cooperativas, iglesias, cajas de compensación o entidades extranjeras sin ánimo de lucro, entre distintas opciones similares.

En estas condiciones, el filtro se hizo muy sofisticado y sólo los grandes contratistas u organizaciones con poder económico quedaron con opción de administrar los dineros del ICBF. Según los críticos del sistema, el Banco de Oferentes modificó el modelo social del contrato de aportes con soporte comunitario y le dio la entrada a la gran contratación con soporte político. Como era de esperarse, la mayoría de entidades no cumplieron con las condiciones mínimas y muchas asociaciones comunitarias de padres de familia se quedaron por fuera del negocio. De esa manera, el Estado terminó tercerizando el trabajo de las madres comunitarias.

Con un agravante, en vez de avanzar hacia la formalización laboral de las madres comunitarias, como se había prometido, su contratación se complicó. En algunos casos quedaron por fuera mujeres mayores de 60 años, en otros se suscribieron contratos laborales a término fijo por tres, seis u ocho meses. A algunas asociaciones se les negó la posibilidad de seguir atendiendo a los niños por falta de experiencia y en otras ocasiones por una nimiedad jurídica tampoco pudieron continuar en el apoyo a la primera infancia. La dirección del ICBF dijo que se hacía por eliminar la corrupción, pero tanto requisito complicó el panorama.

En medio de la controversia empezó la gazapera política. En 19 ocasiones fue citada Cristina Plazas al Congreso a debates de control político y sólo compareció seis veces. En Senado y Cámara empezó a sumarse el catálogo de señalamientos. Que no ha establecido una política pública eficaz por la alta incidencia de embarazo adolescente, que no ha puesto en operación los mecanismos necesarios para evitar el maltrato infantil, que ha faltado a su obligación de prestar atención integral a los menores víctimas del conflicto, que las adopciones se han reducido en un 62 %, en otras palabras, que el ICBF le quedó grande y está afectando a miles de menores y familias.

De colofón, la directora de primera infancia, Karen Abudinen, después de estructurar el Banco de Oferentes, decidió aceptar invitación del nuevo alcalde de Barranquilla, Álex Char, de asumir como nueva secretaria de Educación. Lo hizo a partir de febrero de 2016, cuando Cristina Plazas estaba en medio de la tormenta personal y pública. Su padre Edgar Plazas falleció en diciembre de 2015, su prometido Eduardo Benavides fue capturado y luego dejado libre en febrero por un lío en un predio en la Dirección de Estupefacientes, se agarró con el periodista Gonzalo Guillén y por tutela pidió que le cerraran su cuenta de Twitter, y los políticos no le daban tregua.

El problema es que, según los detractores de Cristina Plazas, detrás del paso de Karen Abudinen por el ICBF, lo que se ha concretado es una puerta giratoria para direccionar contratos. En criterio del congresista Alexánder López, porque la Fundación Nu3 tuvo millonarios contratos con el ICBF cuando ella la dirigía; después se fue al propio organismo oficial y modificó el modelo que ahora le permite a Barranquilla administrar recursos del mismo organismo. Ella se defiende diciendo que nunca ha sido ordenadora del gasto, que nunca ha tenido idea de quién contrata o quién paga, y que todas las entidades que hoy apoyan a la niñez son serias.

No obstante, los críticos del nuevo modelo y de la gestión de Cristina Plazas insisten en que las madres comunitarias son las grandes perjudicadas y que son tan graves los cambios en el modelo del ICBF, que algunas mujeres hoy afrontan problemas por falta de afiliación a seguridad social, y que incluso ya han muerto algunas de ellas porque se quedaron por fuera de la tercerización que hoy domina en el ICBF. Los detractores dicen que se desplomó el sistema de atención a la primera infancia. La dirección del ICBF sostiene que la pelea es contra la voracidad de los políticos que se acostumbraron a sumar votos con las madres comunitarias.

En medio de la pelea sin tregua ha salido a relucir el nombre del exdirector de la Agencia para la Superación de la Pobreza Extrema, Samuel Azout, un empresario barranquillero que por largo tiempo fue gerente general de almacenes Vivero y luego presidente de Carulla Vivero S. A., pero que en el año 2010, tras asesorar a Sergio Fajardo en su frustrada campaña presidencial, decidió asomarse al sector público para apoya al presidente Santos. El dilema es que también perteneció a la junta directiva del ICBF y la Fundación Carulla en 2014, asimismo aparece en la lista de las compañías que hoy están en el círculo de la atención a la niñez.

En resumidas cuentas, la pelea es compleja y en el plano político tiene muchos ingredientes. Por ahora tiene un saldo aparte porque el ICBF, con el apoyo del Ministerio de Trabajo y la Procuraduría, llegó a un acuerdo para cesar el paro de las madres comunitarias que vuelve a poner de presente el fallo de la Corte Constitucional de 2012. Derechos laborales con salario mínimo, en lo posible régimen pensional y opción de sindicalización. En otras palabras, lo que el presidente Santos prometió en abril de 2014, en la recta final de las elecciones, cuando admitió que el país estaba en deuda con ellas.

La situación de los niños en las crudas cifras

Los problemas que enfrentan las madres comunitarias afectan directamente a la niñez que no está en la mejor situación. Las cifras hablan por sí mismas: el 33 % de la población infantil y adolescente se encuentra en condiciones de pobreza multidimencional y la incidencia es mayor en niños y niñas de tres a cinco años.

Hay regiones donde la situación resulta insostenible. La tasa de mortalidad de menores de un año en el país es de 18,4 %, pero en Chocó llega a 41,92 %, en la Amazonia a 38,4 % y en La Guajira a 31,6 %. En la población indígena es tres veces mayor que el promedio nacional.

Estas son sólo algunas de las cifras, pero lo que resulta más crítico es que, aunque se ha aumentado el presupuesto para la atención a la primera infancia, no hay un mecanismo para medir el impacto de los programas. Además, contar con más dinero no se ha visto reflejado en la ampliación clara de la atención de los menores y el cubrimiento aún es parcial.

La protesta, el debate y la promesa

En medio de la tensión generada por la protesta de las madres comunitarias se dio el enfrentamiento entre el senador Alexánder López y la directora del ICBF, Cristina Plazas, que terminó en un debate de control político en el Senado.

Fue presentada la cruda realidad de las madres y cómo el cambio de modelo comunitario al corporativo, a través del Banco de Oferentes, generó que empresas de gran capital y prestigio ganaran los contratos de atención a menores y tercerizaran el trabajo de las madres.

Lo más complejo es que hay millonarios convenios con entes territoriales como Antioquia y Barranquilla, que aportan presupuesto, pero se podrían direccionar para obtener respaldo en elecciones.

En medio de esta puja y la protesta de las madres se logró un acuerdo para retomar la atención de los menores a cambio de contratos serios, derechos de sindicalización y pensión. Y lo más importante, mejorar la alimentación de los menores.

 

 

Por Felipe Morales Mogollón

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