Los erradicadores de coca en Nariño, el departamento con más cultivos ilícitos de Colombia, están en un círculo vicioso: ni bien han terminado su labor, los campesinos plantan nuevas matas de lo que será un polvo blanco que cuesta miles de dólares.
"Uno va arrancando (coca) y atrás van sembrando los campesinos", dice a la AFP Iván Hidalgo, auxiliar de policía de 19 años que, con su cara empapada de sudor y su fusil al hombro, completa dos meses erradicando sembradíos en la calurosa localidad de Llorente, en el municipio de Tumaco, el de más plantíos de este tipo del país.
Enclavado en el suroeste colombiano, cerca de Ecuador, Nariño tiene 29.755 hectáreas de coca y Tumaco 16.960, según cifras de la ONU de 2015, año en el que Colombia se ratificó con 96.000 hectáreas como principal cultivador mundial de esa hoja, materia prima de la cocaína.
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"Hay demasiada coca", apunta el auxiliar policial Pablo Riveros, quien arranca las plantas con sus propias manos.
Pese a que las autoridades han erradicado de manera manual 200 hectáreas y destruido otras 422 con aspersión terrestre de glifosato desde enero, en Nariño los esfuerzos no bastan: por aire el verde de las montañas se difumina con el esmeralda luminoso de la coca, una plantación que da cuatro cosechas anuales.
"La comunidad siempre va a estar ahí pendiente de que no le lleguen a erradicar los cultivos, entonces siempre va a ser un impedimento para nuestra labor", sostuvo el patrullero Elvins Caldon, quien erradica con glifosato.
En las últimas semanas hubo en la zona bloqueos viales y enfrentamientos de cocaleros con autoridades, que dejaron un muerto y al menos cuatro heridos.
"Sustento digno"
"Buscamos sustento digno para nuestros hijos", afirmó en un comunicado la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM), que reúne a los labriegos.
Los campesinos denuncian incumplimientos del gobierno en planes de sustitución de cultivos ilícitos, pero las autoridades sostienen que las manifestaciones responden a presiones de narcotraficantes, dueños de unas 3.000 hectáreas en el sector, que les arriendan los predios y les compran la colecta.
"Las familias cultivadoras, que por décadas han tenido que recurrir a la siembra de cultivos de coca, amapola y marihuana, no por gusto, sino forzadas por el abandono estatal que han sufrido sus territorios, no somos narcotraficantes", señaló COCCAM, quejándose de que las autoridades destruyan sus siembras.
La ganancia del campesino es ínfima comparada con la de otros eslabones de la cadena: el precio promedio de un kilo de hoja de coca en su lugar de producción es de cerca de un dólar, mientras que un kilogramo de cocaína vale unos 1.650 dólares, según el último informe de la ONU.
El general José Ángel Mendoza, director de la Policía Antinarcóticos, aseguró que la erradicación no daña a "ningún campesino". "Estamos afectando al narcotraficante, al crimen organizado", apuntó.
En el departamento operan bandas criminales y disidencias de las FARC, principal y más antigua guerrilla del continente que implementa un acuerdo de paz con el gobierno.
Ahora, el ELN
Mendoza reconoció que, con la salida de las FARC de la zona para agruparse en 26 territorios del país donde deberán dejar las armas a finales de mayo, organizaciones criminales buscan apoderarse del negocio, entre ellas el ELN, única guerrilla activa y que también negocia la paz.
"Hay sitios donde nunca se había visto el ELN y ya a uno le dicen que por acá (están) llegando", señaló el auxiliar Riveros.
Además de las presiones de las comunidades, los erradicadores se enfrentan a un reto adicional: desactivar minas antipersona instaladas por grupos armados para proteger los cultivos.
Colombia, que vive un conflicto armado de medio siglo, es el segundo país del mundo más afectado por estos explosivos tras Afganistán, muchos de ellos de fabricación artesanal y que han dejado unas 11.500 víctimas, incluidos 2.000 muertos.
En cada escuadra de erradicadores, compuesta por 14 hombres, hay dos encargados de verificar que el campo esté limpio. Para ello utilizan un detector de metales y un perro adiestrado.
"Es un trabajo duro, pero (vale la pena) por una paz con cero violencia", dice Santiago Álvarez, otro erradicador, mientras arrancaba matas de coca a pocos metros de los campesinos.