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Autor: Joseph Casañas Follow @joseph_casanas
Después de hablar con el cura, Dalila hizo exactamente todo lo contrario a lo que él le dijo. Es muy probable que nunca en la vida vuelva a sentarse a hablar con un señor que no la conoce pero que sí la juzga. Fue su última confesión. Entonces se llamaba David.
Llegó a la iglesia, esperó que todos los fieles hablaran de sus pecados y entró a ese portal de madera rústica al que llaman confesionario. Se sentó, tomó aire, cerró los ojos y empezó a hablar.
“Me siento encerrada en un cuerpo que no es el mío. Me atraen los hombres, las mujeres no me gustan, quisiera, en un futuro, tener esposo”.
Llegó el silencio, uno eterno y doloroso. Luego, la respuesta: “Dios no ve eso con buenos ojos. La transformación debe ser moral, no física. Quédate como hombre, no es la hora de irse en contra de la naturaleza”. Lea también: Indígenas trans, las rebeldes de Santuario
Sin despedirse, el religioso agarró su Biblia, la puso bajo el brazo, hizo una mueca de disgusto y se fue caminando a paso rápido. Dalila se quedó sola, literalmente sola. No era la respuesta que esperaba, pero sí la que necesitaba. “Si me quedo como chico y hago lo que el padre me dice, me voy a sentir frustrada, encerrada en algo que no soy”, pensó, e inmediatamente actuó.
No importó que le hubieran dicho que ni siquiera Dios estaba de acuerdo con su condición sexual, no importó que su mamá la amenazara con una golpiza si seguía con esa idea de convertirse en mujer, no importó que su papá le dejara de hablar, no importó nada.
Sabía, eso sí, que vivir en Pueblo Rico (Risaralda), un pequeño municipio ubicado a dos horas de Pereira, haría las cosas más difíciles. Tampoco le importó. Además: Él es Mauricio Toro, el primer congresista abiertamente gay en Colombia
“Yo le advertía que, si iba a hacer eso (la transición de hombre a mujer) que lo hiciera lejos, por allá en la ciudad, en donde nadie del pueblo la conociera”, recuerda María Elba Patiño, la mamá de Dalila. En ese entonces, hace unos dos años, era una madre que se avergonzaba de haber parido a un hombre que se sentía mujer. Fue el único macho que la doña trajo al mundo. El resto, cuatro en total, son mujeres. Hoy, doña María Elba se describe como “la mamá más orgullosa del mundo”.
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Frente a la misma iglesia en la que un cura la invitó a hacer “una transformación más moral y no tan física”, Dalila posa con su documento de identidad y charla con El Espectador. Hacer el trámite le costó $180.000.
“Cuando tomé la decisión de hacer las vueltas para sacar la cédula, no tenía un trabajo estable y en la Registraduría me dijeron que eso tenía un costo. Se me ocurrió entonces hacer una rifa. Compré un talonario y vendí todas las boletas. Los funcionarios de la Alcaldía, los trabajadores del hospital, la gente del comercio, todos me ayudaron mucho. Se dieron cuenta de que no era un capricho, que en realidad soy una mujer y que necesitaba de la cédula para continuar con mi proceso de transición”.
Según cifras de la Superintendencia de Notariado y Registro, desde que en 2015 el Ministerio de Justicia emitió el decreto 1227, que permite a los colombianos pedir el cambio de sexo en la cédula ciudadanía, más de 1.100 personas han adelantado este trámite. La cifra va en aumento. Entre 2016 y enero de 2018, 766 colombianos hicieron esta solicitud.
¿Por qué si este trámite tiene un costo de $41.300, Dalila tuvo que destinar $180.000? Desde la Registraduría explican que no todos los requerimientos son iguales. Por ejemplo, si una persona quiere cambiar el sexo que está registrado en su cédula, el procedimiento tiene un costo, pero si además decide cambiar su número de documento y su nombre, el valor del trámite aumenta.
Aunque tuvo que esforzarse, para Dalila, el dinero en esta oportunidad pasó a un segundo plano. Prefiere recordar la primera vez que utilizó ese documento que guarda celosamente en su gigantesca billetera rosada.
“La usé por primera vez cuando tuve que ir a cambiar todos los documentos a la entidad de salud donde estoy haciendo mi trámite hormonal. Fue muy bonito sacarla y decir ‘es que ya no soy tal persona, sino este es mi nombre’. Uno se siente halagado y feliz. Es como si me hubiera quitado un peso de encima, como si hubiera llevado por 24 años una carga que no me correspondía. Quitarme un bulto, dejarla a un lado y empezar de cero”.
Y se acuerda del día, de ese día que sintió que ese bulto empezaba a perder peso. Con la pierna entrecruzada y las manos cuidadosamente colocadas sobre el muslo, Dalila narra que, para un diciembre, su abuela llegó de Panamá con una maleta llena de ropa de regalo para todas sus nietas.
“Le dije: ‘Abuela, regáleme ese leggins naranja y esa blusita negra tan bonita que tiene ahí’”. La reacción de la anciana fue instantánea. Frunció el ceño e hizo gestos de desaprobación.
“Me dijo que no, que para qué, si yo era un hombre, el varón de la casa”. El llamado de atención fue similar al que le hizo su papá, “un hombre conservador y machista”.
Sin embargo, el regaño de su abuela fue amistoso, casi cómplice. “Entonces insistí en mi pedido hasta que la convencí. Me dijo que me iba a aceptar y me regaló la ropa”.
Sin tener muy claro si al otro día iba a vestir como mujer o como hombre, esa tarde Dalila lució orgullosa ese pantalón y esa blusa.
“Al otro día me levanté, me puse una pantaloneta y una camisa. De repente empezaron mis amistades a llamarme: ‘Venga, yo tengo este vestido, tengo esta muda de ropa, tengo estos zapatos’. En el transcurso de una semana yo ya había cambiado mi clóset de hombre al de una mujer. Todo empezó a resultar como por obra de magia. Fue muy bonito”.