Si todo sale como lo habían previsto, las sesenta mujeres que llegaron el martes a Bogotá desde el norte del Cauca no tendrán que quedarse más de dos semanas en la capital. En el mejor de los casos habrán logrado hablar con algún vocero de la Corte Constitucional y concretar citas con los ministerios del Interior, Minas y Medio Ambiente para repetirles lo que hace meses les vienen diciendo: que no pueden darle más largas a ese problema en que se convirtió la minería ilegal. Que ahora, como reitera Francia Elena Márquez Mina, lo que está en juego son sus vidas, “aunque también nuestro trabajo, nuestros recursos y nuestros derechos como negritudes”.
Francia, como muchas de las afrodescendientes que han viajado desde esa tierra cálida y húmeda, es madre cabeza de familia. Tiene dos hijos, bordea los treinta años y desde el 17 de noviembre ha recorrido unas diez ciudades para poder llegar a la capital colombiana, donde hace dos días marcharon del Planetario a la Plaza de Bolívar. Viene, como todas, de La Toma, un corregimiento del municipio de Suárez que queda a unos cien kilómetros de Popayán. Su exigencia como representante legal del Consejo Comunitario de la zona es la misma que les hicieron a los ministerios, a la Gobernación, a la Alcaldía y a la Defensoría del Pueblo en una reunión el 1º de octubre y cuyas promesas quedaron en veremos.
“Les estamos exigiendo que retiren las retroexcavadoras que están sobre el río Ovejas. Les pedimos que cumplan la sentencia de la Corte (la T-1045A de 2010) que los obliga a suspender la actividad minera en nuestro territorio y a hacer las respectivas consultas previas. Ninguna de las dos se ha hecho y ahora tenemos miedo. Porque nos amenazan, porque dicen que no los dejamos trabajar. Pero ellos nos están quitando un recurso del que hemos vivido hace muchos años. Nosotros nos dedicamos a la pesca y a la minería artesanal”.
El temor de Francia, de sus compañeras y de los 26 hombres de la Guardia Cimarrona que viajaron con ellas para protegerlas, tiene fundamento. Poco a poco el Cauca se ha llenado de acentos pastusos, cachacos y paisas que han llegado preguntando por el oro. Su insistencia ha hecho, como lo reveló en abril el estudio “Contexto minero colombiano y regional del norte del Cauca”, de la Universidad Javeriana (Cali), que esa región se convierta en epicentro minero: a 2012 la Agencia Nacional de Minería (ANM) había otorgado 241 títulos para explorar 350 mil hectáreas. Otras 652 solicitudes estaban en marcha y ese número compromete el 50% del departamento.
Eso, claro, sin contar a quienes extraen desde la ilegalidad. En agosto la Corporación Regional del Cauca (CRC) constató que en 30 de los 41 municipios caucanos había presencia de maquinaria pesada extrayendo oro. Y que además la actividad, tanto legal como ilegal, había dejado 68 muertos en 2014.
Una petición fallida
Hace unas tres semanas, Erley Ibarra, poblador de La Toma, le había dicho a El Espectador que el lío de la minería en su zona se estaba apaciguando. El Ejército, después de más de un mes de insistencia, había destruido cuatro retroexcavadoras que estaban imponiéndose con plomo y miedo en las veredas de Yolombó, El Remolino y el Hato Santa Marta. “Quedaron cuatro, pero al parecer los dueños se habían ido y las habían abandonado”, contaba entonces.
Aquella vez fue necesario que un grupo de académicos de Bogotá y Cali se uniesen para enviar un derecho de petición a los Ministerios, a la ANM, a la Alcaldía, a la CRC, al contralor y a la Policía, para que cumplieran sus promesas del 1º de octubre. El documento lo firmaban, entre otros, investigadores del Instituto Pensar, del Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos, del Instituto de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional, del Instituto de Bioética de la Javeriana y del Observatorio de Expansión Minera y Resistencias.
“Lo enviamos porque todas las entidades se estaban tirando la pelota sin concretar una solución. Lo que queríamos, como ahora, era que actuaran pronto. ¿Por qué esperar a que el daño esté hecho? ¿Por qué no tomar medidas ya?”, dice Aída Quiñones, profesora de la Javeriana e integrante del Observatorio de Expansión Mineras.
Ya antes, el 20 de septiembre, también le habían escrito al presidente Juan Manuel Santos, poniéndolo al tanto de la situación. “Somos un grupo de académicos, intelectuales y estudiosos del Pacífico y de las culturas afrocolombianas. Provenimos de distintas partes del mundo y áreas del saber. Nos une una profunda preocupación por la grave situación actual de la región y su impacto sobre las comunidades negras e indígenas y sobre la biodiversidad”.
Sin embargo, desde esa intervención de la Fuerza Pública hace unas semanas, la situación empeoró. Los mineros ilegales, con sus acentos de otras partes, llegaron pisando más fuerte. Llegaron con 17 de esos aparatos que escarban y remueven las aguas, y con fusiles, revólveres y guacharacas (armas de fuego caseras). “¿Y frente a eso nosotros qué podemos hacer?”, se pregunta Alexis Carabalí, líder de esa Guardia Cimarrona que llegó a Bogotá con miembros de hasta 12 y 15 años. “Nada. Solo exigir antes de que este tema se nos salga de las manos. Ahora el río, que antes era como esta carrera séptima, empezó a ganar terreno e inunda hasta los cultivos de caña y plátano. Pero viene sin los bocachicos y los bagres con los que antes llegaba. Solo por eso insistimos: de aquí no nos vamos hasta que las autoridades nos escuchen. Hasta que expulsen a quienes nos quieren sacar de nuestro territorio ancestral”.
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@SergioSilva03