Resistencia y conocimiento indígena desde las páginas de El Espectador

Entre 1982 y 1997, la antropóloga Claudia Cano dirigió la sección Vida Cotidiana de este diario, desde donde planteó un trabajo informativo y formativo en la lucha por la resistencia contra el etnocidio de los pueblos indígenas en Colombia. Su aporte se destacó esta semana en el Coloquio "Signos Vitales: Etnocidio, lucha, pervivencia" en el Instituto Colombiano de Antropología e Historia. Este es su relato.

Claudia Cano Correa/ Especial para El Espectador
20 de septiembre de 2017 - 10:59 p. m.
Danilo Villafañe
Danilo Villafañe

Por: Claudia Cano Correa

Reflexionar sobre la propia experiencia de trabajo antropológico y su relación con el concepto de etnocidio no fue una tarea fácil. La vida siempre traza trayectorias que por momentos no parecen estar ancladas en un camino claro que aporte a los objetivos de este simposio. Me pregunté, entonces, cuál podría ser la contribución de mi itinerario sui generis como antropóloga en esta discusión. Encontré dos grandes ejes que están articulados entre sí y que se sitúan en esas trayectorias que la vida me trazó: Por un lado, acompañar y difundir desde el periodismo algunas de las voces más destacadas de la resistencia indígena y por el otro, encontrar a través de la investigación la fuerza del conocimiento, los saberes y las prácticas indígenas, como estrategias de poder en la lucha para la pervivencia de estos pueblos.

Sí, la vida me acerco al periodismo después de haber estudiado antropología. Y fue allí, en el diario El Espectador, donde quizás se gestó mi aporte a la lucha en favor de la resistencia contra el etnocidio de los pueblos indígenas. Dice Alcida Rita Ramos que “hacer antropología es un acto político”. Y es que la formación antropológica a lo que nos llama, entre otras cosas, es a tener una posición política y ética frente a las poblaciones con las cuales trabajamos. Por ello, ejerciendo el periodismo, decidí servir como testigo de los procesos políticos y culturales de estos mismos pueblos. 

Eran los años inmediatamente anteriores a los procesos sociales que generaron la Constitución de 1991. El país aún no reconocía la riqueza de la diversidad cultural ni garantizaba los derechos derivados de ese reconocimiento. Tampoco había tenido lugar la llamada Cumbre de la Tierra de 1992 que dio origen al Convenio sobre Diversidad Biológica que buscaba garantizar los derechos de la naturaleza frente a la acción humana y en la cual los movimientos y conocimientos indígenas juegan un papel de primera línea.

Pero, aunque el país aún no se ponía a tono con su diversidad cultural, los movimientos indígenas desde hacía varios años vivían una gran efervescencia y recorrían el país, reivindicando lo que siempre han reivindicado: sus territorios ancestrales, su autonomía, su cultura y su gobierno propio.

No pretendo ni mucho menos hacer una historiografía del movimiento indígena en Colombia, quiero simplemente mostrar a través de algunos artículos desarrollados y escritos por mí y por otros periodistas y colaboradores, cómo registramos en la prensa momentos coyunturales de estas luchas por el territorio, la autonomía, la cultura y el gobierno propio, durante los quince años de trabajo en El Espectador, entre 1982 y 1997.

En 1982, el movimiento indígena empieza a consolidarse a través del fortalecimiento de las grandes organizaciones indígenas. Es así como nace la ONIC, no sin que algunos sectores indígenas del Cauca se mostraran inconformes por la “forma como se desarrolló este evento y abogando por una construcción de la organización indígena desde las bases”. En ese Congreso, las conclusiones se centraron de nuevo en “la defensa de las tierras como fundamento de su supervivencia, la lucha por la autonomía y la necesidad de batallar unidos por la defensa de la cultura”. Por ello se opusieron fuertemente a la creación del llamado Estatuto Indígena que derogaba la Ley 89 de 1890 y otorgaba derechos adquiridos por colonos y terratenientes sobre las tierras indígenas, y que además restringía la autonomía al permitir al Ejecutivo legislar sobre tópicos indígenas.

En 1987, el trabajo periodístico me llevó a cubrir las reuniones que los arqueólogos del Instituto Colombiano de Antropología de ese entonces sostenían con los indígenas koguis de la Sierra Nevada de Santa Marta en torno a la propiedad y el manejo de la recientemente “descubierta” Ciudad Perdida o Teyuna, como la llamaban los indígenas. Las discusiones fueron muy álgidas: para el pueblo kogui Teyuna nunca había estado “perdida”, hacia parte de su territorio y de sus prácticas rituales, mientras que para los arqueólogos la “propiedad” de Teyuna en manos del Estado no era negociable en aras de garantizar el patrimonio cultural colombiano. Discusión que ponía de presente las diferentes visiones de patrimonio en escenarios de negociación sobre las políticas públicas, donde los sistemas de representación de los actores, en este caso del Estado y de los indígenas, son antagónicas y se enmarcan en relaciones de poder. Más de 20 años después, en otro escenario constitucional, esta discusión sobre la propiedad del patrimonio cultural se puso de nuevo a la orden del día con la devolución a los koguis de unos objetos de oro que reposaban en manos de una baronesa belga.

En ese caminar por el periodismo y la vida misma, me encontré con la decisión de los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta de abrir su conocimiento al mundo para hacer un llamado de alerta por las terribles consecuencias que tenía la destrucción de la naturaleza para la supervivencia del planeta y de todos los seres que viven en él. El Ade del pueblo wiwa, Ramón Gil Barros, invitado a Italia para hablar sobre los 500 años, nos señaló en una entrevista en 1988 que la Conquista nos había dejado “una vista de mil vidrios” para explicarme que “los mamos dicen que toda la Sierra era de nosotros. Cuando llegó hermanito menor necesitó tierra. Entonces se le dio tierra. Pero hermanito menor quiere más y más tierra. Y hermanito menor no conoce la Historia espiritual y no sabe cuidar la Sierra. Todos los animales tienen su significado, tienen su dueño. Árboles tienen su jefe. Los ríos, las terrazas tienen su jefe. Pero hermanito menor los destruye, mata árboles, mata fauna, guaquea sitios sagrados. Entonces Serankua no está contento. Dueños de los animales no están contentos. Por eso hay tantos problemas en la Sierra. Los mamas tienen que cuidar la Sierra, esa es su misión. Deben pagar un impuesto como ustedes pagan la luz y el agua. También pagan por el sol y las lagunas. Pero si hermanito menor sube a las lagunas, mata árboles, el trabajo de mama no sirve. Además, si seguimos talando, vamos a acabar con los manantiales y hermanito menor necesita grandes ríos. Si se le secan, ¿cómo va a vivir?”

Tanto la defensa de Teyuna como sitio sagrado y parte del territorio Kogui, como la apertura de los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta hacia el mundo occidental, eran en su momento no solamente hechos de resistencia política sino también, y muy especialmente, simbólica.

Poniendo el ojo en otro punto de las luchas indígenas me situó en las reivindicaciones de los pueblos amazónicos por sus derechos territoriales, entre ellos la recuperación del llamado Predio Putumayo, que luego de estar en manos de la Casa Arana pasó a la Caja Agraria generando un conflicto con su director, el conservador Mariano Ospina Hernández, quien nunca quiso escuchar las voces de los indígenas, víctimas del atroz genocidio causado por la explotación cauchera.

En 1987, indígenas Murui Muinane viajaron desde el profundo Amazonas, comisionados por sus autoridades tradicionales, para conocer el estado de la compra por parte del INCORA de estas tierras para convertirlas en resguardo y así retornar a manos de sus antiguos dueños. Regresaron confiados en que no pasarían otros 57 años antes de recibir sus territorios. El Predio Putumayo fue entregado a los indígenas un año después de su visita a Bogotá.

En el otro extremo del país otra resistencia tenía lugar. Los wayuus buscaban el cumplimiento en la devolución de dos charcas de la producción artesanal de las salinas de Manaure que estaba en manos del ya desaparecido Instituto de Fomento Industrial, IFI.

Aunque habían ganado parcialmente la pelea, el incumplimiento del Gobierno era palpable y había llegado tarde, es decir, luego de la temporada de lluvias. Entonces, como ellos contaban en la entrevista, “las lluvias evaporan la sal y los wayuu pierden su trabajo”. Por ello, más de tres mil indígenas se tomaron las Salinas exigiendo derechos laborales, económicos, sociales y culturales en 1988.

Y, años más tarde, en 1992, aún continuaban luchando por lo prometido: “Nosotros no estamos pidiendo que se nos regale nada.  Estamos por lo poco que se nos ha reconocido en el acuerdo porque eso nos lo merecemos y antes se nos debe reconocer más porque se nos destruyó la tierra, el cementerio, las ciénagas en donde siempre recolectábamos nuestro sustento antes de la sal. No estamos pidiendo limosna, merecemos más porque se nos ha destruido todo”.

Estas y otras luchas también se manifestaban en las múltiples instancias de negociación con el Estado y que constituían los primeros gérmenes de lo que más adelante daría lugar al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, OIT y a la Constitución de 1991.

Es así como registramos dos importantes puntos de negociación con los pueblos indígenas.

El primero, la reorganización de la Oficina de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno, en donde por primera vez se empezó a vislumbrar la necesidad de realizar consultas con los indígenas para el manejo de los asuntos que los atañían. Uno de los puntos álgidos de esa reunión fue el nuevo Código minero que le otorgaba al Estado los derechos sobre el subsuelo. Los indígenas de todos los pueblos presentes en la reunión hicieron una amplia defensa de sus derechos sobre la tierra y se opusieron al denominado Código. Basilio Coronado, representante de la Organización Gonawindua Tayrona de la Sierra Nevada de Santa Marta, declaró que “los únicos dueños de las tierras, del suelo y del subsuelo somos los indígenas y vamos a consultar con los mamos para que adivinen qué hacer en el caso de que nos quiten ese derecho”. Hoy sigue la lucha contra el Código Minero por la propiedad indígena del subsuelo.

El segundo, las discusiones a puerta cerrada con los pueblos amazónicos sobre el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, del que derivó buena parte del reconocimiento a los derechos étnicos de los pueblos indígenas y afrocolombianos que hoy nos rige. Allí, la preocupación por el despojo de los territorios a manos de multinacionales fue orden del día y los indígenas hablaron de la necesidad de realizar consultas previas antes de otorgar permisos y licencias. Un brote de lo que más tarde se convertiría en el derecho al consentimiento previo e informado.

En 1989, cuando Colombia vivía la efervescencia de un momento transformador con los diálogos con las guerrillas del M-19 y del Quintín Lame, la Universidad Nacional de Colombia envió a algunos de sus investigadores de la Facultad de Ciencias Humanas al campamento de Santo Domingo para hablar con Carlos Pizarro con el objeto de conocer sus visiones del postconflicto. Según cuenta Jaime Arocha, solo un desacuerdo surgió en estas conversaciones y estaba relacionado con “la propuesta de integrar a los pueblos étnicos, mestizándolos en un sancocho nacional”.

Y el debate surgió: promovimos una discusión en la sede del periódico que dio origen a una publicación en el mismo Magazín llamada “Las etnias en la encrucijada nacional”, que según cuenta Arocha, “iluminaría la ya inatajable reforma constitucional”, citando palabras de Guillermo Hoyos, entonces decano de la Facultad.

Aunado a esta discusión, me encontré en 1988, con las luchas de los pueblos afrocolombianos del Pacífico a través de la Asociación Campesina Integral del Atrato, que buscaban que “el manejo de los recursos naturales del Chocó se realizara en beneficio de las gentes que habitan la selva y de esa misma selva que es su futuro”.

Preocupados por la explotación maderera, quisieron solicitarle al Gobierno el otorgamiento de 750.000 hectáreas para “manejarlas comunitariamente en la preservación y el aprovechamiento sostenido de los recursos naturales”, que se plasmó en el Acuerdo 88 de 1987 de Codechocó, pero que una vez más fue incumplido.

Se trataba de la génesis del reconocimiento a los territorios ancestrales de las comunidades afrocolombianos del Pacifico plasmado luego en la Constitución del 91.

La llegada de 1992 con la conmemoración del V Centenario se tornaba en un momento propicio para dar resonancia a las luchas indígenas en la prensa, pero también para que la resistencia indígena se manifestara en contra de cualquier tipo de conmemoración y reivindicará de nuevo los hitos de su lucha, territorios, gobierno propio y cultura.

Los pueblos indígenas de toda América crearon un movimiento llamado Autodescubrimiento de Nuestra América, mediante el cual querían de manera contestataria generar procesos de reflexión sobre lo que realmente significó el Descubrimiento y la Conquista para los pueblos de toda América, situación que quería ocultarse, según los indígenas, cuando los gobiernos proponían el lema de Encuentro entre dos mundos, para esta conmemoración. “Lo que nosotros proponemos es una campaña contestataria y alternativa a la conmemoración europea de los 500 años porque con ella se está buscando legitimar el colonialismo de ayer con el colonialismo de hoy”, decían los indígenas.

En El Espectador mantuvimos durante todo el año 1992 un recordatorio al país sobre la memoria histórica de este proceso, resaltando las luchas indígenas, pero también los aportes de su cultura al país.

Esta lucha simbólica también se hizo palpable cuando en noviembre de 1991, en plenas fiestas de la independencia, el país esperaba el arribo de una nueva “carabela” a Cartagena de Indias. Esta vez se trataba de un barco japonés que zarpó desde España para festejar esos quinientos años, pero los indígenas y sus acompañantes se les atravesaron en el camino, conformando un movimiento que llamaron “Parar la carabela”. Con un pequeño bote buscaron interceptar la nave en el estrecho de Bocachica, pero, tal como hoy, las ingenuas manifestaciones fueron reprimidas con el ESMAD de la época. El Capitán de la carabela, un marino de origen japonés, finalmente recibió oficialmente las llaves de la ciudad y el movimiento indígena se manifestó en el muelle de los Pegasos al son de su música y de sus voces de protesta. Paradójicamente, algunos meses más tarde, el barco llegó a Japón y atracando en el puerto de Cove fue capturado por llevar en su interior un alijo de cocaína. Singularidades de la vida.

Todas estas formas de resistencia y lucha se dieron en un momento del país signado por la agudización del conflicto armado.

 En el Cauca, en Nariño, en el Chocó, en Arauca, en la Sierra Nevada de Santa Marta y a todo lo largo del país, los territorios indígenas se convirtieron en centro de las disputas, mostrando que muchas veces detrás de las muertes existieron intereses económicos y militares sobre sus territorios.

Miles de indígenas fueron asesinados a manos de todos los actores armados: Ejército, Paramilitares y Guerrilleros.

Un caso emblemático fue el de los líderes arhuacos de la Sierra Nevada de Santa Marta, Ángel Maria Torres, Luis Napoleón Torres y Huges Chaparrro, quienes fueron detenidos en un control militar, bajados del bus que los conducía a Bogotá, llevados a una Brigada militar y brutalmente torturados y asesinados, en una suerte de complot entre un ganadero de la región, los militares y los paramilitares.

Acompañar la resistencia indígena desde el periodismo, significaba también dar voz a quienes poco se les otorgaba en medios de comunicación de envergadura.

Así, Lorenzo Muelas, Gabriel Muyuy, Floro Tunubala, Francisco Rojas Birry y otros indígenas que acompañaron la constituyente y sus posteriores desarrollos electorales y políticos siempre tuvieron un espacio en El Espectador para hablar de sus ideas.

Hechos como la salida al mar para los indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta o los primeros reconocimientos a los territorios colectivos de las comunidades afrocolombianas fueron seguidas en la prensa como un primer balance de lo logrado con la constitución de 1991.

Sin embargo, a pesar de los desarrollos constitucionales, la resistencia indígena continúa en contra del despojo sistemático de los territorios a manos de los grandes megaproyectos.

Emblemáticas luchas indígenas contra la vía Panamericana en el Darién, pusieron de presente que la colonización que conllevaría la carretera ponía en peligro a la naturaleza de la región y a sus habitantes, especialmente a los pueblos embera, wounnan y kuna.

Otras contra la biopiratería mostraron como se cernía una gran amenaza para los recursos naturales de los territorios indígenas y para su propio conocimiento, como lo señaló Lorenzo Muelas en la entrevista: “Antes yo no sabía nada. Hace un tiempo me informaron que la biopiratería era un problema muy grande que nos tocaba a las comunidades indígenas y que la vida dependía del futuro de la biodiversidad, de esos recursos que hemos venido manejando desde tiempos milenarios. Recientemente me di cuenta que hay un 80% de la biodiversidad en bancos genéticos”.

La construcción de la represa de Urrá en territorio embera katio destruyó y desarticuló los mecanismos ancestrales de apropiación y ordenación del territorio, de entenderlo simbólicamente y de ejercer sus propias prácticas de prácticas de habitación y uso que están ancladas en la cultura.

El narcotráfico, el conflicto armado, la extracción maderera en el Nudo de Paramillo o en el Pacífico también fueron temas que generaron procesos de resistencia en los pueblos indígenas y afrocolombianos.

Dice Sabato, que uno no escoge los temas, sino que los temas lo escogen a uno. Y es así como, ya por fuera de mi vinculación con El Espectador, la vida me llevó de nuevo a encontrarme con las luchas de resistencia de los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta.

Esta vez fue Jukulwa, un sitio sagrado localizado en la línea negra en donde el gobierno del presidente Uribe había permitido la construcción de un puerto carbonífero denominado Puerto Brisa. Se trataba de la reedición de una vieja licencia ambiental, que había sido denunciada en 1996, por sus graves afectaciones ecológicas sobre los últimos reductos de manglares costeros en esa zona y sobre un lugar sagrado, logrando su suspensión temporal. Diez años después, la licencia fue otorgada bajo la premisa del Ministerio del Interior de que “allí no había presencia indígena”.

En protesta y como forma de resistencia simbólica, los indígenas Kogui, en cabeza de su cabildo gobernador José de los Santos Sauna, decidieron en el año 2006, realizar un pagamento en el sitio sagrado de Jukulwa ubicado en todo el puerto. A ellos los acompañé para constatar que el cerro sagrado había sido literalmente cortado por la mitad. La tristeza de los mamos era evidente. “¿Por qué será que hermanito menor no entiende?”.

Dos marchas más se realizaron contra la destrucción de Jukulwa y por el derecho a la consulta previa, una en 2008 y otra en el 2009. En esta última, como en todas las anteriores, la entrada hasta el cerro sagrado fue impedida. Las mujeres kogui, pequeñas pero fuertes, hicieron un cordón que se atravesó a los escudos del ESMAD y poco a poco, empujando todas al unísono rompieron el cerco y dejaron pasar a la horda de indígenas que buscaba realizar su pagamento.

Esta protesta trascendió más allá de las fronteras de nuestro país y dio origen a publicaciones de prensa en otros países de Latinoamérica como México

Las luchas de resistencia también se anclan en la defensa de la cultura y en su necesario reconocimiento en la implementación de políticas públicas en todos los ámbitos.  

En mi trasegar. llegué en 1987 a La Guajira, al territorio de la Gran Nación wayuu, en busca de una práctica y un saber médico llamado asijawaa que de manera sorprendente guardaba similitud con las prácticas terapéuticas de la moxibustión china.

De nuevo las prácticas culturales me llenaron de asombro y gestaron en mí un interés particular por lo que hoy se conoce como la interculturalidad en salud, que me llevó a difundir procesos desde el periodismo como la construcción del espacio intercultural en el Hospital indígena de Nazareth, Alta Guajira, en donde en medio de una gran enramada al estilo wayuu, cada apushii podía acompañar a sus enfermos hospitalizados, atender partos de manera tradicional y consultar con sus propios médicos tradicionales.

Todo esto antes de que la ley 100 de 1993 diluyera las competencias y responsabilidades del Estado frente a la salud de las poblaciones y echara para atrás muchos de los esfuerzos de los pueblos indígenas por establecer relaciones armónicas entre la salud occidental y la salud propia.

Años más tarde, en 1994, este mismo hospital desarrolló una gran investigación sobre la situación nutricional del pueblo wayuu generando numerosos talleres participativos con las autoridades tradicionales de todos los asentamientos de la Alta Guajira, en donde se perfilaron los innumerables mecanismos culturales y prácticas y conocimientos sobre el territorio que tienen los wayuu para sortear las crisis climáticas periódicas que azotan su territorio y causan “hambre” entre sus habitantes.

La vida me llevó al Perú en un recorrido signado por el querer ahondar en el conocimiento de los saberes y las prácticas médicas de los pueblos indígenas andinos como una verdadera alternativa o complemento a los servicios de salud “occidental”.

Es así como en 1990, en el Perú, se lleva a cabo una cumbre denominada Atención Primaria en salud, recursos y medicinas tradicionales de los países andinos, organizada por el convenio Hipólito Unanue, que buscaba responder al impulso indetenible de los pueblos indígenas para que les fueran reconocidos sus conocimientos médicos en las políticas de salud nacionales.

Pero no sólo se trataba de generar relaciones entre culturas en el tema de la salud, también eran permeados sectores como el de la educación y el de la cultura. Así, siempre estuvimos atentos e interesados en divulgar las manifestaciones culturales de los pueblos indígenas y afrocolombianos para poner de presente su aporte al patrimonio cultural de la nación.

Actuando como testigo es el título de esta ponencia, que pretendió mostrar el aporte de un ejercicio antropológico realizado por fuera de los cánones más tradicionales de la praxis antropológica. El periodismo obliga a que los testimonios se analicen en la inmediatez de los hechos, situación que a veces no se logra con ciertos análisis que se desfasan del impulso histórico de los acontecimientos.

Igualmente, como dice Gabriel Arrian, antropólogo y periodista peruano, “la verdad periodística no es la misma que la verdad etnográfica. El periodismo tiene que ceñirse a los hechos, mientras que la etnografía permite levantar la vista por encima de ellos, mirar el contexto y entender su significado”.

Amplificar la voz a quienes no forman parte de las elites del poder o de las víctimas de hechos policiales y catástrofes, que son los sucesos que colman la información de las páginas de los grandes diarios, es, en mi caso, el resultado de haberme formado como antropóloga. Amplificar las voces en contraposición a dar la voz significaba también acompañar y ofrecer un espacio para intensificar el eco de estas voces.

Así, el trabajo periodístico es una posibilidad de configurar relaciones de acompañamiento y solidaridad, que son las que permiten a la antropología trabajar de la mano de la gente en las contingencias y circunstancias coyunturales que signan la vida de los pueblos.

Esta revisión da cuenta de un momento coyuntural de la lucha indígena, pero después de la evidencia de los límites y contradicciones de la Constitución del 91, la agudización del conflicto y la violencia y las exigencias del proceso de paz, el trabajo periodístico plantea otras exigencias quizá menos coyunturales y si más ancladas en el sentir de la Colombia profunda porque como dice Alfredo Molano: No es posible seguir mirándonos con un solo ojo, debemos desnudarnos para saber quiénes somos, para poder vivir juntos con todas nuestras flaquezas y nuestros errores. Hay que ir más allá, el horizonte alumbra y llama. El tiempo de la sangre está siendo sepultado”.

Por Claudia Cano Correa/ Especial para El Espectador

 

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