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Silencio y confinamiento en las comunidades del río Bojayá

Las comunidades étnicas del resguardo del Alto Río Bojayá denuncian que en algunas zonas hombres de grupos armados ilegales se asentaron en el interior de los territorios y vigilan a los pobladores desde adentro. El reclutamiento forzado, la soberanía alimentaria y la desnutrición infantil son otros de los problemas que afrontan indígenas y afros.

César Giraldo Zuluaga
22 de agosto de 2021 - 02:00 a. m.
Las comunidades indígenas de la zona piden atención integral al Estado.
Las comunidades indígenas de la zona piden atención integral al Estado.
Foto: Camila Granados.

*Fredy, quien se encuentra detrás del muro que divide la sala y el comedor de la casa de madera, mira primero hacia la ventana que está a su izquierda, luego hacia las otras dos ventanas del recinto y finalmente en dirección al acceso principal. La vivienda no tiene vidrios en las ventanas ni puertas que den la sensación de privacidad y Fredy parece temer que sus palabras sean escuchadas más allá de las paredes que sostienen la vivienda levantada en uno de los municipios chocoanos ubicados en las bifurcaciones del río Bojayá.

“Han ido cooptando el territorio. Antes estaban cerca, ahora están adentro. Hay gente de esos grupos que nos vigila”, dice luego de cerciorarse de que el espacio es seguro y su voz solo puede ser escuchada por quienes están en el interior de la casa. Su precaución no es en vano, la crisis de orden público que se vive en el municipio por cuenta del accionar de grupos armados ilegales ha derivado en varios episodios de confinamiento y desplazamiento que se han extendido por varias regiones del departamento. De ahí que nadie quiera hablar del tema en público, que en las calles reine la ley del silencio y que los pocos que se atreven a decir algo lo hagan pidiendo que no se den nombres ni se identifique si quiera el municipio al que pertenecen. Pogue, Nambua, Tawa y Nuevo Olivo, en todos la historia se repite.

A Fredy lo acompañan otros líderes y lideresas que prefieren reunirse en un solo lugar para poder hablar con menos temor y evitar que los vean por ahí cruzando palabras con extraños. Porque con la proliferación de estructuras armadas que hay en la zona a veces resulta difícil saber quién es quién. “Aquí hay cuatro grupos”, precisa Fredy sin atreverse a decir sus nombres. Información que de todas formas ha sido ampliamente documentada por las autoridades departamentales que han identificado la presencia de estructuras del Eln, el Clan del Golfo y, en menor medida, las disidencias de las Farc, que se disputan el control territorial de las comunidades étnicas ubicadas sobre la cuenca de los ríos Bojayá y Uva.

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Esa limitación para moverse libremente por el territorio afecta fuertemente a los habitantes del municipio. No pueden salir por el río a pescar y tampoco pueden ir a los cultivos que están más alejados del municipio. La comercialización de madera, que es otra fuente de ingresos, también se ha visto reducida, ya que la tala de árboles se da solo en cercanías del pueblo. La soberanía alimentaria empieza a peligrar. Fredy lo resume de la siguiente manera: “El cultivo que no se daña por falta de trabajo, se daña por las inundaciones”.

El cuarto actor, el único legal sobre el territorio, también representa otro problema para las comunidades. “Los militares, que hasta hace unos meses estuvieron en la escuela, usaban a nuestros jóvenes para que compraran el trago y se lo subieran. Ya luego los muchachos empezaron a tomar con los militares y ahí se generó un desorden y una rebeldía”, advierte Juana, lideresa de la comunidad. Agrega que “ya los militares no están, pero los muchachos siguen tomando y no nos hacen caso. Eso mina el proceso y la autoridad del consejo comunitario”, finaliza. “Como a los jóvenes ya no les interesa nada, nos da miedo que también hablen de más con los armados que están en el pueblo”, cuenta Fredy.

“Pero, ¿qué más van a hacer?”, pregunta Juana refiriéndose a los muchachos. Y ella misma se responde: “No se puede hacer nada. Se mueven por un lado del río y les sale un grupo armado, se mueven para el otro lado y les sale otro”.

Para llegar a estas comunidades enclavadas en lo más profundo del departamento, hay que trepar las sedimentadas aguas del río Atrato por unas tres o cuatro horas en panga, un tipo de lancha rápida, hasta llegar a la nueva Bellavista, la cabecera municipal de Bojayá. Desde allí es una hora y media más por la verdosa corriente del río que lleva el mismo nombre del municipio. En sus playas, que sirven de puerto, hay que pasarse a unas lanchas de madera de máximo tres ocupantes, para acceder a los resguardos indígenas del Alto Río Bojayá.

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Por este afluente, más estrecho y claro que el Atrato, se pueden escuchar, además del motor de la embarcación, el sonido de los pájaros, sapos y otros animales, los estruendos de la guerra sin cuartel que libran las estructuras del Eln y el Clan del Golfo, y con la que tienen que vivir los habitantes de las cinco comunidades que componen el resguardo.

Enfrentamientos que tan solo en los últimos dos años generaron el desplazamiento de dos comunidades emberá dobida que habitan sobre las riberas del Bojayá y el Uva. El primero se presentó en marzo de 2020, cuando 42 familias de la última población que se encuentra por este lado del río, huyeron en medio del combate. Horas antes, uno de los grupos armados había asesinado a dos de sus integrantes. Se instalaron en Tawa, a seis horas en lancha de su territorio. Uno de sus habitantes recuerda que, en medio de la huida, miembros del Eln le advirtieron que no podría regresar, ya que habían sembrado minas antipersonales en sus casas y cultivos. Trece meses después del desplazamiento inicial, 28 familias de esa comunidad emprendieron el regreso a un territorio prestado que está a la mitad del camino de su antiguo hogar. “Ninguna de las instituciones locales o nacionales nos brindó ayuda. Por acá no viene ni el Ejército, solo la cooperación internacional y representantes de la Iglesia católica”, dice otro de los habitantes.

El segundo caso se presentó en marzo de este año en Nambua, cuando, en medio de un enfrentamiento, guerrilleros del Eln amenazaron con lanzar granadas a las casas de los indígenas. Diecisiete familias huyeron por dos semanas y regresaron sin acompañamiento por parte del Estado.

Sentado en el borde de una casa de madera en un tercer resguardo, Mario, el gobernador, asegura que mientras el Estado no aparece, los grupos armados sí regresan. “Sí tenemos minas antipersonales, pero no sabemos dónde han minado. Sí señalaron ese filo -dice mientras apunta con su índice a una de las montañas que rodea el caserío-, pero nunca hemos buscado por allá porque en cualquier momento podemos caer. Desde marzo que no podemos pescar, ni salir a cazar, ni ir al monte”, lamenta. Además, los hombres armados, que en mayor medida circulan a pie y ocasionalmente lo hacen en lancha, también llegan hasta las comunidades pidiendo alimentación e indicaciones para transitar por el territorio, pero, como advierte Mario, por el confinamiento, comida es lo que menos hay.

El confinamiento al que son sometidas estas poblaciones ha sido advertido también por la Defensoría del Pueblo, así como por la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), la Federación Luterana Mundial, entre otras ONG. Según varias alertas tempranas emitidas por la Defensoría, desde finales de 2016 e inicios de 2017, con la retirada de los frentes 34 y 57 de las Farc de estos territorios, la compañía Néstor Tulio Durán del Eln y el frente Pablo José Montalvo Cuítiva de las Agc empezaron avanzadas para controlar la región del Atrato Medio, donde se ubica Bojayá.

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El interés de los actores armados sobre esta zona radica en que es “estratégica por configurarse en un importante corredor de comunicación para el movimiento y abastecimiento de tropas armadas y el tráfico de armas e insumos para la cadena productiva de la coca entre el Bajo Atrato, el suroeste antioqueño, el Medio y Alto Atrato, y el océano Pacífico, a través de caminos naturales y los afluentes hídricos”, según la Alerta Temprana 016 de agosto de este año.

Se trata de una subregión en la que se vienen registrando confinamientos desde 2017, según datos de la OCHA, siendo el más reciente el que inició en mayo de este año afectando a más de 3.700 personas de 23 comunidades. Un funcionario local, que pidió no ser citado, señala incluso que los cálculos dan cuenta de que en los primeros seis meses de 2021 la cifra de personas confinadas en el departamento ascendió a 15.000. Los datos son alarmantes y los líderes de la región coinciden en que el fenómeno se ha agudizado, pero en los últimos tres años, y que no ha tenido el impacto necesario en la opinión pública porque son desconocidos o no llaman la atención.

Por su parte, los indígenas emberá dobida que no han podido regresar a sus cultivos de plátano y yuca, o a cazar ñeques y guaguas, también manifiestan su preocupación por el reclutamiento de sus menores. En la primera comunidad indígena que se encuentra por el río Bojayá, luego del pueblo afro, dos menores fueron reclutados por el Eln. Sus madres, en compañía de la Cruz Roja, gestionaron su liberación ante los comandantes. Sin embargo, los ofrecimientos a los jóvenes por parte de los grupos armados persisten.

La desnutrición infantil es otra de las graves consecuencias que afrontan las comunidades indígenas por el confinamiento. El gestor de salud de uno de los caseríos afirmó que, a pesar de que los padres prefieren alimentar a sus hijos con la escasa comida que se consigue, los menores ya presentan esta enfermedad.

Adicionalmente, la comunidad indígena que estuvo más de un año desplazada no cuenta con los materiales suficientes y adecuados para la reconstrucción de sus hogares. Por el momento las casas han sido elaboradas con algunas tablas de madera, las paredes fueron improvisadas con tela verde, la misma que se usa para el cerramiento de las construcciones en las ciudades, y los techos son bolsas negras de basura que, por lluvias o ventarrones, son destruidas fácilmente.

Habitantes y líderes de las comunidades indígenas y afros de la zona rural de Bojayá, así como autoridades étnicas y organismos internacionales desde Quibdó, denuncian que el Estado ha sido racista e inoperante en la atención de la emergencia humanitaria. Le exigen que haga presencia integral para atender desde distintos frentes los problemas de la región, así como la firma del Acuerdo Humanitario Ya, una propuesta construida por diversos sectores del departamento, que busca cesar la violencia y garantizar los derechos básicos de la población.

* Los nombres fueron cambiados a petición de las fuentes.

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