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Wade Davis: la historia de la coca es la historia de los Andes

En la tercera entrega de su serie, el antropólogo y etnobótanico Wade Davis nos revela la historia ancestral de la planta sagrada.

Wade Davis * / Especial para El Espectador
29 de noviembre de 2022 - 01:00 p. m.
Wade Davis conoció Colombia desde que tenía 14 años de edad y, una vez se graduó de antropólogo, se dedicó a investigar la cultura. Ahora recopiló las memorias de la coca con ayuda de las comunidades indígenas.  / Cortesía - Archivo particular
Wade Davis conoció Colombia desde que tenía 14 años de edad y, una vez se graduó de antropólogo, se dedicó a investigar la cultura. Ahora recopiló las memorias de la coca con ayuda de las comunidades indígenas. / Cortesía - Archivo particular

Nada de esto sorprenderá a quienes han estudiado la historia de América del Sur. Para los incas, la coca desempeñaba un papel primordial en todos los aspectos de la vida ritual y ceremonial. Antes de un viaje, los sacerdotes arrojaban hojas al viento para propiciar a los dioses. Al no poder cultivar la planta a la altura de Cusco, la replicaron en oro y plata, en jardines sagrados entre los muros de los templos. En el Coricancha, el Templo del Sol, se ofrecían sacrificios a la planta, y los devotos sólo podían acercarse a los altares si tenían coca en la boca. (No se pierda la primera parte de estos ensayos sobre la coca).

Los adivinos leían el futuro en las venas de la hoja y en la forma en que la saliva verde se derramaba sobre los dedos, dones de clarividencia reservados para quienes habían sobrevivido a la caída de un rayo. En su rito de iniciación, los jóvenes de la nobleza inca competían en arduas carreras a pie, durante las cuales las vírgenes ofrecían coca y chicha. Al final de la prueba cada corredor recibía una chuspa llena de las hojas más finas, como símbolo de su recién adquirida virilidad.

Largas caravanas que transportaban hasta tres mil canastas grandes de hojas se desplazaban periódicamente entre las plantaciones de las bajas llanuras y los valles que conducen a Cusco. Sin la coca no se podía sostener al ejército ni hacerlo marchar por la vasta extensión del imperio. La coca hacía posible que los mensajeros imperiales, los chaquis, se relevaran a lo largo de casi diez mil kilómetros en una semana. (Lea aquí la segunda entrega de estos ensayos).

Cuando los narradores de la corte, los yaravecs, eran convocados para rememorar la historia de los incas en las ceremonias rituales, se valían solamente de unas cuerdas anudadas llamadas quipus y de un poco de coca para estimular la memoria. En los sembrados, los sacerdotes y los labradores esparcían hojas para bendecir la cosecha. Los pretendientes obsequiaban coca a la familia de la novia.

Los viajeros en misiones oficiales colocaban sus mascadas de coca en los montículos de piedras dedicados a Pachamama, puestos de a trecho en trecho en los caminos del imperio. Los enfermos y los moribundos mantenían hojas a la mano, ya que si la coca era lo último que se saboreaba antes de morir, se tenía el camino al paraíso asegurado

Así como los incas veneraban la planta, también lo hacían los demás pueblos de los Andes. Las evidencias arqueológicas más tempranas sugieren que la coca ya se consumía en el año 3000 a. C en Valdivia, en la península de Santa Helena, en el oeste de Ecuador; en la costa de Perú, su cultivo era común en el 2500 a. C. Se han encontrado tanto vasijas para la cal como figuras en cerámica de hombres mascando coca en prácticamente todos los sitios arqueológicos de todas las culturas precolombinas costeras: nazca, paracas, moche y chimú.

La palabra «coca» no se deriva del quechua, sino del aimara, la lengua hablada por los descendientes de la cultura tiahuanaco, el imperio del altiplano y la cuenca del Titicaca que antecedió al inca en quinientos años. La raíz es khoka, una palabra general para cualquier arbusto o árbol, lo cual sugiere que la fuente de las hojas sagradas es la planta entre todas las plantas.

Un comercio activo de coca ya había sido establecido en el altiplano boliviano en el año 400 a. C., mil años antes de la dramática expansión del imperio inca. La planta misma es un arbusto bello y delicado, con pequeñas flores blancas y frutos del tamaño y el color de rubís. La textura y la forma de las hojas varía, pues hay dos especies cultivadas, cada una con dos variedades distintas.

Erythroxylum coca var. coca es la hoja clásica del sur de los Andes; cultivada en la parte alta de los valles tropicales que descienden hacia el Amazonas, su cosecha se encuentra en los mercados de Cusco y La Paz. La coca de Colombia, Erythroxylum novogranatense var. novogranatense, es diferente. Adaptada a hábitats calientes y estacionalmente secos, y muy resistente a la sequía, produce hojas pequeñas y angostas de un verde amarillento y brillante. Nombrada en 1895 en honor al viejo nombre colonial del país, Nueva Granada, esta era la coca que utilizaban los orfebres muiscas y quimbayas en el siglo XIII, el estimulante del pueblo desconocido que talló las estatuas monolíticas de San Agustín, la planta que Américo Vespucio se topó en la península de Paria en 1499, cuando consignó la primera descripción europea de la costumbre de mascar coca.

En otros tiempos cultivada extensamente a lo largo de la costa caribe de Suramérica, en zonas adyacentes de Centroamérica y en el interior de Colombia, actualmente sólo se encuentra en su contexto tradicional en las escarpadas montañas del Cauca y del Huila y en la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se le conoce como hayo. Curiosamente, la coca del noroeste amazónico, Erythroxylum coca var. ipadu, la fuente del mambe, no se deriva del hayo, sino de semillas y esquejes peruanos y bolivianos arrastrados a lo largo del Amazonas en tiempos precolombinos.

Finalmente, está la Erythroxylum novogranatense var. truxillense, ahora cultivada en los valles desérticos de la costa norte de Perú. Con sólo una pizca de aceite de gaulteria, esta era la coca preferida de los incas, además del ingrediente clave de la fórmula secreta de Coca-Cola.

De manera significativa, el análisis genético sugiere que la progenitora de las dos especies domesticadas, y sus cuatro variedades, es la Erythroxylum gracilipes, una especie silvestre que se halla a lo largo de los Andes y en los bosques bajos de la Amazonia occidental. Esta pesquisa botánica puede parecer arcaica, pero el hecho de que dos cultígenos altamente valorados se hayan derivado de manera independiente de un mismo ancestro —mediante procesos separados de selección artificial a miles de kilómetros de distancia— es un caso asombroso de invención paralela; un fenómeno aún más maravilloso si se considera que todas las variedades de cultivo de las plantas en cuestión son reverenciadas como la esencia misma de lo sagrado.

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En los albores de la conquista, los españoles destruyeron todos los santuarios, violaron todos los templos y devastaron un imperio cuya dimensión y logros eran incapaces de comprender. Todo lo que era más preciado para los incas incitaba la ira de los conquistadores, incluida la coca, la cual fue satanizada como «el origen de la idolatría y la hechicería», una planta que sólo servía para reforzar «los delirios de los perversos y que todo juez competente asegura que no posee virtudes; sino que, por el contrario, provoca la muerte de innumerables indios, a la vez que deteriora la salud de los pocos que sobreviven».

Que nada de esto fuera verdad finalmente resultó conveniente para la corona española, especialmente cuando se hizo evidente que los nativos no soportaban el trabajo en las minas sin tener acceso a las hojas. En 1573, con el ojo puesto en el oro y la plata, Francisco de Toledo, virrey del Perú, revocó las leyes anteriores que prohibían la coca y, por decreto, eliminó todos los obstáculos que impedían su cultivo. Incluso cuando forzó a gran parte de la población a reubicarse en nuevos asentamientos, condenando a miles a morir —sólo en Potosí fallecieron un promedio de setenta y cinco indígenas cada día durante trescientos años—, Toledo se aseguró de que los trabajadores tuvieran coca.

Secularizada y comercializada a una escala desconocida por los incas, la coca se convirtió en el fundamento de la economía colonial, y los impuestos sobre su cultivo e intercambio le proporcionaron a la Iglesia su mayor fuente de ingresos. Durante tres siglos, la misión de Cristo en Perú fue posible gracias a una planta que el clero inicialmente había condenado como «la hierba del diablo».

Varios de los primeros cronistas, académicos que sinceramente querían comprender estas tierras recién descubiertas, escribieron con entusiasmo sobre la planta de coca. En sus Comentarios reales, Garcilaso de la Vega afirmó que al mascar aquella hoja mágica «los indios se muestran más fuertes y más dispuestos al trabajo; y muchas veces, contentos con ella, trabajan todo el día sin comer». Pedro Cieza de León, quien viajó por toda América entre 1532 y 1550, anotó que «cuando les pregunté a algunos de los indios por qué llevaban esas hojas en la boca me respondieron que evitaban que sintieran hambre, y les daban gran fuerza y vigor. Yo creo que tienen tal efecto».

Durante la época colonial y hasta bien entrado el siglo XIX, los elogios a la coca fueron efusivos y a menudo alcanzaban un tono de reverencia y devoción, incluso adulación. José Hipólito Unanue, el médico peruano más afamado del siglo XVIII, proclamó que las hojas eran una panacea, la hierba más poderosa en el repertorio de cualquier curandero.

El naturalista y explorador suizo Johann Jakob von Tschudi, quien pasó cinco años en los Andes, se asombró ante la longevidad de aquellos que, durante el curso de sus vidas, según sus cálculos, «han consumido no menos de dos mil setecientas libras de hojas y, sin embargo, están perfectamente sanos». En un escrito de 1846, concluyó: «Ciertamente comparto la opinión de que el uso moderado de la coca no sólo es absolutamente inocuo, sino también muy favorable para la salud».

En Escocia, sir Robert Christison, presidente de la Sociedad Real de Edimburgo (1868- 73) y de la Asociación Médica Británica (1875), decidió poner las hojas a prueba cuando él y diez estudiantes emprendieron una caminata de cuarenta y ocho kilómetros por una campiña montañosa, incluyendo un ascenso al Ben Vorlich, un monte que se alza novecientos ochenta y cinco metros por encima del lago Earn. «Al llegar a casa antes de la cena», reportó, «no sentía hambre ni sed, tras una abstinencia de cualquier tipo de comida y bebida de nueve horas; no obstante, a la hora de cenar media hora después, me aseguré de que se hiciera justicia». Al momento de su experimento, Christison tenía setenta y ocho años.

Tales cualidades, por supuesto, ya habían sido descritas hace mucho tiempo por viajeros de mentalidad científica en sus relaciones sobre Suramérica. J. T. Lloyd, quien publicó A Treatise on Coca [Un tratado sobre la coca] en 1913, escribió sobre los porteadores nativos de Popayán en el sur de Colombia: «Tras un desayuno sencillo, arrancan de nuevo con sus pesados bultos, que pueden pesar entre setenta y cinco y cien libras, atados a la espalda. Todo el día marchan a buen paso por laderas escarpadas, a una altitud que para nosotros, sin ninguna carga, era sumamente extenuante. Durante estos recorridos, los indios no descansaban ni comían nada; sólo sorbían sus mascadas de coca el día entero. Estos indios nos parecieron muy agradables, siempre alegres y bondadosos, pese a que su labor diaria los sometía a las adversidades más severas y a la alimentación más frugal».

Lloyd concluyó que la coca efectivamente era la clave para su buena salud y su buen espíritu. «No sólo no es dañina; se dice que le provee nutrición al cuerpo y que es útil para el tratamiento de varios tipos de enfermedades». Tal vez el elogio más efusivo provino del cirujano W. Golden Mortimer, autor de La historia de la coca (1901). Entre los testimonios más curiosos que este nos ofrece se encuentra el del Club de Lacrosse de Toronto, el cual, siendo anfitrión del campeonato mundial en 1877, decidió consumir coca en todos los partidos.

Según Mortimer, «el Club de Toronto estaba conformado por hombres acostumbrados a labores sedentarias, mientras que algunos de sus contrincantes eran hombres recios habituados al ejercicio al aire libre. Todos los partidos fueron muy reñidos, y algunos fueron jugados bajo el calor más infernal del verano: en una ocasión el termómetro registró 43 °C. Los hombres de aspecto más robusto estaban tan exhaustos antes de acabar el partido que difícilmente podían ser alentados para que concluyeran el último tiempo, mientras que los mascadores de coca se mantuvieron elásticos y aparentemente libres de fatiga de principio a fin».

Mortimer consideraba la coca como una panacea, señalando sus virtudes como medicina, tónico y alimento. Pero lo que más le fascinaba era la sutileza de su mecanismo. Sin duda se trataba de un estimulante, y, sin embargo, su efecto subjetivo sobre el cuerpo era diferente al de cualquier otro estimulante conocido por la ciencia. Como el médico W. S.

Searle anotó en 1881, «no es poco significativo que, aun cuando ninguna sustancia conocida pueda rivalizar con el poder vigorizante de la coca, ninguna otra tenga un efecto tan poco evidente. A quienes llevan una vida rutinaria, mascar coca no les ofrece ninguna sensación especial; de hecho, el único resultado pareciera ser negativo: una ausencia del deseo habitual de comer y dormir. Sólo cuando al cuerpo o a la mente se les exige algo inusual, se siente su influencia… Aquellos que esperan alguna conmoción o sensación interna se sienten decepcionados».

Andrew Weil captó bellamente esta cualidad de la experiencia de la coca en la descripción de su primer acercamiento al mambe mientras visitaba a los cubeos en la Amazonia colombiana en 1973. El efecto de la coca, reportó, era tan sutil que no podía compararse con el de ningún otro producto natural consumido de manera similar; debía experimentarse para ser apreciado, y el entorno y la disposición jugaban un papel fundamental.

La primera vez que probó el mambe fue de noche, y quedó con una sensación agradable «que perduró aun cuando ya no tenía nada en la boca; de hecho, nunca se terminó realmente; simplemente se desvaneció de manera imperceptible». No fue sino hasta la mañana siguiente, tras reunirse con los hombres para compartir una totuma llena del delicado polvo verde, que vino a entender por qué tanta algarabía. «Me descubrí marchando entre un grupo de cubeos, blandiendo mi machete, tarareando una melodía y sintiéndome exultante. La coca parecía más fuerte a estas horas de la mañana. Su calidez iluminó mi cuerpo desde adentro. Experimenté una sutil energía vibratoria en mis músculos. Mi paso se hizo más ligero, y no había nada que quisiera hacer más que lo estaba haciendo en ese momento».

* Traducción del inglés de Diego Uribe. Espere mañana otra entrega de estos ensayos.

Por Wade Davis * / Especial para El Espectador

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