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El tacto es el único sentido sin el cual no se puede vivir

Si hay algo que el coronavirus nos ha enseñado es que estábamos y seguimos estando dispuestos a todo con tal de salvar nuestras vidas. Pero ¿de cuáles vidas estamos hablando?

Paolo Becchi*
23 de junio de 2020 - 06:42 p. m.
¿Aprenderemos a besar con la mascarilla sin el contacto de las lenguas, quizás con un apósito profiláctico? ¿Abrazos a distancia? ¿Universidades y escuelas a distancia?
¿Aprenderemos a besar con la mascarilla sin el contacto de las lenguas, quizás con un apósito profiláctico? ¿Abrazos a distancia? ¿Universidades y escuelas a distancia?
Foto: Pixabay.

Pero ¿cómo? ¿no debíamos combatir a fondo en esta ‘guerra’ contra un enemigo invisible e insidioso, hasta su total derrota, hasta su aniquilación? ¿Una guerra que debería culminar con nuestra victoria? Sin embargo se tiene la impresión de que se trataría de nuevo de una ‘victoria mutilada’. ¡Pues sí! Porque después del imperativo categórico del “¡permaneced en casa!” pronto hará su ingreso oficial el nuevo imperativo –que nos acompañará en los próximos meses, o por más tiempo, o tal vez para siempre: “¡Convivid con el virus!”

Después de dejar sobre el campo millares de muertos para combatir (malamente) al enemigo ¿debemos ahora aprender a convivir con él? Extraña guerra ésta contra el virus, hecha desde el diván de nuestra casa o desde la cama de terapia intensiva. Pero más extraño aún es decir ahora que debemos aprender a convivir con el virus. ¿Qué quiere decir convivir con el virus? La primera y más superficial respuesta podría ser que debemos convivir con China. Es un virus chino y convivir con él significa convivir con China. En suma, significa habituarse al hecho de que China se ha convertido en una potencia que ocupa un espacio geopolítico, y que siempre podría hacerse ‘viral’.

Pero tratemos de ir más a fondo, procurando no desfondarnos. Si hay algo que este virus nos ha enseñado es que estábamos y seguimos estando dispuestos a todo con tal de salvar nuestras vidas. Pero ¿de cuáles vidas estamos hablando?

Trataré de explicar el punto. Ya Aristóteles distinguía la vida como bios de la vida como zoé. El simple hecho de vivir, la vida ‘desnuda’, la vida por la que estamos con vida es zoé. Por el contrario, bios es la vida que vivimos, la vida cualificada por el modo en que la vivimos: es la ‘condición de vida’, el ‘cómo’ de la mera zoé. Entonces la ‘Cuarentena’ no representa más que esto: nuestra renuncia a toda ‘condición de vida’ en nombre de la ‘nuda vida’.

Pero ¿qué es esta ‘nuda vida’, esta vida despojada de todo atributo, una vida que no es nada más que vida? El virus mismo es esta vida en su forma extrema: una vida tan desnuda que no sé si estoy realmente vivo o no. Viviente fingido, fingido mortal: un huésped indeseado, un intruso. El virus ¿es vida? Una pregunta a la que la Ciencia todavía no sabe responder. Quizás no todas las preguntas tengan respuesta. La ‘ciencia’, los virólogos (¡qué espectáculo estos expertos, capaces de alimentar el pánico colectivo y que en el fondo hablan sin saber lo que dicen!) ni siquiera son capaces de decir qué es un ‘virus’, pero son quienes deciden sobre nuestra vida y nuestra muerte. No es casual. Porque fueron ellos los primeros que, con las técnicas de reanimación y el correspondiente transplante de órganos, separaron lo que era inseparable en el hombre: la vida meramente física y la vida biográfica. No, no, la ciencia y la medicina no nos inmunizarán de este virus.

Y entonces ¿qué nos queda? Tal vez podamos pasar de la Física a la Metafísica o, si queréis, a la ‘Biología filosófica’ en sentido Jonasiano. La nuda vida del virus –¿sin metabolismo?-- también puede ser no-vida. Un ser sin existencia. Y si es vida que no es vida, tampoco muere entonces. Por eso es que no nos queda más que convivir con el virus.

Pero ¿tiene sentido esa convivencia poniéndonos, adaptándonos, como hasta ahora hicimos, a su mismo nivel: nuda vida contra nuda vida? Es la pregunta existencial de los próximos meses, o tal vez años. Sí, porque nada será como antes. Arrancamos con el pie zurdo al reducir todo a la ‘vida desnuda’, y ahora nos vemos forzados a convivir con ella. Convivir con el íncubo, con el pánico, con la obsesión de virus. Afuera, sí, pero con guantes y mascarilla que serán parte, para siempre, de nuestra vestimenta, como la corbata y la bufanda? ¿Aprenderemos a besar con la mascarilla sin el contacto de las lenguas, quizás con un apósito profiláctico? ¿Abrazos a distancia? ¿Universidades y escuelas a distancia? Pero tal vez contentos (¿contentos?) por poder estar en continuo contacto mediante whatsapp, facebook, twiter, instagram: pegadísimos en el mundo virtual y a dos metros de largo en la realidad?

Habría que preguntarse si es posible construir un ‘Gemeinwessen’ auténtico: una comunidad humana basada en la distancia. No en la distancia social –las diferencias sociales siempre existieron- sino en la distancia entre las personas, entre los cuerpos. ¿Mirar, sentir, pero no tocar? Ni siquiera rozar con una caricia el rostro del otro? Y fue precisamente Aristóteles quien primero nos enseñó que el tacto es el único sentido sin el cual no se puede vivir.

Y estamos caminando precisamente en esa dirección. Una sociedad sin contactos, o reducidos al mínimo. Ésta sí que sería la victoria del virus. Convivir de esta manera con el virus sería admitir nuestra derrota. Él se marchará por su cuenta siguiendo las leyes de su naturaleza, pero habiendo modificado la nuestra. La seguridad estará en la distancia. E incluso a distancia se requerirán dispositivos de protección: mascarillas y guantes para todos. Entonces la vida desnuda habrá vencido a nuestros hábitos, a nuestras historias, a nuestras vidas, por encima de nuestra vida.

Pero ¿el no ser del hombre es de verdad más terrible que no-sernos-más de modo auténtico? Puesto en forma más banal: la sobrevivencia de la nuda vida es de verdad la instancia suprema? Así es, ciertamente, desde el punto de vista del darwinismo social. Pero no desde otros puntos de vista. Baste pensar en Walter Benjamin: “El hombre no coincide de ningún modo con la nuda vida” (der Mensch fällt eben um keinen Preis zusammen mit dem blossen Leben). Tranchant. El hombre no vive simplemente como una planta. Y si hoy esto sucede alguna vez, nos encontramos frente a una realidad trágica, producida por las técnicas de reanimación. Más al hombre no le basta la nuda vida: lo que vale sobre todo es la historia de una vida, la vida viviente.

Esta es la razón, en el fondo, de que derechos fundamentales como la libertad personal, la libertad de circulación, las libertades religiosas y hasta la libertad de expresión cayeran una tras otra como soldados lanzados a la masacre. Porque si lo que vale es simplemente salvar la nuda vida, entonces todo está permitido. El límite ha sido abundantemente traspasado con el tratamiento incivil, bárbaro, privado de toda piedad, reservado a los enfermos contagiosos. Hombres y mujeres muriendo en soledad, sin poder ver a sus seres queridos; quemados sus cadáveres como residuos tóxicos.

Hablar de derechos y de Derecho ¿tiene algún sentido en una situación como ésta? Y desde los derechos fácilmente nos deslizamos a poner en discusión el orden constitucional. Para ocuparse de la emergencia sanitaria, los derechos y el Derecho han sido neutralizados, suspendidos. Han bastado los gritos del Capo en la televisión, anticipado sus actos administrativos dirigidos a salvar ‘nuestras vidas’. ¿Cómo llegamos a aceptar todo esto? ¿Queda aún alguna esperanza?

El episodio –reportado en las crónicas— de un anciano de la ciudad italiana Savona que, al no poder siquiera tocar a su nieto, ha preferido matarse, es, en el fondo, el de un hombre –uno de los pocos—que ha ganado la batalla contra el virus. Por su edad, ese abuelo era ciertamente vulnerable, expuesto más fácilmente al contagio; pero para él había algo más importante que su propia persona física, superior a su mera supervivencia: su vida vivida con su nieto; y a esta vida no podía ni quería renunciar. El nudo sobrevivir: eso no era vida para él.

*Profesor de Filosofía

Universidad de Génova, Italia

Universidad de Lucerna, Suiza

Por Paolo Becchi*

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