En los últimos días, he contemplado desde la otra esquina del mundo la euforia colectiva que ha generado la gira de Shakira en Latinoamérica. Me invade una mezcla de nostalgia y orgullo. Ver las docenas de videos de sus apariciones públicas y las reacciones de tantas personas a su tour me genera una extraña identificación. A veces me identifico con sus fans y, otras, con Shakira. Entonces me pregunto: ¿cómo puede ser eso? Pues sí, así es. La famosísima Shakira, hoy un ícono artístico mundial, madre de dos chicos y loba autodeclarada, sin darse cuenta, ha acompañado y representado a las mujeres de mi generación desde nuestra adolescencia.
Ambiente a las afueras del estadio El Campin previo al concierto de Shakira en Bogotá; Se comercian camisetas, llaveros, afiches, banderas entre otros elementos alusivos a la cantante barranquillera.
Mientras chateábamos en el grupo familiar sobre la emoción de saber que mi primo asistiría al concierto de Shakira en Bogotá esa noche, brotó un recuerdo poderoso de mis años de adolescente. Recordé, con todos mis sentidos como si hubiera sido ayer, una tarde de los años 90 cuando viajaba en un bus con unas 30 compañeras de colegio. Íbamos de regreso a Cali después de un retiro espiritual al que asistíamos como parte de nuestra formación católica cuando, de repente, la música que normalmente ponía el chofer fue reemplazada por lo que ahora entiendo como un despertar colectivo. Una de mis compañeras había llevado el CD Pies descalzos, que acababa de salir a la venta. ¡BOOM! Desde que la primera canción sonó, algo cambió en mí y en casi todas las pasajeras.
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Recuerdo claramente cómo nos fuimos transformando en una especie de rockeritas: libres, llenas de vitalidad y expresión. Nos invadió una energía liberadora que quienes conocían una que otra canción usaron para cantar a todo pulmón, soltarse el pelo, simular tocar una guitarra eléctrica y tomar una actitud de autonomía y autenticidad irreconocible. Mientras algunas se dedicaban a la mímica, otras se deleitaban con la novedad de un sonido musical que sentíamos más “cercano a casa”. La voz de una mujer joven como nosotras, cantando en español, usando jerga colombiana, al son de un beat rockero y narrando experiencias con las que nos identificábamos fue un ¡WOW! Sin saberlo, nos íbamos convirtiendo en unas lobitas en desarrollo.
¿Quién iba a pensar que el disco de una chica colombiana causaría tanto impacto en una generación? Sin saberlo en ese momento, fue la primera vez que alguien “como yo” narraba en sus canciones lo que nos pasaba a personas “como nosotras”. Alguien que le daba voz a lo que significaba ser una adolescente en Latinoamérica y, con el tiempo, a lo que implicaba ser una mujer latinoamericana en mi época. Ahora, después de varias décadas, entiendo que, por lo menos para mí, fue una revolución emocional y un descubrimiento. Fue el momento en que el arte hizo lo que está diseñado para hacer: representar la experiencia humana de manera tan cercana que llegamos a sentirlo como propio.
Tres décadas después del despertar de aquellas rockeritas, Shakira, con su nuevo lema Las mujeres no lloran y su acertada identidad de loba, trasciende una vez más el trabajo discográfico y vuelve a darle voz a la experiencia de ser mujer. Nos recuerda, esta vez de manera más explícita, lo que significa ser mujeres en esta era. Su arte nos sigue acompañando.
Hace un par de meses, en un encuentro internacional con mis amigas más cercanas del colegio —algunas de las rockeritas del bus— confirmé que las “lobitas en desarrollo” ahora somos un maravilloso colectivo femenino. Un grupo de mujeres que ha abrazado su identidad con corazón, dulzura y tenacidad, como lobas que, además, ahora facturan.
Gracias, Shakira, por darnos voz y acompañarnos.
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