
La historia del café El automático
Hubo un tiempo en que las familias de Antioquia y Caldas afrontaban con mucha frecuencia un problema con los hijos: cada muchacho soñaba con “volarse de la casa” y al fin lo hacía. Empacaban unos cuantos vestidos y con unos pocos pesos en el bolsillo o apenas unos centavos, emprendían viaje a pie o en bus barato o sobre los bultos de un camión de carga hacía el pueblo o la ciudad que más los atrajera. Iban llenos de ilusiones y convencidos de regresar con plata al hogar. Entre tanto, los padres hacían esfuerzos por localizarlos, aunque algunos muy severos se limitaban a decir: “Ese maldito muchacho tendrá que volver cuando lo coja la noche y el hambre”. Unos regresaban y otros no. Unos corrían con suerte al hallar trabajo fácilmente, y otros no.
Y eso fue, precisamente, lo que hizo cuando era muchacho Fernando Jaramillo Botero, quien hoy tiene uno posición económica holgada, es el más conocido de los dueños de cafés en Bogotá como propietario de “El Automático” y mecenas de artistas, poetas y escritores.
Sigue a Cromos en WhatsAppJaramillo nació en La Ceja (“soy pariente cercano de Chepemijo”), del matrimonio de don Raimundo Jaramillo y doña Evelia Botero. Como es natural entre antioqueños, fueron quince hermanos. El país atravesaba la crisis de 1930. Y Fernando resolvió un día “echar p’alante”. Se echó el morral a la espalda y en un camión llegó a Medellín. Allí se quedó sin plata. Entonces arrancó para Manizales a pie, con la esperanza de encontrar allá unos parientes. Dormía donde lo cogiera la noche, a la vera del camino o donde le dieran posada. A veces el chofer de un camión accedía a llevarlo unos cuantos trechos. ¿Y qué comía? “Los centavos que llevaba me los gastaba en un vaso de jarabe y dos ‘cucas’ (la antigua galleta negra de dos centavos)”.
Hasta que Jaramillo se vio en Manizales, cumpliendo así la tradición del paisa andariego. Consiguió trabajo en una panadería por 50 centavos mensuales, pero le descontaban 7 por las galletas que se comía.
—Hasta que me encontré –cuenta Jaramillo– a mi pariente Ramón Restrepo que estaba montando un café. Me puso a trabajar con un sueldo de $15 mensuales. A los seis meses yo era el administrador con 100 pesos de sueldo.
Pensando en no depender de nadie Jaramillo ahorró $500. Con ese dinero renunció al puesto en la tienda de su pariente y…
–Monté una tienda frente a una trilladora. Como los trabajadores hacían turnos muy temprano, yo dormía sobre el mostrador y abría el establecimiento a las dos de la madrugada para vender tinto a dos centavos.
Jaramillo siguió ahorrando y cuando alcanzó el tope de $2.000 abrió el “Bar Coquer”. Al mes hubo unos carnavales y se ganó $10.000, no sólo con el negocio del “Coquer” sino jugando al dado, pues “era un as pa’eso de tirar las muelas de Santa Apolonia”.
—Entonces me abría a montar negocios de cafés. Compraba y vendía. Eso fue de 1934 a 1936. Pero en ese último año dejé ese negocio y puse una jabonería. También vendía una pasta que llamé Café Lyra, a base de café, cacao y maíz capio.
Pero en eso de jabones y otras cosas no era muy experto Jaramillo y quebró. Al fin se recuperó y le dieron al fiado el Club Alcázar, situado frente al Club Manizales. Lo pagó en poco tiempo.
El paisa en Bogotá
Transcurrían las fiestas con que Bogotá celebraba su centenario en 1938 cuando llegó Jaramillo. Venía en plan de juerga, de divertirse, sin pensar en que sería para él la iniciación de una nueva vida.
—Yo estaba borracho tomando un trago en el café “Felixerre” –recuerda Jaramillo– cuando vi que me iban a pasar una cuenta muy grande y discutí con el mesero…
Entonces Fernando preguntó: “Cuánto vale el café o es que creen que la maleta es de hojas…”. Y lo compró por cinco mil pesos. Dio tres mil de contado y el resto a pagar en letras.
Pero al día siguiente vi que el inventario valdría unos cien pesos. Pero no me podía echar p’atrás. Me embarqué en el negocio y Jorge Z. Baquero me fió los primeros cien pesos pa’ surtir. Por fortuna esos días me gané $5.000 en la Lotería de Cundinamarca.
Desde ese momento Bogotá atrapó a un paisa más, a un cejuno de cepa. Aquí le pareció más productivo tener cafés que en Manizales. Al poco tiempo se hacía dueño del “Mahoma”, en la calle 14 con carrera 8ª. Y en el mismo sitio adquirió “El Polo”. Vendió este último café y compró el famoso “Luis XV”.
—El “Luis XV”, que dejaba buena utilidad, se lo vendí al dueño de la polvorería Barragán.
Y como sino, cuando Jaramillo abandonaba el negocio de cafés y se dedicaba a otras actividades comerciales se le estaba acercando el espectro de la quiebra.
—Me metí a industrial con Manuel Giraldo como socio. Vendíamos cacharros de toda clase, ganchos para señora, chiclets, palillos, silletería pa’teatros y hasta fulminantes para escopeta y aun las mismas escopetas de cacería.
Eso de las escopetas fue así:
—Resulta que una vez nos invitaron a conocer los talleres del ejército. El coronel Urrego nos mostró un arrume de chopos viejos y nos ofrecimos a comprarlos. Los convertimos en escopetas de cacería y vendíamos también los fulminantes. Pero una vez en el Congreso dijeron que en el ejército estaban negociando con las armas y se nos dañó el negocio. A Giraldo lo metieron a la cárcel y yo me quebré otra vez, pues había metido la plata. Pero me salvé del carcelazo porque no había hecho nada malo, aunque Manuel tampoco.
“Pero un paisa no se vara”. De ese dicho siempre daba fe Jaramillo. Su destino era el café y volvió al negocio.
—Conseguí que me fiaran la mitad de “El Gato Negro” y al año lo libré.
Por esos días, los torerillos y toda clase de “maletas” invadían aquel café durante todas las horas del día. Ocupaban las mesas y apenas si gastaban el valor de unos cuantos tintos. El célebre “Relampaguito” era el “cliente” más asiduo y una que otra vez dejaba los diez del tinto sobre la mesa cuando no había por ahí quien se lo pagara.
—Y tuve que cerrar el café para sacar a los toreros. Eso me valió un bastonazo que me pegó “Minuto Grande”. Cuando se alejaron un poquito lo volví a abrir con el nombre de “San Francisco”.
Y era que ya los torerillos habían hecho su cuartel general en “El Metropol”, del cual era dueño un enfermizo de tauromaquia como es el español Pepe Nieto (“Pepillo”). Y “su menda” sí les daba vales.
Untándose de intelectualidad
En varios de sus cafés Jaramillo había hecho amistad con algunos intelectuales, entre ellos León de Greiff. Frecuentaba éste a veces el café que antiguamente se llamó “La Fortaleza” y que luego unos extranjeros le dieron el nombre de “El Automático”. Un día, esos extranjeros decidieron no venderle nada si no se quitaba la boina para entrar allí. Irritado De Greiff le contó el caso a Jaramillo y, en compañía de otros amigos, lo convenció de que comprara el establecimiento.
—El café estaba quebrado; tenía un pasivo de 25.000 pesos, pero resolví comprarlo. Inicialmente era un “güeso”. Era el tiempo de la violencia y caían allí muchos poetas y pintores con hambre, sin cinco en el bolsillo. Me decidí a ayudarlos como “pa’ sostener la caña”. Muchas veces tenía que llevar surtido del “San Francisco” a “El Automático”.
En 1950 había llegado de Barranquilla el pintor Orlando Rivera (“Figurita”) y no pudo conseguir que ninguna entidad le patrocinara una exposición. Llegaba a “El Automático” en busca de quién le ofreciera un tinto y a pedirle prestado algo a Jaramillo, quien un día le dijo: “Colgá pues esos cuadros aquí a ver qué pasa”.
—Después –agrega Fernando– le tuve que pasar unos pesos para que se diera sus “toques” de marihuana, pues me decía que se desesperaba cuando le faltaba la yerba.
Sobre aquella primera exposición de “El Automático” escribieron los más conocidos cronistas y llegaron a afirmar que “en Bogotá había ya un Montmartre”. A Riverita le hicieron reportajes y sus obras se discutieron con un balance a su favor.
Ese fue el comienzo de la galería de El Automático.
Como ya aquello estaba convertido en el “centro de la intelectualidad”, los apasionados del ajedrez, como León de Greiff y su hijo Boris, también convencieron a Jaramillo para que creara allí un sitio para hacer campeonatos. Al poco tiempo nombraban a Fernando presidente de la Liga de Ajedrez de Cundinamarca.
—Yo acepté –dice– aunque no sé nada de ajedrez. Si me preguntan qué es un peón o una reina no puedo contestar.
El festivo descreste
Es domingo, estamos en casa de Jaramillo, rodeado de su esposa doña Lola Botero, tolimense, y de sus hijos Rubén Darío, Mario Augusto y Luisa Fernanda, de 8 años, nos muestra obras de muchos pintores que le han sido obsequiadas. Mientras mira “La Sed”, de Riverita, nos cuenta que a la niña le puso ese nombre, no sólo porque “yo me llamo Fernando”, sino…
—…porque me gusta la zarzuela Luisa Fernanda, especialmente en aquella partecita que dice: “A la sombra de una sombrilla son ideales, los madrigales, que hablan de amor…”.
Y sobre su esposa, como un buen paisa, cuenta:
—A ésta la conocí un día en San Antonio, Tolima, adonde me invitaron a pasear. Y a los siete días nos casamos, porque yo soy así y hay que andar ligerito.
Mientras que miramos otros cuadros, óleos y acuarelas arrumados en un clóset y otros colgando en la pared, nos enteramos de que Jaramillo, como buen cambalachero, una semana tiene unos a la vista y otros los archiva mientras vuelven a pender de un clavo. “Hay que cambiar –afirma– para no estar viendo lo mismo todos los días”.
Y considerado ya Jaramillo como un mecenas de los artistas que exponen gratuitamente en “El Automático”, cualquiera diría que es un gran conocedor del arte. A todos les dice que sus obras son muy bonitas y con gusto las mira expuestas en su café. Entonces nos atrevimos a preguntarle:
—Bueno, viejo, ¿y tú qué sabes de arte abstracto…?
Cuando comenzó a responder ya nos disponíamos a tomar nota, francamente se nos paralizó el lápiz. Jaramillo estaba diciendo:
—Es un arte para entendidos, ejecutado sólo por virtuosos capaces de despojar un estilo de todo recurso fácil, para lograr un efecto cromático o de volumen. El arte abstracto no quiere significar nada, es solo lo que hace sentir a cada uno y tiene el único propósito de flamear en el horizonte del arte, como una bandera de rebelión. Es un arte de superación, que se engendra bajo el signo del silencio en una extraña conjugación de la mente y la materia… Y… no me sé más…
Jaramillo lanzó una carcajada y añadió:
—Como yo sabía que me ibas a preguntar algo sobre eso me puse a aprender un pedacito de lo que decía en “Hojas del Automático”. Pero ni yo sé de arte abstracto ni lo saben tampoco los que pintan esas cosas… Es puro descreste.
Pues los descrestados estábamos siendo nosotros.
Pero aunque nada sepa de arte, Jaramillo está convertido hoy en el verdadero mecenas de los artistas. Las más destacadas figuras del arte plástico exponen en “El Automático”, aunque muchas de sus obras no gustan a Pina o a Carmen o a Edelmira, o a la Negra, las atractivas “viejas” que sirven en el café.
Jaramillo tiene, también, un “Automático” en La Dorada.
—Allá es el café –dice– de los ganaderos y agricultores. En el “Automático” de La Dorada hacen transacciones de mucho dinero. Y si uno de ellos pide un vale por diez mil pesos se lo doy con mucho gusto. No es como en el de aquí de Bogotá. No quiero decir que los intelectuales no paguen. Pagan. Pero hay que saber que tengo vales de hace 12 años. Puede que la firma valga algún día mucho más que la deuda.
Fin de semana: Jaramillo se va a La Dorada “a ver a esos viejos carrielones sacar buyucos de billetes” y…
—… me llevo algunos clientes de aquí, como a Pendás, para desintoxicarlo.