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Ya pasó más de una semana. La bruma madrugadora de inicios de septiembre apenas besaba las mejillas de los asistentes, mientras las voces resonaban en la Plaza de Bolívar. Entre pancartas, redoblantes y pasos firmes apareció una imagen que golpeaba más que cualquiera: Jeison López, hace apenas unos meses medallista de plata en halterofilia en los Juegos Olímpicos de París 2024, no levantaba una barra cargada de discos, levantaba su voz de protesta al lado de una pancarta: “El deporte no es gasto, es inversión social”. La misma fuerza que hace poco lo impulsó en el podio, ahora se vuelca en la exigencia por un derecho básico: apoyo para entrenar, competir y soñar.
La escena estremece. Porque López, que en París fue símbolo de resiliencia, ahora encarna la fragilidad de un sistema que se derrumba bajo la tijera del presupuesto. Y no está solo: a su lado marcharon atletas, ciclistas, boxeadores, tenistas, paralímpicos, entrenadores, y hasta glorias retiradas que fueron a la plaza a defender una causa común.
La Plaza lucía manchada de pintura fresca por aquellas manos apresuradas que en esa madrugada trazaron consignas de resistencia. Un puñado de medallistas, los que aprendimos a nombrar de memoria en las madrugadas olímpicas, levantaron la voz contra un dato que duele más que cualquier lesión: el presupuesto del Ministerio del Deporte, que en 2024 rozó los $1,3 billones, cayó a $464.365 millones en 2025 y, si el anteproyecto no cambia, bajaría a unos $312.000 millones en 2026. “Si no hay recursos, no hay resultados”, advirtió Ciro Solano, presidente del Comité Olímpico Colombiano, mientras la multitud coreaba como si defendiera un último punto del partido. El eco de aquella frase aún retumba en la plaza.
Las cifras no son vagas: tienen rostro. En la baranda del Palacio Liévano aún quedaba la esencia del pesista que levantó el puño, del atleta que colgó la medalla al cuello como talismán. No es un antojo: denuncian que el tijeretazo compromete el ciclo a Los Ángeles 2028 y la base formativa. Es protesta, pero también memoria.
Conviene mirar hacia atrás. Hubo un tiempo en el que el Estado se llegó a creer en serio que el deporte era política pública. La Ley del Deporte (1995) fundó el Sistema Nacional del Deporte; en 2019, Coldeportes se convirtió por ley en Ministerio del Deporte para coordinar, financiar y elevar la vara. Sobre ese andamiaje crecieron generaciones con apoyo más estable.
En ese panorama aparece Mariana Pajón, la niña de BMX que se hizo bicampeona olímpica con un entorno que incluyó ligas fuertes y músculo territorial. Antioquia supo ponerle pista, técnicos y calendario. No fue magia: fue estructura y continuidad.
Retrocedemos a otra era: la de los programas estatales firmes. Ahí fue donde se forjó Óscar Figueroa, pesista antioqueño y hoy secretario general Ministerio del Deporte, que alzó verdaderos trofeos: oro en Río 2016, el primer hombre colombiano en conseguir una dorada olímpica, además de un palmarés impresionante en Panamericanos, Mundiales y Juveniles.
Su historia sigue marcando el camino: nació en Zaragoza, Antioquia, pero se consolidó en Cali gracias al respaldo de la Liga del Valle y del Instituto de Deportes del Valle del Cauca. Entrenaba en la casona conocida como ‘Deportel’, habilitada por Indervalle como parte del programa de alto rendimiento, un espacio que albergó a atletas apoyados por el sistema institucional. Cada levantamiento era engranaje de un sistema que funcionaba. Esa transformación a medallas es fruto, precisamente, de infraestructura, técnicos, becas y competencias. Todo lo que hoy tambalea.
Caterine Ibargüen es otra postal de cómo el talento, bien encaminado, puede transformarse en oro olímpico. Tras no clasificar a los Juegos Beijing 2008, encontró una nueva dirección con el entrenador cubano Ubaldo Duany, quien la orientó hacia el salto triple —disciplina que la llevó a conquistar el bronce mundial en Daegu 2011 y, más tarde, el oro en Río de Janeiro 2016—. Durante esos años fue beneficiaria del programa “Atleta Excelencia” (“Altius”), impulsado por el Ministerio del Deporte para apoyar a atletas de alto rendimiento. Así demostró que cuando hay talento y respaldo técnico y administrativo, la resiliencia se convierte en medalla.
También está la foto más reciente: París 2024, que nos recordó que, pese a todas las turbulencias, Colombia sigue encontrando podios. Pesas ratificó su peso histórico —es el deporte olímpico más laureado del país— y un adolescente, Ángel Barajas, se metió en la historia como el medallista colombiano más joven. Cúcuta, ese semillero silencioso de coliseo deslucido, lleva años puliendo gimnastas de élite; de ahí salió parte de ese milagro.
Allá mismo, en París, el presidente de la República, Gustavo Petro, se dejó ver rodeado de banderas y cámaras. Con voz grave y gesto presidencial, habló entonces del deporte como “pilar de transformación social y orgullo nacional”, palabras que arrancaron aplausos y que parecían sellar un compromiso con los atletas que en ese instante hacían historia. La paradoja duele hoy: el mismo mandatario que en el verano olímpico prometía impulso, en la fría Bogotá recorta el presupuesto a mínimos históricos. De la tribuna enardecida al decreto austero; de la exaltación del músculo como símbolo nacional al silencio de un sistema que se apaga por falta de recursos.
El libreto cambió de tono. El propio Gobierno notificó que la bolsa de 2025 se quedaba en $464.365 millones; para 2026, varias fuentes técnicas y periodísticas hablan de una proyección en el orden de los $310 – $312 mil millones, el presupuesto más bajo en años. ¿Qué se apaga? En primer lugar, la columna vertebral: el programa “Deportista Excelencia”, creado para garantizar que los mejores atletas del país no tengan que sobrevivir a punta de rifas o favores. Es mucho más que una beca: allí están los sueldos mensuales que les permiten concentrarse en entrenar, los equipos interdisciplinarios (nutricionistas, fisioterapeutas, psicólogos) que marcan la diferencia entre una lesión y una medalla, los viajes de preparación que abren puertas a competir de tú a tú con las potencias. Es un andamio invisible, pero decisivo: sin él, el campeón olímpico pierde continuidad, el juvenil talentoso se queda sin proyección y el ciclo hacia la élite se rompe en silencio. Con los recortes, esos pagos se atrasan, los equipos se desarman, los calendarios se reducen y el ciclo olímpico se detiene como si alguien hubiera apagado la pista en plena carrera.
El recorte se filtra también por el sótano del sistema: los Juegos Intercolegiados, las ligas departamentales, los semilleros. Los congresistas que han revisado las asignaciones para 2026 advierten montos que no alcanzan ni para una fase regional decente; si la base se rebaja, la pirámide se cae. No es un recurso retórico: es una cadena de montaje que tarda una década en producir un finalista mundial. Cortarla es como desmontar una pista de atletismo para ahorrar pintura.
“¿Y entonces cómo fue que ganaron en París?”, preguntó alguien en la plaza. La respuesta es la otra cara de esta crónica: la épica de ganar a pesar de todo. En 2024 hubo federaciones que compitieron con deudas de la temporada anterior, atletas que completaron su fogueo con patrocinios mínimos o rifas de barrio. Hubo talento y una red (familias, entrenadores, clubes) que sostuvieron el proyecto sin que se cayera la casa. Pero, si la épica se convierte en norma, lo excepcional deja de ser noticia y empieza a ser precariedad.
El sonido de los tambores aún suena. Las consignas, que se mezclaron con el eco de las campanas de la Catedral, convirtieron la Plaza de Bolívar en un escenario improvisado. Quisiéramos ser como aquellos zanqueros pintados con los colores de la bandera para elevar la protesta a metros de altura, queremos que su reclamo llegue hasta el Palacio. ¿Qué será de la vida de los jóvenes hicieron una demostración de kárate? Fue un carnaval de resistencia: cultura y deporte, tomados de la mano para reclamar lo que se siente como un derecho.
En medio de esa coreografía de protestas, se venía a la cabeza el golpe simbólico de perder la sede de los Juegos Panamericanos 2027, herida que todavía duele, o la cancelación de eventos que daban rodaje en casa. El más doloroso para el ciclismo: el Tour Colombia, esa carrera que había puesto al país en el calendario internacional y que en 2025 se quedó sin apoyo. Todo indica que en 2026 correrá la misma suerte.
Y entonces, lo que se extingue no es solo un programa, es un sueño colectivo: el niño que cambia un balón por un fusil, la adolescente que en el deporte encuentra disciplina en vez de calle, la sonrisa de un país que se reconoce en un podio olímpico, la vida de la deportista convertida en ejemplo de esfuerzo y superación. Cuando se apaga la llama del deporte, no solo se pierde una medalla: se pierde una vía para la paz, una herramienta para transformar vidas, un espejo donde Colombia se ha mirado orgullosa.
Volvemos a ese lunes en la Plaza. Un niño sostenía la mano de su madre atleta y miraba a los mayores como quien mira un podio. En sus ojos estaba la pregunta central: ¿qué país le vamos a prometer? El deporte colombiano ya demostró que, con reglas claras y recursos, fabrica ídolos y mueve la economía; del gimnasio de Cúcuta a la pista de BMX, del velódromo a los grandes fondos que dinamizan ciudades. Pero, nada de eso sucede por inercia: requiere política pública, presupuesto y un horizonte que no cambie con cada decreto. Lo dijo el presidente del COC sin metáforas: sin recursos, no hay resultados. Y sin resultados, no hay relato que aguante.
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