Gran parte de la vida de Nelson Crispín se encuentra en Bucarica, un barrio de Floridablanca, Santander. En las calles custodiadas por los árboles de caracolí, el nadador que fue protagonista en los pasados Juegos Paralímpicos de Tokio se paseó por más de veinte años mientras iba venciendo los miedos y alcanzando victorias personales y también deportivas.
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Crispín estudió en la institución Gabriel García Márquez, en uno de los tantos lugares que lleva el nombre del autor de Cien años de soledad, para no olvidar a Macondo y los tiempos cíclicos a que nos han condenado en el país. Allí se conservan recuerdos de los primeros momentos en los que tuvo que enfrentarse a preguntas y temores que surgen con el paso del tiempo y son inherentes a la necesidad de cuestionarnos sobre nuestra condición humana.
“Hasta los siete u ocho años tuve una vida normal. De ahí en adelante empecé a ver con miedo los cambios que no se daban, y empezaron la discriminación y el bullying. Había días en que no quería salir de la casa, no quería ir al colegio y estar escondido. Mis padres siempre fueron fundamentales en la rehabilitación, pero reconozco que me sobreprotegieron mucho. Cuando conocí el deporte cambié el chip de esconderme. Uno es igual sin importar la discapacidad y todos podemos vivir en las mismas condiciones”, cuenta Nelson Crispín.
El nadador paralímpico sufre de acondroplasia, una enfermedad que impide el crecimiento óseo de los cartílagos, lo que deriva en enanismo. Antes de saber a qué se debía su corta estatura, la familia Crispín Corzó pensó que podría inyectarle hormonas de crecimiento y así lograr que Nelson fuera un poco más alto. “Años atrás había pasado por momentos difíciles. Siempre tuve el deseo de crecer como cualquier persona. Me hicieron exámenes para aplicarme hormonas de crecimiento. El endocrinólogo les dijo a mis padres que no podía y que las hormonas podían malformar mi cuerpo. Él nos aconsejó que hiciera deporte, que no tuviera una vida sedentaria porque a futuro podía tener muchas enfermedades a raíz de la discapacidad. Ahí apareció la natación y al principio la practicaba como algo terapéutico, porque el doctor me había recomendado ese deporte o baloncesto para crecer un poco más. Aprendí a través del tiempo a manejar todos los estilos y formé esto como una profesión”.
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Pero a la natación no solo llegó por recomendación. Crispín dice que fue casualidad, pero más bien fue una carta del destino. Un día acompañó a su hermano José Alfredo a un entrenamiento para ser oficial de la Policía. Allí conoció al profesor William David Jiménez, quien lo invitó a formar parte del equipo paralímpico y terminó siendo su maestro y acompañante en su carrera.
Nelson reconoce que al principio le tenía miedo al agua, pero lo confrontó y lo venció. Y de esa primera victoria se desprendieron las otras, las deportivas, que se han materializado en medallas y podios, y las personales, las que hicieron que el matoneo fuera solo una anécdota y atrás quedaran los días en los que se escondía porque no aceptaba su condición. “Al principio fue duro, pero al conocer muchas personas iguales me motivé y quise pasar a ser también una inspiración para otros”, afirma.
La gloria, que no lo ha hecho olvidar su origen, la encontró al otro lado de los miedos que venció. Ya son 16 años practicando natación. Recuerda con claridad que sus primeras medallas fueron en los juegos paranacionales de 2008, donde obtuvo dos medallas de plata y una de bronce. “Al ganar las primeras medallas entendí que valía la pena todo el esfuerzo. Junto con el profe siempre decíamos que cada campeonato era una oportunidad para dar lo mejor y así asumíamos cada competencia”.
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La convicción y la disciplina se hicieron sus estandartes. Y ambos elementos fueron esenciales para alcanzar sus propósitos. Para Tokio 2020, Crispín entrenaba todos los días. Lunes, miércoles y viernes era jornada de gimnasio; martes, jueves y sábado, doble jornada de agua. Entrenaba de 5:00 a 8:00 de la mañana y en la tarde de 4:00 a 8:00 de la noche. Esa rutina lo llevó a ganar cuatro medallas en los pasados Juegos Paralímpicos (una de oro, dos de plata y otra de bronce). “Fue algo maravilloso, soñado. Estuve ocho años soñando esa medalla de oro. Estar en el primer lugar fue una experiencia hermosa. No nos guardamos nada y quedamos con la felicidad de haber obtenido todas las preseas. Era un paso enorme y no podíamos quedarnos con nada. Así lo hicimos todos los paralímpicos que representamos a Colombia”.