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En una economía en la que ocho de cada diez de los trabajadores gana menos de dos salarios mínimos, y casi la mitad ni siquiera alcanza uno, alimentar bien a quien trabaja no es solo un acto de dignidad. Es política pública.
Así lo sugiere el estudio de Fedesarrollo sobre el Proyecto de Ley 469 de 2024, que plantea otorgar beneficios tributarios a las empresas que entreguen subsidios de alimentación a sus empleados formales.
La medida advierte que por cada peso invertido, el retorno para la economía es de $3,75. Más que un gasto, es una inversión con impacto social, fiscal y productivo.
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En un país donde el ausentismo laboral y la baja productividad se asocian a la precariedad alimentaria, el beneficio de alimentación tiene efectos multiplicadores en la economía del país. Según los modelos usados en el estudio, el subsidio podría representar hasta 9 % del PIB si se amplía al 30 % de los trabajadores formales.
También se estimó que 34 % del subsidio vuelve al Estado como recaudo adicional en impuestos, lo que reduce el costo fiscal neto. A través de deducciones de 150 % sobre la renta líquida gravable o descuentos de 25 % sobre el valor del impuesto, el empleador puede escoger cómo disminuir su carga tributaria.
Así quedarían los mecanismos:
- Si las empresas optan por la deducción de 150 % en el impuesto de renta, el retorno fiscal neto para el Estado es positivo: por cada $100 en subsidios, el ingreso neto que se genera es de $116,63.
- Si se prefiere el mecanismo de descuento tributario de 25 %, el resultado sigue siendo favorable: el ingreso neto sería de $109,13 por cada $100 subsidiados.
Es decir, en ambos escenarios, el Estado no solo recupera lo invertido, sino que obtiene más. Y eso sin contar el impacto indirecto en productividad, formalización y bienestar.
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El estudio también proyecta distintos escenarios de cobertura que dimensionan el impacto macroeconómico del programa según el número de trabajadores formales beneficiados:
- Si el subsidio cubriera a 10 % de los trabajadores formales, equivaldría a un empujón de 3 % del PIB del año pasado. Además, incrementaría en 0,3 % la masa salarial y elevaría en 0,3 % el recaudo tributario.
- Si la cobertura se extendiera a 20 %, el impacto sobre el PIB se duplicaría hasta 6 %. Los salarios crecerían 0,6 % y el recaudo fiscal un 0,5 %.
- Y si alcanzara a 30 %, el PIB recibiría un impulso de 9 %, con aumentos proporcionales del 0,8 % tanto en salarios como en impuestos recaudados.
El impacto no se queda en la contabilidad empresarial. Mejor alimentación implica menos errores de producción, menor rotación, más concentración y trabajadores con menos días de enfermedad.
Como ya se ha probado en Francia, Brasil o Rumania, subsidiar la comida de los empleados también formaliza la economía: los bonos o vales solo pueden usarse en comercios legales, lo que eleva el recaudo y digitaliza el tejido comercial.
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Pero el núcleo de esta iniciativa está en la posibilidad de transformar vidas sin que el Estado “pierda” o acumule subsidios insostenibles en el tiempo.
Aun asumiendo parte del subsidio, gracias al retorno impositivo y a la expansión económica inducida, el balance neto termina siendo favorable. En otras palabras: alimentar a los trabajadores no es un regalo. Podría decirse, al contrario, que es una de las decisiones económicas más sensatas que puede tomar un país que pretende crecer a la vez que las personas tienen entornos laborales más dignos.
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