Mi quiebra en Wall Street

Se cumplen diez años de uno de los colapsos más grandes de la economía mundial. Este es el testimonio de un periodista que salió bastante defraudado.

NELSON FREDY PADILLA
15 de septiembre de 2018 - 02:56 p. m.
 2008: el presidente de Lehman Brothers Holdings, Richard S. Fuld Jr., en medio de manifestantes, al salir de  Capitol Hill, en Washington, después de testificar tras el colapso financiero. / AP
2008: el presidente de Lehman Brothers Holdings, Richard S. Fuld Jr., en medio de manifestantes, al salir de Capitol Hill, en Washington, después de testificar tras el colapso financiero. / AP
Foto: ASSOCIATED PRESS - Susan Walsh

Difícil olvidarlo: 15 de septiembre de 2008. Mauricio, mi asesor financiero en el Citibank, me llamó a primera hora.

— El banco nos pidió citar a todos los inversionistas para replantear de urgencia su portafolio.

— No entiendo. ¿Qué pasó?

— ¿No está viendo CNN? El banco de inversión Lehman Brothers se declaró en bancarrota, la Reserva Federal de Estados Unidos está en emergencia, el Dow Jones cayó 160 puntos.

— ¿Y eso qué significa?

— Que estamos en una crisis grave. Nunca había bajado tanto desde los atentados del 11 de septiembre. El sistema financiero necesita US$700 mil millones para no colapsar.

— ¿Está diciéndome que perdí mis ahorros?

— No todos, pero es mejor que venga lo más pronto que pueda para que lleguemos a un acuerdo.

Me acababa de soltar una noticia mundial, pero mi olfato periodístico quedó anulado. No corrí hacia El Espectador, sino hacia el banco, a defender mis intereses. Llegué asustado a la avenida Chile, el atractivo centro financiero de Bogotá. Allí estaba la oficina principal del Citibank (ahora Scotiabank Colpatria). Me recibieron en el parqueadero para “clientes especiales”. A un paso estaba el ascensor privado, pero estaba repleto y opté por correr escaleras arriba. (Le puede interesar: La lección para Colombia).

En el primer piso había ahorradores reclamando “regalitos” por usar la tarjeta de crédito de manera compulsiva. En el segundo hacían largas filas los ahorradores de a pie. En el tercero estaban los “adinerados”, los clientes Citigold como yo. Lo recibían a uno con café de primera calidad y lo invitaban a sentarse en un recibidor de poltronas. Al frente había pantallas gigantes que actualizaban al instante los indicadores de las principales bolsas del mundo. Todos fingían entender gráficos y cifras, o que leían The Economist.

La decoración era retro. Los muros exponían retratos en blanco y negro que mostraban personas en estado de relajación. Se veían seguras, dichosas, disfrutando de la vida. La primera vez que subí me dije: después de tantos años de trabajo, este es el nivel que merezco. Recuerdo que estaba entre el gentío del segundo piso y Mauricio me convenció de que con el dinero que tenía podía abrir un pequeño portafolio de inversiones.

— ¿Cuánto hay que arriesgar?

— US$25 mil es el mínimo.

Así me invitaron al tercer piso. Parecía fácil. Solo era cuestión de “escoger los fondos de inversión indicados, sacarle el jugo a la globalización”. Y, sobre todo, “no dejar todos los huevos en una sola canasta”. Un porcentaje en bonos del gobierno americano, otro en acciones de la industria farmacéutica, algunas más en no sé qué de la isla Bermuda, en fin, al cabo de un año podía ganar un 30 % más de la inversión. No volví a usar tarjetas azules sino doradas. Mi nombre estaba escrito en relieve y al lado la NY de Nueva York. Podía sacar dólares de los cajeros. Veía en el noticiero a los poderosos tocando la campanita de apertura en Wall Street y me sentía parte de ese club.

Todo parecía ir sobre ruedas hasta aquel lunes negro. Llegué agitado al tercer piso y me encontré con muchas caras de amargura. Todos se habían guardado las ínfulas de plenitud. Nadie estaba sentado en las poltronas. Todos parados esperando explicaciones. No pedí café, sino agua aromática. “Ya miro a ver si me queda”, me dijo la señora del servicio. Mauricio, el ejecutivo amable y calmado que me metió en el ojo del huracán financiero, apareció en actitud nerviosa. Me invitó a una de las oficinas desde la que podíamos llamar a Nueva York, a Miami o a donde fuera para mover la inversión a conveniencia. Traía dos hojas en la mano. Era el estado de mi cuenta. Había perdido 30 % de los ahorros de mi vida en un amanecer.

Me quedé sin palabras mientras él intentaba consolarme: “Como su inversión es pequeña, sus pérdidas son menores”. Me señaló a una pareja en la sala del frente: “Ellos perdieron como US$15 millones”. No sabía si desahogar mi indignación contra él o contra los malditos cuadros. Por dentro maldecía por haber caído en la tentación, por dármelas de rico. Recompusimos el paquete para no seguir perdiendo al mismo ritmo. En algún momento le dije a Mauricio que quería retirar como fuera lo que me quedaba, pero él me explicó que no debía hacerlo antes de cinco años, que eso implicaba penalidades mayores, que era mejor esperar a que la crisis cediera. (Lea: Un peligro que sigue latente).

Salí deprimido, no bajé por el ascensor sino por la escalera. Había un letrero de precaución para piso resbaloso. La gente del segundo nivel seguía en fila. La envidié. La del primero salía feliz con su sanduchera. Me fui sin nada. Nunca antes le había prestado atención al secretario del Tesoro de Estados Unidos. Tuve pesadillas con los ojos desorbitados de Henry Paulson. Huía con mi dinero y no lograba alcanzarlo por más que corría.

En noviembre de 2008 las noticias seguían informando de la crisis del Citigroup, de miles de despidos en sus oficinas en un centenar de países, de su posible venta. Llamé a Mauricio. Le dije que quería retirar lo que me quedaba antes de que cayera también el gran banco de Nueva York desde 1812. “¡Admite pérdidas de US$10.000 millones!”, le insisto. Me pide calma: “Aguante hasta Año Nuevo”.

Lo confieso. Todos los días me levantaba, ponía CNN y cruzaba los dedos para que la economía gringa se recuperara. Sin embargo, el panorama no cambió para mí en 2009 ni después. En las calles colombianas la realidad no era mejor. Se hablaba de la quiebra de miles de codiciosos por cuenta de las llamadas pirámides en cabeza del Grupo DMG (David Murcia Guzmán), que prometía duplicar los ahorros en cuestión de meses, y que había sido mi segunda opción antes del Citibank. Me salvé de la defraudación en la autopista Norte de Bogotá y caí en la de la Gran Manzana.

Luego me enteré de que el nobel de Eeconomía Paul Krugman había advertido cuatro años atrás que los especuladores estaban inflando las bolsas del mundo y que iban a explotar. “La crisis será cruel, brutal y larga”, se ufanó en las páginas de El Espectador tras el estallido. Sal a la herida.

Diez años después no me quejo: soy cuentahabiente de primer piso y acumulo puntos.

Por NELSON FREDY PADILLA

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