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La Universidad Nacional de Colombia, insignia de la educación pública y referente científico del país, atraviesa uno de los episodios más preocupantes de su historia reciente. Desde el nombramiento del rector Leopoldo Múnera en junio de 2024, tras desconocer la elección inicial del Consejo Superior Universitario, que había escogido a Ismael Peña, la universidad ha sido arrastrada a una creciente politización que está afectando su misión esencial.
Los hechos están a la vista. En abril de 2025, la universidad autorizó la presencia de la Minga Indígena Nacional en el campus como parte de su movilización hacia Bogotá. Durante varios días se levantaron cambuches, se ocuparon zonas de uso común y se alteró el funcionamiento normal, obligando a suspender o modificar actividades académicas. Lo que se justificó inicialmente como un gesto humanitario terminó traduciéndose en parálisis institucional y en la afectación del derecho a la educación de miles de estudiantes.
(Lea: Nuevamente se registraron disturbios en la Universidad Nacional)
Más grave aún fue lo ocurrido el 13 de octubre, cuando más de 1.700 personas identificadas con el movimiento Congreso de los Pueblos ingresaron e instalaron carpas dentro de la Ciudad Universitaria sin autorización, bloqueando accesos y poniendo en riesgo la seguridad de la comunidad académica. Cuatro días después, el 17 de octubre, en medio de una jornada de protestas, encapuchados e individuos armados con flechas, piedras y bengalas irrumpieron violentamente en el campus. La escena fue desoladora: estudiantes resguardándose, clases suspendidas, profesores encerrados en sus edificios y una institución sitiada por la fuerza.
Cuando la autoridad universitaria no defiende con firmeza su misión y su rol institucional, queda expuesta a intereses particulares y la autonomía se ve inevitablemente amenazada. Y cuando la fuerza sustituye el argumento, se rompe el pacto mínimo de convivencia que hace posible la vida universitaria.
Las consecuencias son profundas y van más allá del calendario académico. La reiteración de paros, invasiones o alteraciones del orden deteriora la reputación de la universidad, la hace menos atractiva para jóvenes talentosos y para profesores de alto nivel —colombianos y extranjeros— que buscan instituciones estables para construir proyectos académicos serios. Además, cuando los semestres se prolongan por causas ajenas al aprendizaje, los estudiantes pierden tiempo valioso, los egresados retrasan el retorno de la inversión educativa y se aplazan oportunidades laborales en un país donde cada mes importa. En términos económicos y humanos, cada interrupción es un costo que el estudiante asume y el país paga.
Al final, lo que debería ser un ambiente educativo se convierte en un entorno de incertidumbre, frustración y desgaste emocional. Nada de esto es menor: cada día de cierre es menos aprendizaje, menos investigación, menos futuro. Peor aún, es un mensaje devastador para los jóvenes: que la vía no es la palabra, el argumento o la evidencia, sino la intimidación y el caos.
Por eso es indispensable recordar por qué la universidad debe ser autónoma y no politizada. La universidad existe para buscar la verdad, no para servir a gobiernos de turno. Su misión exige libertad intelectual, debate plural, crítica informada y rigor científico. La autonomía es una garantía democrática, no un capricho institucional: protege la pluralidad, defiende el pensamiento crítico y evita que la educación se degrade en clientelismo o adoctrinamiento.
La universidad necesita estabilidad para investigar, tiempos largos para construir conocimiento y convivencia para formar ciudadanos libres. Si la Universidad Nacional vuelve a ser botín ideológico o escenario de violencia, pierde el país: pierde talento, pierde ciencia y pierde futuro.
Colombia necesita universidades fuertes, libres y respetadas. Para protegerlas debemos rechazar con la misma firmeza la injerencia política, la presión violenta y la complicidad silenciosa. La universidad es de los estudiantes, de los profesores y de la sociedad, no de los gobiernos ni de los agitadores. Defender su autonomía es defender el derecho de una nación a pensar, a disentir y a construir un futuro mejor.
*Decana de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad Javeriana
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