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                                                                                                                              Entre ensoñaciones y realidad: la vida de Luis Buñuel

                                                                                                                              Hoy se conmemoran 40 años de la muerte del cineasta surrealista, uno de los más influyentes de la historia. He aquí momentos de su vida y su relación con Dalí y García Lorca.

                                                                                                                              Danelys Vega Cardozo

                                                                                                                              Periodista de El Magazín Cultural
                                                                                                                              Foto: Paula Sánchez M.

                                                                                                                              Los últimos años de su vida hubo un miedo que acompañó a Luis Buñuel: terminar como su madre, sin recuerdos de lo que vivió. No era un temor en vano, como los que padecen los hipocondriacos. Desde sus 70 años, su mente ya le daba señales de que aquello era más que una posibilidad: era frecuente que olvidara “los nombres propios y los recuerdos más recientes”, escribió algún día en sus memorias que convirtió en libro y tituló como Mi último suspiro. Ahora atesoraba lo que antes repudiaba: ser un “memorión”, un almacenador de datos aprendidos de memoria, como lo fue en su etapa estudiantil en Zaragoza. Era consciente de que no solo estaba el riesgo del olvido absoluto, sino también el de los recuerdos imaginarios; los inventos de la mente para consolar el olvido y demostrar que algún día se existió. Sí, era probable que terminara haciendo una “verdad” de su “mentira”.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

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                                                                                                                              Los últimos años de su vida hubo un miedo que acompañó a Luis Buñuel: terminar como su madre, sin recuerdos de lo que vivió. No era un temor en vano, como los que padecen los hipocondriacos. Desde sus 70 años, su mente ya le daba señales de que aquello era más que una posibilidad: era frecuente que olvidara “los nombres propios y los recuerdos más recientes”, escribió algún día en sus memorias que convirtió en libro y tituló como Mi último suspiro. Ahora atesoraba lo que antes repudiaba: ser un “memorión”, un almacenador de datos aprendidos de memoria, como lo fue en su etapa estudiantil en Zaragoza. Era consciente de que no solo estaba el riesgo del olvido absoluto, sino también el de los recuerdos imaginarios; los inventos de la mente para consolar el olvido y demostrar que algún día se existió. Sí, era probable que terminara haciendo una “verdad” de su “mentira”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Ahora, el tiempo se le iba tomando “el aperitivo dos veces al día”, bebiendo “un vaso de agua o café”, sumergido en la ensoñación y en recuerdos sorpresivos. En el pasado, renegaba de algunas imágenes que le llegaban a la cabeza. Cuando cumplió 60 o 65 años, eso cambió. Comprendió y aceptó “plenamente la inocencia de la imaginación”. “Necesité todo ese tiempo para admitir que lo que sucedía en mi cabeza no concernía a nadie más que a mí, que en manera alguna se trataba de lo que se llamaba ‘malos pensamientos’, en manera alguna de un pecado, y que había que dejar ir a mi imaginación, aun cruenta y degenerada, adonde buenamente quisiera”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Pasó siete años de su vida en la Residencia de Estudiantes. “Mis recuerdos de aquella época son tan ricos y vividos, que puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que, de no haber pasado por la Residencia, mi vida hubiera sido muy diferente”. Y pudo serlo, porque lo que quería era estudiar en la escuela musical Schola Cantorum, en París; deseaba ser compositor. Su padre se negó. “Lo que a mí me convenía era una profesión seria, y todo el mundo sabe que los compositores se mueren de hambre”, le dijo.

                                                                                                                              Entonces, siguiendo los consejos de su padre, empezó a estudiar Ingeniería Agronómica en la Residencia. Se retiró; la culpa era de las matemáticas. Luego, se matriculó en Ingeniera Industrial. Su habilidad con los números mejoró, pero igual desertó. Pasó a las Ciencias Naturales, algo que le gustaba, pero no tanto como su añoranza: irse de España. Así que cuando se enteró de que a los estudiantes de esa carrera no los aceptaban en otros países como lectores de español, una vez más cambió de rumbo profesional: llegó a la Filosofía, su última parada.

                                                                                                                              Le recomendamos: El surrealismo: un viaje al inconsciente y a la imaginación

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                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Hasta ese momento, creía que Alberti era pintor o algo así por el estilo. No era un pensamiento que se le había ocurrido de la nada y había aterrizado en su cabeza producto de sus ensoñaciones, pues en las paredes de su habitación de la Residencia de Estudiantes yacían varios dibujos cuya autoría provenían de Alberti. Por eso, su rostro se tornó sorprendido cuando Dámaso Alonso le dijo: “¿Sabes quién es un gran poeta? ¡Alberti!”. Más asombro le causaron los versos que leyó unos segundos después: “La noche ajusticiada / en el patíbulo de un árbol, / alegrías arrodilladas / le besan y ungen las sandalias...”. Le gustó. Entonces, se hicieron inseparables durante su estancia en la Residencia, luego los caminos se separaron, no por cuenta del cariño, sino por la distancia física. Con los años descubrió que tenían algo en común, tanto con Alberti como con José Bergamín: el odio hacia una pintura de Pablo Picasso. “A los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo bombas”.

                                                                                                                              En realidad, lo de las bombas no tenía nada que ver con la edad, sino con su carácter. “Yo no soy ni he sido nunca un hombre de acción, de los que ponen bombas y, aunque a veces me sentía identificado con esos hombres, nunca fui capaz de imitarlos”.

                                                                                                                              Le puede interesar: Museo Nacional: 200 años explorando el pasado para construir el futuro

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                                                                                                                              No fue capaz de imitar a esos hombres, pero sí los madrileños en cuanto a su atuendo y comportamiento, para no sentirse tan provinciano en 1917, cuando inició sus estudios en la Residencia. Tres años después de ese suceso, “un muchacho tímido, con una voz grave y profunda, y atuendo extravagante” llegó a aquel lugar. Lo apodaron “el pintor checoslovaco”, pero su nombre era Salvador Dalí. Con el tiempo, aquel muchacho y García Lorca se convirtieron en los mejores amigos de Buñuel. Sin embargo, con los años, el lazo con Dalí se rompió, a pesar de los numerosos momentos que compartieron, los recuerdos que conservaba de la Residencia y la creación conjunta del guion de Un perro andaluz. El motivo parece que fue una mujer: Elena Ivánovna Diákonova, más conocida como Gala.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Según Buñuel, Dalí se transformó cuando conoció a Gala, que más tarde se convirtió en su esposa. Pero el suceso que parece haber fragmentado todo ocurrió en 1929, cuando Buñuel la vio por primera vez. Fue un día en que caminaba, al lado de Gala, hacia la casa de Dalí. Mientras lo hacían, comentó: “Lo que más me repugna de una mujer es que tenga los muslos separados”. Al día siguiente se dio cuenta de que ella los tenía así. “De la noche a la mañana, Dalí ya no era el mismo. Toda concordancia de ideas desapareció entre nosotros, hasta el extremo de que renuncié a trabajar con él en el guion de La edad de oro. No hablaba más que de Gala, repitiendo todo lo que decía ella”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Fue él quien presentó a Dalí con André Breton y los surrealistas, quienes tiempo después lo admitieron en el grupo. Sin embargo, cuatro años después lo expulsaron. “Nos separamos de Dalí porque se convirtió en un miserable comerciante”, le confesó Breton a Buñuel en 1955. Ya no estaba dentro del grupo, pero para Buñuel, Dalí siempre figuraría entre “los verdaderos pintores surrealistas”, al igual que Miró, Max Ernst, Tanguy, Magritte y Arp. Y sin importar la enemistad que se formó con los años, no tuvo problema en reconocer sus talentos: “Es un auténtico genio, un escritor, un conversador, un pensador sin igual”. Pero eso no fue suficiente.

                                                                                                                              Le invitamos a leer: “Cuando la gente entiende y saborea el café, hace el clic”: Lucía Londoño

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                                                                                                                              “Cuando pienso en él, pese a todos los recuerdos de nuestra juventud, pese a la admiración que todavía hoy me inspira una parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad. Hace algunos años, yo declaré en una entrevista que, de todos modos, me gustaría tomar una copa de champaña con él antes de morir. Él leyó la entrevista y dijo: ‘A mí también, pero no bebo’”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Buñuel también tuvo desencuentros con García Lorca, sobre todo después de su película Un perro andaluz. “Buñuel ha hecho una peliculita así (gesto de los dedos), se llama Un chien andalou, y el perro (chien) soy yo”, creía García Lorca. Unos años después se reconciliaron. Compartieron varios momentos en Madrid, hasta que un día el poeta decidió partir a Granada. “Se están fraguando auténticos horrores, Federico. Quédate aquí. Estarás mucho más seguro en Madrid”, le recomendó. Igual se marchó. En 1936, García Lorca fue una de las víctimas de esos horrores cometidos durante el franquismo. “Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo. Pienso con frecuencia en ese momento”.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Le recomendamos leer: Stanley Kubrick: un lente humano y psíquico

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                                                                                                                              Comunicadora social y periodista de la Universidad de La Sabana con énfasis en periodismo internacional y comunicación política, y un diplomado en comunicación y periodismo de moda. Perteneció al semillero de investigación Acción social y Comunidades, bajo el proyecto Educaré.danelys_vegadvega@elespectador.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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