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80 años de nuestra primera Nobel: Gabriela Mistral

El 10 de diciembre de 1945, la poesía de una mujer sudamericana recibió la mayor distinción que otorgan las artes universales. Honrémosla.

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Farouk Caballero, especial para El Espectador
12 de diciembre de 2025 - 07:19 p. m.
Imagen de Gabriela Mistral en su casa-escuela, en la localidad de Montegrande (Chile). EFE/ Iñaki Martinez
Imagen de Gabriela Mistral en su casa-escuela, en la localidad de Montegrande (Chile). EFE/ Iñaki Martinez
Foto: EFE - IÑAKI MARTINEZ
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Los líderes de las potencias mundiales midieron quién la tenía más grande. Ganaron los gringos. Little Boy, la bomba más inhumana hasta ahora, arrasó con Hiroshima. Su devastación y su hongo son maquiavélicamente inolvidables. Ese mismo año, ella le llevó poesía al mundo. Sus ráfagas de paz fueron palabras originarias. La Academia Sueca señaló que le entregaba el Nobel de Literatura “por su poesía lírica que, inspirada en poderosas emociones, ha hecho de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”.

Discursivamente esa cita suena bien, pero dice mucho más. La poesía de Gabriela Mistral fue contestataria y fundadora. Usó sus versos para gritarle al mundo que América Latina tenía el mismo valor que cualquier otra región con más cabezas rubias y ojos azules. Que nuestra geografía era igual de relevante a la europea. Que nuestros pueblos originarios pensaron al mismo nivel que los filósofos del parche platónico. Que nuestros dioses se sentaban en la misma mesa que los del Olimpo y El Edén. Que nuestras palabras descalzas se cotizaban al alza en la bolsa internacional de las letras y que nuestra chicha de maíz era tan exquisita como el mejor whisky. En resumen, que nuestro color mestizo, no destiñe.

Dentro de su poesía, los libros Desolación (1922) y Tala (1938) fueron fundamentales para el Nobel. Sus estrofas son breves y contundentes. Ella no redactó un ensayo de mil páginas para hacer un análisis entre las obras del poeta romano Virgilio, escritas en latín, y la relevancia del sánscrito indio que dio origen al libro sagrado del Ramayana. Para compararlas con nuestra filosofía quechua y náhuatl, Gabriela Mistral escribió: “Se leen las Eneidas, se cuentan Ramayanas, se llora el Viracocha y se remonta al Maya, y madura la vida, mientras su río pasa”.

Asimismo, honró nuestro paisaje agreste latinoamericano y sus deidades. Le cantó al sol y a la cordillera de los Andes: “Sol de los Incas, sol de los Mayas, maduro sol americano, sol en que mayas y quichés reconocieron y adoraron, y en el que viejos aimaraes, como el ámbar fueron quemados. Faisán rojo cuando levantas, y cuando medias, faisán blanco, sol pintador y tatuador, de casta de hombre y de pelo de leopardo”. Mientras que de la gran cordillera que nos traviesa, dijo: “¡Cordillera de los Andes, Madre yacente y Madre que anda, que de niños nos enloquece y hace morir cuando nos falta; que en los metales y el amianto nos aupaste las entrañas; hallazgo de los primogénitos, de Mama Ocllo y Manco Cápac, tremendo amor y alzado cuerno, del hidromiel de la esperanza!”.

Por ahí mismo, remarcó que en sus cerros del Elqui chileno suena más natural bautizar a una hija Efigenia y no Ifigenia. Incluso hoy el corrector me señala con rojo Efigenia, como error. La sabiduría oral campesina la describió con sarcástica elegancia: “A esto lo llaman disimilación los filólogos, y es operación que hace el pueblo, la mejor criatura verbal que Dios crio, quien avienta el vocablo de pronunciación forzada y pedante, por holgura de la lengua y agrado del oído”. Para unirnos como continente tomó el pan y el maíz. Sabía que las manos ancestrales nos unen en la comunión del pan nuestro de cada día, que no es la hostia. Por eso, si alguien quiere entender Nuestra América, debe arrancar por el pan. Porque: “Huele a mi madre cuando dio su leche, huele a tres valles por donde he pasado: a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui, y a mis entrañas cuando yo canto […] Se ha comido en todos los climas, el mismo pan en cien hermanos: pan de Coquimbo, pan de Oaxaca, pan de Santa Ana y de Santiago”. También anticipó que, cuanto más nos alejemos del maíz, más perderemos nuestra raíz: “Maizal hasta donde lo postrero emblanquece, y México se acaba donde el maíz se muere […] Y México se acaba donde la milpa muere”.

Gabriela Mistral: desde cabra, revolucionaria

Nació del vientre de Petronila Alcayaga, en Vicuña, el 7 de abril de 1889. La semilla poética y pedagógica la sembró el profesor y poeta Juan Jerónimo Godoy, quien rápidamente se esfumó de casa y responsabilidades. Su bautizo católico firmó el nombre de Lucila de María Godoy Alcayaga. Pero como ella fue lectora desde cabra, se rebautizó con el nombre que hoy habita la biblioteca de los imprescindibles: Gabriela Mistral. Unió a dos referentes literarios europeos en un cerebro creativo, americano y femenino: el italiano Gabriele D’Annunzio y el francés Frédéric Mistral.

A la usanza de Sor Juan Inés de la Cruz, fue autodidacta y crítica de la rigidez medieval católica que masacraba las libertades femeninas. Se anticipó setenta años al Día Internacional de la Mujer que declararía la ONU. El 8 de marzo de 1906 publicó, en el periódico regional La Voz del Elqui, su texto “La instrucción de la mujer”. En sus palabras están sus luchas. La cito con los usos gramaticales del texto original: “Se ha dicho que la mujer no necesita sino una mediana instrucción; i es que aun hai quienes ven en ella al ser capaz solo de gobernar en el hogar. La instrucción suya, es una obra magna que lleva en sí la reforma completa de todo un sexo. Porque la mujer instruida deja de ser esa fanática ridícula que no atrae a ella sino la burla; porque deja de ser esa esposa monótona que para mantener el amor conyugal no cuenta mas que con su belleza física i acaba por llenar de fastidio esa vida en que la contemplación acaba […] Es preciso que la mujer deje de ser mendiga de protección; i pueda vivir sin que tenga que sacrificar su felicidad con uno de los repugnantes matrimonios modernos; o su virtud con la venta indigna de su honra”. Sus batallas, lamentablemente, aun hoy deben pelearse.

No olvidemos, era 1906. En la Chile de esos tiempos o se era cristiano, o no se entraba en el proyecto de nación. Por lo tanto, examinar otras formas no judeocristianas de comprender el mundo, era más que un pecado, era casi un delito. Leer, dudar y cuestionarse era satanizado y subversivo. Y en ese mismo 8 de marzo, Mistral se preguntó: “¿Por qué esa idea torpe de ciertos padres, de apartar de las manos de sus hijos las obras científicas con el pretesto de que cambie su lectura los sentimientos relijiososos del corazón? ¿Qué relijión más digna que la que tiene el sabio? […] Yo pondría al alcance de la juventud toda la lectura de esos grandes soles de la ciencia, para que se abismara en el estudio de esa Naturaleza de cuyo Creador debe formarse una idea. Yo le mostraría el cielo del astrónomo, no el del teólogo”.

Seguro usted ya sumó, pero si no, sepa que Gabriela Mistral escribió esta sapiencia incontrovertible cuando solo tenía 16 años. Fue ofensivamente joven para los poderosos. Por el “pecado” de pensar a favor de las mujeres y fuera del cristianismo, la rechazaron de La Escuela Normal de La Serena. Gracias a Dios.

Mistral no se achicopaló, ella quería ser maestra con o sin Escuela Normal. Entonces, se dedicó a leer y a prepararse por sí sola. Luego, convalidó sus jornadas de estudio y obtuvo el título para enseñar en las escuelas rurales. En 1920, llegó a Temuco como directora del Liceo de Niñas. En esa población vivía un cabro de 16 años, un tal Pablo Neruda. Las hormonas poéticas y revolucionarias en gestación del joven explotaron al ver la figura imponente y atractiva de la directora de 31 abriles. Así la retrató: “Yo la miraba pasar por las calles de mi pueblo con sus ropones talares, y le tenía miedo. Pero cuando me llevaron a visitarla, la encontré buenamoza. En su rostro tostado en que la sangre india predominaba como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación”. Mistral, sabia, detectó de inmediato el hambre literaria del adolescente. Entonces, le hizo el mejor obsequio que se le puede hacer a un aprendiz de revolucionario: libros. Le regaló literatura rusa. Sembró las letras de Tolstoi, Chéjov y Dostoievski. La cosecha de esas semillas, conservadas en vino de uva suramericana, dieron el segundo Premio Nobel de Literatura para Chile en 1971.

En Temuco, Gabriela Mistral conoció de primera mano otra arma tradicional de destrucción que también tiene Nuestra América: el chisme. Ella llegó soltera. Y esa condición demanda goce y placer, pero las malas lenguas, muchas casadas por obligación, no rebajan una. Por saliva tienen ácido y sus palabras son veneno letal. Ojo, las habladurías son tanto de hombres como de mujeres. La rencilla quedó. Ya en 1922, Gabriela Mistral llevó su sueño poético social a México. La invitó el chingón de José Vasconcelos para que se sumara a la revolución educativa. Lo hizo. Fruto de ese trabajo hoy más de quinientos liceos llevan su nombre en la patria de Frida. De su chamba allí quedó el libro esencial Lecturas para mujeres destinadas a la enseñanza del lenguaje (1923).

En 1939, el presidente de Chile era Pedro Aguirre Cerda. Su amistad con Mistral era pública y sus afinidades, desde la educación, también. Él empezó un movimiento para postular a Gabriela Mistral al Nobel. Se sumaron el Ministerio de Educación y la Universidad de Chile, pero llegó la Segunda Guerra Mundial. El horror suspendió la entrega del Nobel entre 1940 y 1944. Y como Chile no sufría la mortandad que padecía Europa, la postulación se siguió promoviendo. La misma Mistral subrayó en diversas cartas que era imperioso traducir sus libros al inglés y al francés antes de presentar su nombre. Esta historia la reseñó muy bien la periodista del Archivo Andrés Bello Francisca San Martín. Ella rastreó ese lobby literario, global y necesario, entre el Estado chileno, la Universidad de Chile y otros dolientes de América y Europa. Al final, en 1945, Gabriela Mistral fue la primera Premio Nobel de Literatura de Nuestra América. Antes de Miguel Ángel Asturias (1967), de Neruda (1971), de García Márquez (1982), de Octavio Paz (1990) y de Vargas Llosa (2010); antes de ellos, estuvo ella.

La alharaca mundial del Nobel la hizo pasear de vuelta por Chile. Debía volver a Temuco, pero no olviden la rencilla por los chismes que son napalm para el espíritu. Pablo Neruda lo recuerda con aroma a copihue: “En la ocasión de su memorable victoria, con el Premio Nobel cernido a su cabeza, debía pasar en el viaje por la estación de Temuco. Los colegios la aguardaban cada día. Las niñas escolares llegaban salpicadas por la lluvia y palpitantes de copihues. El copihue es la flor austral, la corola bella y salvaje de la Araucanía. Inútil espera. Gabriela Mistral se las arregló para pasar por allí de noche, se buscó un complicado tren nocturno para no recibir los copihues de Temuco”. Bien hecho.

Las malas lenguas deben saber que sus ofensas verbales duelen. Sí, algunos dirán peroratas sobre poner la otra mejilla y perdonar, pero para quien esto escribe, ese acto de rencor de Mistral contra Temuco la hace más humana, más de carne y hueso, o como la definió su paisano Neruda, más “florida y áspera”, pura “miel turbia”. Su colega de Nobel, también escribió: “Eres chilena. Perteneces al pueblo. Nadie olvidará tus estrofas a los pies descalzos de nuestros niños. Nadie ha olvidado tu ‘palabra maldita’. Eres una conmovedora partidaria de la paz. Por esas, y por otras razones, te amamos”. Confirmo.

La potencia de las palabras de Mistral pervive a ochenta años del Nobel. Vive en las letras que desgarraron el alma y la guitarra de Violeta Parra. La cantautora siguió los pasos de Mistral. Cantó que ya no podían culpar a los españoles por el trato indigno y rastrero que las élites chilenas les daban a los mapuches. Vive en Mon Laferte, quien escribió en su pecho y mostró sus senos en plena gala de los Latin Grammy de 2019. Mientras posaba en la alfombra roja para cámaras de todo el mundo, gritó en silencio con mayúsculas en tinta negra: “EN CHILE TORTURAN VIOLAN Y MATAN”. Vive en la musicalización que Inti-Illimani hizo de su poema “La Pajita”. Cada vez que se cantan esos versos, la flor de la maravilla, que en inglés se conoce como sunflower y que está en el amarillo de Vincent van Gogh, se transforma en la flor viva de América, en la voz viva de Gabriela Mistral.

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Por Farouk Caballero, especial para El Espectador

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