Presentes
Cuando había un festejo en Bomba, Magdalena, los invitados se las ingeniaban para sorprender al agasajado. Asistir era bonito, pero regalar algo era divertido y placentero. La cuestión era ser ingeniosos para no llegar con las manos vacías a los cumpleaños, matrimonios, bautizos y grados.
Los paisanos aún recordaban el entusiasmo del pueblo cuando llevaban de casa en casa las tarjetas de invitación. Todos se emocionaban por el festín para ponerse su mejor atuendo y acudir a la creatividad para diseñar el regalo. Se escogía algo que estuviera al alcance y se hacía magia con el ingenio.
—Hoy es el matrimonio. Ya tengo el presente para llevar.
—¿Qué vas a llevar?
—Una gallina para que hagan sancocho o para que la guisen.
Este regalo era de los mejores. Siempre asombraba: con la gallina complementaban la comida de la fiesta; y si no se lograba cocinar para el festín, la conservaban en el patio y la cocinaban en otra ocasión especial. Una gallina siempre caía bien.
Además de las gallinas, había otros regalos que agradaban: jabones de baño con fragancias frutales y florales, por ejemplo. Muchos recordaban que en su niñez obsequiaron jabones en los cumpleaños de sus amigos. Sus mamás los iban a comprar a la tienda y los envolvían con papel de regalo. Los que más se compraban eran Lux y Palmolive.
Había quienes le ponían aún más inspiración al asunto: compraban una gaseosa y le amarraban, con cintas de colores, un billete de $2.000 o de $5.000.
Tomarse una gaseosa significaba renunciar al aguapanela por un rato. El aguapanela era el refresco de mayor consumo, pero la gaseosa sacaba a los paladares de la rutina. Además, el billete atado a la botella servía para comprar pan, aceite, azúcar, sal, arroz, granos.
La ropa interior también hacía parte del abanico de posibilidades. No había en el pueblo una tienda que la vendiera, sin embargo, nunca faltaba el comerciante que viajaba hasta allá para ofrecer su mercancía. Recuerdo a la señora Alma, quien llegaba siempre con grandes bolsos de ropa y visitaba las casas. Le compraban tangas, brasieres, calzoncillos y medias. El escaparate o el baúl del agasajado o agasajada se llenaba con prendas íntimas nuevas. ¡Tenía bastante para estrenar!
Cada presente era significativo. Se pensaba en la utilidad que el otro podía darle. Y, aunque fuese predecible o sencillo, el obsequio era recibido con una sonrisa honesta y un abrazo. Lo importante era mover el esqueleto, cantar a todo pulmón y hacerse compañía en las fiestas. Lo importante era sentirse en comunidad.
Recordando a personajes caribeños
I
Roberto Burgos Cantor escribió uno de los párrafos más bonitos que he encontrado en la literatura caribe. Hace poco, en su obra Lo Amador, hallé esta sublime juntura de palabras: “[…] Comenzaron a tocar unas de Lucho Bermúdez […] yo no sé si es ahora que ya estoy grande, pero esos porros siempre me dieron ganas de bailar con la brisa”.
Desde entonces, cada vez que bailo una canción de Lucho, se me viene a la cabeza ese fragmento y se queda mi corazón en un suspiro. Me fijo más en las letras de sus temas musicales, algunos parecen crónicas viajeras —hasta con descripciones topográficas— sobre lugares fascinantes: canciones como “Tolú”, “Carmen de Bolívar”, “Caracolí”, “Taganga”, “San Andrés”, “Colombia tierra querida”, “Salsipuedes”; canciones narradas por la voz de la eterna Matilde Díaz.
Me vuelvo inasible y liviana mientras las estoy bailando, y no solo me dan ganas de bailar con la brisa, también quisiera flotar en la mar serena. Cada canción me trae recuerdos de mis viajes a Sucre, Magdalena, Bolívar, San Andrés… Y cuando dejan de sonar me pregunto: ¿a quién le ofrezco mis melancolías? Repito las canciones y sigo bailando en la sala de la casa.
II
El coronel, en El coronel no tiene quien le escriba, no usaba sombrero para no tener que quitárselo ante nadie. Por otro lado, la brisa era el sombrero de Toño Fernández, así lo expresó en la canción “Tres golpes”, de Los Gaiteros de San Jacinto.
¿Se imaginan una conversación o debate entre el coronel y Toño acerca del sombrero? ¿Qué dirían? ¿El coronel convencería a Toño? ¿Toño convencería al coronel? ¿Surgiría alguna misteriosa afinidad?
III
Alguna vez le escuché a David Sánchez Juliao una frase que no pude sacar de mi cabeza: “¿Qué es la nostalgia? Un costeño con abrigo”.
Ahora pienso que la nostalgia también es un costeño sin su mecedora. Mientras escribo esto sentada en un sofá bogotano extraño el vaivén de mi mecedora de tejidos colorinches. Sí: la nostalgia es un costeño abrigado y sin su mecedora. Confirmado.
IV
En la última pista del álbum Ancestras, la entrañable y gloriosa cantadora Petrona Martínez, la reina del bullerengue, declaró: “Yo les digo a las hijas mías que no se van a ganar nada con ponerse a guardarme luto, a llorarme. No me van a revivir. La alegría mía es que yo vea que no me dejen caer esto [el bullerengue] que yo llevo por delante. Y si ellas quieren que yo descanse en paz después de que yo me muera, que sigan. Que la gente critique que no sintieron a la mae, no importa”.
Al escuchar semejante testimonio —en el que la maestra Martínez demostraba su maestría para poner los puntos sobre las íes—, pensé en la muerte, por supuesto, un tema que antes me asustaba bastante o, mejor dicho, un destino que me apabullaba. Me identifiqué con Petrona: no quiero que nadie me guarde luto. La vida es un viajecito y los que se quedan seguirán el camino.
No es bonito que la muerte de uno sea sinónimo de un amargo vivir para los que seguirán en el tren viajando. ¿Por qué exigirles que se vistan de oscuridad? No se vale arruinarles la sonrisa cada vez que se paren frente al espejo y se miren llevando trapos negros —y con los calores que hacen en el Caribe colombiano, mucho menos—.
Mientras estemos vivos, si es posible, gastémonos riendo, echando cuentos, llorando —cuando toque—, bailando, caminando, amando.
Bueno, sé que cada uno manda en sus sentires…, yo solo digo. También me propuse no concluir con una moraleja, pero lo hice. Disculpen a esta entrometida.
Uvitas
Aquel gel del pueblo. Foto: Linda Esperanza Aragón.
El árbol de uvita, cuyo nombre científico es córdia dentata poir, es muy común en poblaciones del Caribe colombiano. Además de dar sombra, regala ese fruto blanco y ovalado pegajoso que, aunque no sea comestible, permite improvisar, resolver y hacer la vida más simple.
Se puede encontrar el árbol de uvita en los patios de las casas, playones y montes. En los pueblos no se ha comercializado el fruto, solo basta con pedírselo a algún vecino o dirigirse al monte para conseguirlo.
Las uvitas conservan una sustancia viscosa muy útil. Recuerdo que en el pueblo de mi infancia se usaban para hacer las tareas de la escuela que requerían pegar trozos de papeles de colores, recortes de periódicos, escarcha y tierra en los cuadernos. A mí me encantaba pegar tierra en el cuaderno, me hacía feliz.
Por otro lado, los muchachos las utilizaban para hacerse peinados y resaltar sus cortes de cabello. Si no había dinero para comprar el gel o fijador comercial, acudían a las uvitas; eran el gel del pueblo. Los chicos se convidaban e iban a los playones o al monte a buscar gajos. Era una aventura que se disfrutaba más si se vivía de manera colectiva.
También recuerdo que este fruto también suscitaba el encuentro, el diálogo y la solidaridad: cuando se iba en busca de un gajo de uvitas a la casa de algún vecino, era imposible que no surgiera una charla que fuese más allá del uso que se les darían a las uvitas. Se hablaba de la vida cotidiana:
—Hágame el favor de regalarme un gajo de uvitas.
—¡Cómo no! ¿Para qué lo necesita?
—Lo que pasa es que mi niña tiene una tarea y necesita pegar algo en la libreta.
—Cuente con el gajo. Ya se lo busco.
Y mientras el paisano se acercaba al palo para agarrar el gajo de uvitas, seguían echando cuento:
—El domingo el pueblo estuvo quieto.
—Es verdad, no hubo parranda.
—Pero la próxima semana habrá matrimonio, ¡ese será un parrandón!
Estos espléndidos frutos ya no se usan casi en el pueblo. Hoy los jóvenes acuden al gel que venden en las tiendas; y los estudiantes, al Colbón. Quedó la nostalgia adherida con uvitas a la memoria y es difícil que se desprenda.