Ya ha pasado un buen tiempo desde que Alejandro Gaviria y Ricardo Silva Romero se unieron para crear el podcast “Tercera vuelta”, de El Locutorio DC, en el que han hablado de diversos temas, tantos que podríamos decir, fácil y complejo a la vez, que todos están relacionados con la vida y la condición humana.
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En medio de sus diálogos, surgió la idea de hacer un libro que no tuviera estructura, que reflejara precisamente las conversaciones que han tenido en su podcast, y que tuvo como idea original la salud mental.
Así, ambos se comprometieron a escribirlo con las mismas normas de una conversación. Y así como el libro, pensé que también era coherente presentar este texto como se dio la entrevista con ambos autores, reflejando que lo que se dio fue un diálogo alrededor de algunas ideas relacionadas con la ansiedad, las contradicciones, los miedos y demás elementos que, para ellos, lo que significó fue una especie de lugar seguro para exponer sus vulnerabilidades.
¿Por qué El arte de no enloquecer? ¿Por qué les interesa o se preguntan por la locura en este tiempo?
Ricardo Silva Romero (RS): Pues tiene que ver justo con esa idea que ha estado muy presente en los libros de Alejandro, por lo menos tres, que es que estamos viviendo un momento de locura que, sí, me parece que es verificable. Es un momento de delirio, por ejemplo, el pulso con la democracia, la cosa del multilateralismo que está muy en duda; que la OMS firma un tratado de pandemia y a nadie le importa, el horror que acaba de sobrevivirse... y el tratado no está con Estados Unidos, Argentina se salió también, en fin. Sí hay un momento de revolcón, de revoltijo mundial, y que pasa en todas las casas del mundo, como en la pandemia: en todas las ventanas del mundo pasaba esa situación, y ahora está pasando como este delirio del que es muy difícil escapar, porque está en las redes sociales. Yo tengo todas las notificaciones apagadas, porque es insoportable el mundo de las notificaciones y de toda la gente diciéndole a uno qué tiene que hacer y qué tiene que pensar. Es un mundo de verdad para enloquecerse. Eso es lo que estaba allí: venía Alejandro mirándolo de muchas maneras, pero este libro es como: ¿y qué hace uno con su vida? ¿Qué hace uno en su vida para no sumarse a la locura, ni sumarle locura a la locura? ara no incendiar el incendio. ¿Qué hace uno para contribuir al alivio de esta época? ¿Qué recursos tiene? Creo que esa es la idea del libro. No así del título, que tiene otros caminos.
Alejandro Gaviria (AG): El título tiene otra génesis, ¿no? Puedo hablar un poquito como de la época de locura. Yo utilicé por primera vez la palabra en un discurso como rector de la Universidad de los Andes hace muchos años, en el 2019. Pero en este libro, el de Siquiera tenemos las palabras. Había utilizado un epígrafe de Julio Cortázar que está aquí y que dice “El libro me parece una de las formas estéticas, políticas, o ambas cosas, pues cada cual debe hacer lo que le da la gana mientras lo haga bien, que todavía puede defendernos del autogenocidio universal en el que colaboran alegremente la mayoría de las víctimas”. Y esa frase describe bien este momento. Me ha gustado verlo con una coincidencia un poco extraña entre la crisis climática, la pérdida de biodiversidad, la pérdida de confianza en nuestras instituciones, que moderaron de alguna manera nuestros extravíos dementes, y la misma inteligencia artificial, que conecta todos los cerebros humanos al mismo tiempo y los vuelve uno solo. Y esa incertidumbre y ese cambio que algunos incluso están considerando una especie de ley del universo.
Este libro, el que lo desató fue cuando Ricardo dice: “Tengamos una conversación, una sola, sin capítulos, sobre salud mental”. Ahí comienza el libro. Y yo creo que ahí nace, de verdad, el libro. Si este libro lo hubiéramos escrito por capítulos —“Bueno, vamos a hablar del amor en un capítulo, vamos a hablar de la política en otro”— este libro no hubiera resultado. Este libro se vuelve lo que es, y en retrospectiva podemos decir que quedamos satisfechos, porque fue un libro de una conversación sin estructura.
La ansiedad, según Ricardo Silva y Alejandro Gaviria
Hablemos, precisamente, ya que tocan el tema de la salud mental, de la ansiedad. Ustedes dicen cómo ha operado en sus vidas. En mi caso, pensaba: a mí la ansiedad me ayuda mucho a ser empático. Como que la ansiedad a mí me dice: “¡Juepucha!, es que si yo hago esto, de pronto esta otra persona va a pensar X, Y, Z, A, B, C, D...” y se va uno a infinitas posibilidades.
RS: Me parece buenísimo lo que usted dice de la ansiedad, que sirve para prevenir creársela a los demás. Como no hacer falsas ideas, falsas esperanzas, no dejar a nadie sin saludar. Y lo convierte a uno esa ansiedad... yo creo que yo tengo esa ansiedad, en la que yo termino como en insomnio. Yo creo que por eso, por pura ansiedad, por puro vaticinio oscuro. Pero me suena muy bueno eso: como una culpa que no se siente después, sino antes. Y eso evita maltratar gente, obrar mal, dañar a los demás, digamos.
En el caso del libro, pues sí está investigado o está conversado por ese lado. Yo lo propongo como que realmente lo que uno puede llamar felicidad es estar más o menos libre de ansiedad. Es decir, cierta paz. Lograr callar la cabeza de vaticinios, de profecías oscuras, de culpas, de dolores, recuerdos deformados por la memoria... pues lograr callar un poco la cabeza, o lograr conducirla, o lograr sujetarse a uno mismo.Yo creo que uno podría incluso llegar a pensar que el tema de la ansiedad es lo que se explora desde el principio hasta el final del libro: cómo uno puede estar, cómo lograr el equilibrio, que es lo que hemos hablado tanto, y no perder el impulso de vivir, las ganas de vivir, las ganas de conocer, de aprender cosas. Pero, al mismo tiempo, no desbocarse, y tener el silencio y el control de la propia vida. De tal manera que sí, que esté en manos de uno su vida. Eso yo creo que está explorado en la conversación.
AG: El libro empieza con ese tema. Empieza con la ansiedad y eso marca un tono. Cuando empezamos a hablar de la ansiedad, lo primero que traté yo de hacer —porque Ricardo se estaba yendo cuando dijo que yo soy un monje sin vigilancia o paz y tranquilidad— yo fui a decir: “Ricardo, creo que vamos a converger”. A pesar de que Ricardo decía: “Bueno, yo estoy aquí metido en mis ficciones”, yo le dije: “No tanto, que vi las columnas, he participado en debates públicos”. Y yo, a pesar de que estaba aquí, venía también de vuelta un poco. Y en este libro nos encontramos. Yo creo que Tercera vuelta ha sido eso. Es eso. Descubrir que en el fondo tenemos, a pesar de haber vivido vidas poco diferentes, muchas reuniones.
Usted habla de lo mucho que descansó cuando dejó de escribir las columnas para El Espectador. Y ahí, después de contar eso, usted dice de la importancia, de la necesidad y la dificultad de llevar la ansiedad a sus justas proporciones. Eso debe ser una lucha diaria.
(RS interrumpe): La columna es fuente de ansiedad.
AG: Una columna para mí era una fuente de ansiedad. Y cuando Ricardo dijo: “No me gusta la ansiedad”, yo decía: “Si no le gusta la ansiedad, no escribiría columnas”. Incluso yo cuento ahí que cuando empecé en el ministerio, un viernes me sentía relajado, a pesar de tener mis reuniones en memoria. Y era que no tenía que escribir —como yo le decía a Carolina— la hijueputa columna.
RS: La columna es una tortura. Y ya hoy es martes, ya estoy sufriendo. Yo tengo ahí como unas ideas, pero es un drama sacar adelante una columna. Lo cual tiene de lado positivo que, cuando uno la termina, se siente como si hubiera conquistado, pues... a mí no me importa ya si es buena o mala, sino haber logrado hacerlo. La gente no se imagina lo que es lograr terminar una columna, sobre todo cuando uno se exige que esté bien hecha, digamos, que esté bien escrita, cuando uno no se la toma a la ligera.
AG: Yo quiero volver a “en sus justas proporciones”. Quizás es el tema dominante del libro: el ruido en sus justas proporciones, la ansiedad en sus justas proporciones, la competencia en sus justas proporciones, la mirada de los otros —si nos importa o no— en sus justas proporciones. Esa búsqueda, que es personal de ambos, de cierto equilibrio, moderación, lo podríamos decir. Y la conversación como una forma de buscar ese equilibrio.
RS: Sí, como un amor propio que no termine en uno dándose su propia importancia.
AG: Exacto. El amor propio en su justa proporción. Pero no la búsqueda de una equidistancia —no es como la del centro político, que es la búsqueda de una equidistancia—, sino es, en la vida, un equilibrio. Y el equilibrio puede necesitar momentos de intensidad y ansiedad.
RS: Y esas justas proporciones, ese equilibrio... yo creo que les sirven mucho las gafas del humor. Y creo que eso también se encuentra en la amistad. Como un humor que lo salva a uno. Es decir, mamar gallo es clave. La amistad es una mamadera de gallo, de alguna manera, es un lenguaje de humor, humorístico. Y yo creo que esas justas proporciones se logran cuando uno sabe que hay una línea siempre hacia el ridículo: un paso en cualquier situación humana en la que ya es chistoso.
AG: El libro nos llevó a esa otra conversación sobre la tragedia. Yo confieso que he tenido, quizás exageradamente, una visión trágica de la vida, y tiendo mucho a llevar las cosas a dimensión. No hay soluciones. Uno cambia un problema por otro. En lo personal, y en mi vida como funcionario. Y ahí Ricardo dice que está bien, que esa comedia hace parte de la vida también. Eso para mí fue un descubrimiento, esa idea de quitarme peso por medio de esa visión. No es la insoportable levedad del ser, sino la necesaria levedad del ser.
Hablemos, porque yo creo que el libro también lo muestra un poco, y Ricardo le bota la pelota muy bien a Alejandro al momento de poner sobre la mesa cómo lidian con sus contradicciones.
RS: Pues yo debo decir que a mí los personajes consistentes siempre me han conmovido mucho, que son los personajes trágicos, los personajes que obran como piensan y que dicen lo que piensan, y que mueren, se hunden con el barco, mejor dicho, como el capitán del Titanic, como Tomás Moro en una obra que me gusta mucho que se llama A Man for All Seasons —Un hombre para la eternidad, le ponían en España—, y tiene una película muy buena que incluso se ganó el Oscar a Mejor Película en su momento. Es un tipo que se niega a obrar fuera de sus convicciones, de sus valores, hasta el final, pase lo que pase. A mí me gusta mucho ese personaje, el personaje íntegro a morir, que, digamos, en el mundo de lo público, pues es muy admirable y existe. Por ejemplo, este es un funcionario íntegro, para empezar, gente muy decente a la que de verdad le importaba el país, le importa el país y de verdad quieren servir. Es impresionante, a mí siempre me ha parecido admirable. Pero sí tiene un componente trágico, porque el resultado siempre es frustrante. Esa gente que le metió todo a un gobierno y luego ve, por ejemplo, lo que pasa hoy, vive chocada y dolida, y sintiendo que su vida no logró eso. Olvidan que gracias a su trabajo el país avanzó, sobreagüó, funcionó, creó generaciones más fuertes. Pero sí, ese papel del personaje íntegro a mí me duele, lo siento cercano, me conmueve.Pero siempre he estado más cerca del personaje cómico, que es más vulgar, menos serio… no cínico, pero sí más descachado, más fuera de lo justo. Y en la comedia, en el género de la comedia —en el género dramático de la comedia, pues el drama es o comedia o tragedia—, lo que pasa es que el mundo perdona al personaje cómico a pesar de todas las barbaridades que hace, y lo deja seguir viviendo, y lo deja seguir adelante. Al trágico siempre se le cobra: el drama se le cobra y termina como Hamlet o como Edipo.
AG: Eso se lo aprendí yo a Ricardo, la comedia que redime. Yo confieso, en la página 34, que busco y rechazo a la vez la ansiedad. Entonces, en este libro quizás hay una frase que yo leía de Andrés Caicedo que decía: “lo odio porque lucho por conseguirlo”. Siempre me ha gustado ser consciente de las contradicciones, sé que son insuperables, que todos somos contradictorios, que quizá lo mejor es reconocerlas, aceptarlas. Lo bueno de este libro fue que, primero, yo pude denunciarlas tranquilamente en un ámbito de amistad. Y segundo, pude reconocer su profundidad, casi que son muy definitorias de mi identidad. Yo me percibo a mí mismo, y después de escribir este libro, más como una persona contradictoria.
RS: Está dicho lo angustioso que es cuando lo aplauden a uno, por ejemplo. Ese es el momento mayor de contradicción. Pues, ¿yo hice todo esto para esto? ¿Para que me aplaudan?
AG:Pero el aplauso comienza a chocar. O cuando hablamos de la competencia… queremos ganar, pero después de la victoria…
RS: O no queremos competir. Por ejemplo, en literatura sí que es ridículo competir. Los premios literarios, por ejemplo, son imposibles. Es decir, ¿cómo puede uno decir que una novela es mejor que otra? A no ser que sea pésima. Pero entre tres novelas buenas, pues ya empieza la cuestión de gustos a funcionar. Pero verse, por ejemplo, de tercero en las listas es muy ridículo. Uno quiere entonces ser el primero. Si ya estamos en esto, ¿quién va a querer quedar de cuarto? Y esa ridiculez de la competencia también requiere cierto equilibrio. También las gafas del humor a tiempo para uno decir: “Bueno, pero estoy de cuarto, ¿qué importa? No importa tanto, no es tan grave”. Eso se busca mucho y se conversa mucho en el libro. Y eso es una de las grandes virtudes de la conversación: lo alivia a uno. Estar con otro lo alivia a uno mucho.
Dice Alejandro que aquí, tarde o temprano, todos debemos saltar al vacío.¿En qué momento lo hicieron ustedes y cómo fue eso?
RS: Pues aquí hay un momento que ya comentábamos antes, en el que la conversación se va por los dados de El graduado. Sí, yo creo que esa película trata sobre ese salto al vacío: ese momento en que uno ya no está a salvo, no está ni estudiando ni le están pagando los papás, nada. Ya le toca dar la cara al mundo y decir quién es, qué vino a hacer al mundo, qué es lo que hace. Le toca a uno entregar tarjetas, llenar formularios en los que le preguntan: “¿Usted qué hace con su vida?”. Y ese es un salto. Para mí fue muy complicado. Es decir, cuando terminé de estudiar literatura, me enfermé un rato porque tocaba poner la cara, y poner la cara uno como escritor... eso es medio ridículo. Decir en un formulario “¿Usted qué es?” y uno pone “escritor”. Uno se demora en sentir que no está diciendo una pendejada, o que al poner “escritor” no está diciendo que sea inteligente o sabio, o mejor que los demás. A mí me costó decir que soy escritor, hasta que me di cuenta de que no lo podía cargar de importancia, sino que eso era un trabajo. Uno puede ser un mal escritor, por ejemplo, no necesariamente está implícito que sea bueno. Pero ese salto, para mí, ha sido el más violento. Es toda una confrontación hablar de lo que uno tiene por dentro.
AG: Voy a hablar de uno más, que es el obvio: me lancé a la política. En esa época, seis meses antes, yo había comprado un libro de poemas de Ray Bradbury. Y lo había comprado por una razón. Ese libro tenía una recomendación de Aldous Huxley, de quien yo había escrito un libro. Huxley le decía a Bradbury: “Usted es un poeta melancólico”, que para mí era un escritor de ciencia ficción. Entonces me llamó la atención. Y no está en los poemas, pero está en la parte de atrás una frase que uno podría considerar de autoayuda, que decía: “Salté al vacío, espero que en la caída me crezcan las alas”. Y cuando me lancé a la política siento que esa frase encajaba. Así lo sentí.
Dice Ricardo acá que tiene una teoría de terapista. Dice que siempre quiere comprobar que la gente que se dedica a la ficción puede sobrevivir a las obsesiones, a las frustraciones, a las envidias, a los amores no correspondidos... Ahí hay una lista de elementos. Quiero preguntarles también por esa idea
RS: A mí me gusta mucho —y cada vez más es mi lectura principal— las biografías. Y por eso llegué esa frase. Sobre todo las biografías de artistas me parecen fascinantes: de músicos, de cineastas, de escritores, de actores. Me gusta mucho leer sobre actores. Estaba pensando, entre otras cosas, que Bradbury escribía una carta de Navidad todos los años, y era una cosa tan bonita... O sea, uno diría: este tipo era un tipo de ciencia ficción. No, era una cosa toda con los pies en la tierra.
AG: Es un poema, eso que dice: “Nadie me había mencionado la ventaja de llorar en la ducha”.
RS: ¿Qué tal? Es extraordinario. Y es el tipo de Fahrenheit 451, pero después dice: “Llorar...”. Eso a mí me fascina. Y verlo en las biografías, ver por ejemplo biografías de escritores a los que no se les arruinó la vida misma en su escritura, en su trabajo. Está lleno el mundo de artistas que fueron malos papás, dejaron a todo el mundo, maltratadores, decepcionantes como seres humanos. A mí me gusta ver que hay un montón de gente que lo pudo hacer. Para mí, la primera de esas fue la de Silva, la que hizo Enrique Santos Molano. Uno ve que ese tipo era amoroso, buen hijo, hasta el final cuidando a la mamá y a la hermana. El papá, para él, era el amor de su vida, y el papá lo trataba también como el amor de su vida. A uno le dan ganas de llorar al ver esa relación tan bonita que hay entre esa gente, la familia Silva. Entonces he estado buscando esas biografías porque ese equilibrio del que hablamos, para mí es fundamental. Lo más importante es esa vida que logré hacer con mi esposa y mis hijos. Pero al mismo tiempo, es muy importante para mí las ficciones que me invento. Entonces ese balance... Yo creo que he logrado no ser un artista culo, pues, un artista dramático, un alma llorona, melancólica, que se hace así en una esquina en los cócteles. O va a cócteles. He logrado no ir a cócteles y pasármela feliz en mi casa, y al mismo tiempo dejarme llevar por la obsesión en horas de oficina. Ese es el equilibrio raro: ser un oficinista obsesionado hasta que llega la gente a la casa. Ese es el equilibrio. En este caso, como hemos hablado con Alejandro tanto, el libro es sobre buscar esos equilibrios. Y ese, en mi caso, es el que me ha llevado a leer esas biografías.
AG: Yo soy escéptico, por supuesto, de que la escritura vaya a curar los males del ser humano. Ejemplos de escritores malas personas hay muchos. Cuando empecé en este mundo de la ficción, fui a una primera feria del libro en Bucaramanga. Hablé con una persona que organizaba la feria y me dijo: “Tenemos todos los problemas con estos escritores”. Y yo: “¿Cuáles problemas?”. Y uno era: “Se toman todas las botellas del minibar, las dejan por ahí...”. Y era así. Yo era como un apetito...
RS: Es un manicomio.
AG: Entonces tampoco podemos idealizar ese mundo como si fuera el mundo de la salud mental, porque no lo es. Pero existe la gran contradicción, hablando de la gran contradicción de muchos de ellos, que pueden mejorar a otros sin practicar lo que predican. Mejorar el mundo.
RS:Y la escritura tiene una parte que es terapéutica.
AG: Pero para mí la disciplina de escribir, ha sido terapéutica, independiente del tema. Puede que sea un artículo académico, y para mí la lectura, por ejemplo, de poesía, siempre ha sido terapéutica. Sí ha dado ese papel. No quiero decir que para todo el mundo sea igual.
RS: Me quedo pensando que sí es un mundo duro. Porque uno sí ve... Alejandro acaba de decir una cosa que me recordó una serie que estamos viendo en televisión. Una serie de Apple que se llama Slow Horses. Es de unos espías tipo James Bond, pero chichipatos, como una gente jodida que los echaron del MI5 y los tienen por ahí en una casucha. Y entonces esa confusión de la frustración personal con que el mundo es una frustración me preocupa mucho. Como que uno, esperando el éxito, concluya que el mundo no tiene sentido, y todo es un asco, y por eso es que uno no tiene éxito. Esa frustración es muy propia de ese mundo. Y es algo también a evitar. Y también, de nuevo, el humor entra a funcionar allí.
AG: Hay este poema de Rafael Cadenas que es muy famoso, que se llama La derrota, que en el fondo tiene que ver con confundir la propia derrota con el fracaso del mundo. Y él lo ha dicho después de ese poema, que no le gusta, a pesar de que es muy leído. Y es muy leído porque la gente ve ahí una buena descripción de momentos de derrota que todos hemos vivido. También este libro habla de eso,de mirarse a usted mismo con algo de compasión, pero también con algo de realismo. Unas osas son sus problemas y otros los problemas del mundo.
Ricardo dice: “En Colombia ha sido más difícil todavía, me parece, porque los traumas de la violencia no los hemos resuelto con terapia, sino con coraje…”.
RS: Yo, de la última terapia que hice —de hablar con un terapeuta, digamos—, que no fue hace tanto, me impresionaba que salía de las conversaciones desconfigurado. Me angustiaba. Yo no sabía al final: ¿será que sí soy buena persona? Pero de eso se trata, de esa confrontación y de verse desde todos los ángulos, de reírse de uno mismo, de criticarse a uno mismo. Y para eso se requiere toda la voluntad del mundo. A mí sí me parece que tiene que ver con la cultura colombiana, que ha sido mucho más del aniquilamiento, por decirlo de alguna manera. Y luego el coraje: sobrevivir al aniquilamiento con valor y con fuerza. La paz y la terapia se han intentado y existen en Colombia. Hay una cultura de la paz y una cultura de la terapia. Hay gente que se ha dedicado a hacer la paz en estos 40 años, y hay una cultura de gente que siempre, por ejemplo, vota por el que proponga la paz —que sería mi caso—. Si alguien dice “voy a negociar”, yo me voy por ese lado. Es casi mi criterio para votar por alguien.
Pero la cultura de la terapia, que es lo que viene luego de esa cultura de la paz —que ha sido, por ejemplo, en el caso de la política y del conflicto, la JEP y la Comisión de la Verdad—, eso no es tan aceptado. Eso tiene un grupo de gente que cree en ello y mucha gente que no, porque esta cultura ha sido muy poco de la desconfiguración, de ir a la terapia, de quedar uno dudando de uno mismo. Yo creo que ese sí es un paso que tiene que dar cualquier cultura para convivir, para funcionar: la duda sobre uno mismo.
Alejandro habla de la aceptación radical, de un concepto que le ha ayudado a convivir mejor con su vulnerabilidad...
AG: Esa frase yo la leí y me sirvió en un contexto particular y personal, que fue los problemas que yo he tenido con mi insomnio. Me atormentaba, me generaba mucha ansiedad. Cada noche la veía como un examen. Y cuando dije: “Pues ya está, no voy a dormir nunca” le vi el lado bueno. Es un concepto que yo tenía. Los problemas son esas formas o mecanismos de defensa que uno encuentra sin buscarlos y que le dan una ventanita por la que uno trata de meterse. Y me sirvió esa sola idea, así tal cual. No voy a decir que resolvió todo el problema, pero cambió mi forma de enfrentar algo que me ha atormentado por lo menos desde hace 15 años. Nosotros presentamos ahí nuestras vulnerabilidades. Yo creo que el ambiente seguro de la conversación nos llevó a conversar sobre esos temas sin ni siquiera pensar que esto iba a ser un libro.
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