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El camino de Mario Vargas Llosa por la poesía no es tan extenso. El título de poeta no es algo por lo que se le conozca en el mundo literario, pero sí escribió poemas. Aunque él sabía que ese no era su fuerte, prefirió entenderla, analizarla y hasta cuestionarla, más que crearla.
Pero es en la poesía en donde Vargas Llosa se formó. Fue el espacio para los errores y las primeras veces. Sin embargo, como muchos escritores, comenzó escribiendo versos, pero pronto se dio cuenta de que su verdadero talento estaba en la narrativa.
Muchas veces dijo que escribía “muy mala poesía”. Que no le convencía lo que escribía sobre el papel. Además, le guardaba un profundo respeto a ese género, al que siempre creyó supremo. “El género literario supremo y excelso, de una perfección inigualable, es la poesía, el más antiguo que existe y donde la lengua se transforma en algo verdaderamente rico y esplendoroso”, dijo en un evento del Festival Internacional de Poesía Ciudad de Granada.
Y, aunque todas sus letras fueron para la novela, el ensayo, los cuentos y el periodismo, en su prosa sí se aguarda una belleza poética y de gran lirismo, que fue destacado por críticos, autores y fanáticos.
A continuación, recopilamos algunos poemas de Mario Vargas Llosa en los que escribió sobre, como fue costumbre, sobre las ideas, los amores, las pasiones, las tristezas y todo lo que le pasaba.
Estatua viva
Tengo un revoltijo
en la cabeza
Pensamientos,
un sombrero de
púas y barrotes
descascarados
y la imagen de
una pierna
fragante de
mujer.
(Digo fragante
pero podría decir
también
suculenta,
voluptuosa,
aterciopelada,
núbil o
febril)
La armazón
deleznable
que me colma
significa dispersión,
riqueza,
no confusión.
Soy todas
esas cosas:
desechos y sueños,
basura y deseo,
belleza,
escombros
y una tierna
ansiedad.
El Alejandrino
Nació, vivió y murió en Alejandría
y allí trabajó treinta y tres años
–los tres primeros de meritorio, sin sueldo–
en una oscura repartición
denominada Dirección de Aguas.
Egipto era entonces –fines del
diecinueve y comienzos del veinte–
una semi colonia británica
y Alejandría una ciudad pequeña,
fiel a su tradición,
profundamente corrompida.
Pertenecía a la minoría griega
–banqueros, mercaderes,
prestamistas, marineros, taberneros y
mafiosos– y hablaba, además del griego materno,
inglés, italiano y francés. Chapurreaba
el árabe coloquial, no así el clásico.
Pequeño y esmirriado, llevaba siempre
cuello duro, corbata, chaleco,
puños falsos, gemelos, reloj de leontina
y ocultaba sus ojos bizcos detrás de unos
anteojos con montura de carey.
La exorcista
Mi vida parece sin misterio y
monótona
a quienes me ven
de paso a la oficina
en las mañanas apuradas.
La verdad es muy distinta.
Cada noche debo salir a pelear
contra un espíritu malvado
que, valiéndose de
disfraces -perro, grillo,
nube, lluvia, vago,
ladrón- trata de
infiltrarse en la ciudad
para estropear la vida humana
sembrando
la discordia.
A pesar de sus disfraces yo
siempre lo descubro
y lo espanto.
Nunca ha conseguido engañarme
ni vencerme.
Gracias
a mí, en esta ciudad
todavía es posible
la felicidad.
Pero los combates nocturnos me
dejan exhausta y magullada.
En pago de mis
refriegas contra el enemigo,
les pido unas sobras
de afecto y amistad.
Padre Homero
No sabemos si era uno o muchos.
Ni siquiera sabemos si existió o lo inventamos
para dar un dueño y una leyenda
a los poemas que formaron
al mundo en que vivimos.
Las cuencas vacías de sus ojos
iluminan como dos soles
las aguas, las islas y las playas
el mediterráneo.
Tampoco sabemos que las historias
que canto tuvieron raíces
en la historia real o fueron fantaseadas
por su imaginación incandescente.
Yo lo adivino
como un viejecito bondado
soy excéntrico divirtiendo
a niños y ancianos
con fabulosas aventuras
de guerreros y monstruos
en una época inusitada
en que hombres y dioses
andaban entreverados
y las batallas se ganaban
con caballos de madera,
elíxires y agias.
Lo diviso entre sombras y
chisporroteo de fogatas,
en aldeas con olora
vino y aceite,
pulsando su ira
acompañado
por el murmullo del mar
y la resaca,
rodeado de caras expectantes.
Su fantasía y verba
embellecían las anécdotas
que traían los marineros de sus viajes.
Por Mario Vargas Llosa
