El mismo de Quintana con su récord de valla sin vencer, de ese Millos me enamoré por cuenta de mi hermano Bernardo que no me dio opción a los 9 años cuando la vida asomó a mis ojos el fútbol y Bernardo me dijo que para ser feliz había que ser hincha del mejor, de Millonarios.
Del fútbol me divorcié el día de la toma del Palacio de Justicia, el juego me siguió gustando, pero la cobardía de Belisario Betancur, la malicia de Nohemí Sanín y la estupidez de un pueblo que se fue a ver fútbol mientras los guerrilleros y los militares masacraban a la justicia y a la democracia me rompieron el vínculo con los equipos, las camisetas y los campeonatos.
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Ahora gracias a mi hijo Fernando me he venido reencontrando con el juego, ya sin bandera o camiseta, solo con el juego mismo, pero si me preguntan de quien soy hincha debo contestar que de Millos. Los albiazules y el Brasil del 70 me dieron a probar la felicidad del triunfo, y eso no se puede olvidar. He sabido que los azules están de buenas, o que juegan bien, no tengo idea, me alegra, sobre todo cuando le ganan a Santa Fe y a Nacional (vestigios de mi cerebro primario), pero debo exclamar que lo que menos me importa para querer a Millos hoy en día son los resultados o los marcadores. Lo difícil es saber que cuando me alegro por mi equipo, se alegran conmigo Andrés Pastrana y lo que quede en el cosmos de Gonzalo Rodríguez Gacha, renombrados seguidores de la némesis de Santa Fe. Confieso que quisiera tener mi propio Millos porque ciertamente para quererlo me da mucho trabajo eso de tener algo en afinidad positiva con estos dos personajes letales para la historia de Colombia.
Personalmente renuncié a las dos estrellas obtenidas con los dólares y la muerte del narco y ahora renuncio a la alegría de verlos ganar porque con Rodríguez Gacha y con Pastrana no quiero más afinidad que la del pasaporte que ellos ensombrecen.