Vivimos rodeados de monumentos. Bustos, estatuas, murales y esculturas que cuentan con su silencio pedazos de nuestra historia. La discusión sobre si hay que preservarlos intactos, tumbarlos o cambiarlos se mantiene, y si bien no es fácil conciliar posiciones, el hecho de que exista esta conversación es prueba de que son objetos que influyen en nuestra percepción del mundo.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Los monumentos son ventanas a un momento en el que un grupo de personas consideró que era necesario erigirlos para preservar un fragmento de su presente. Sin embargo, la piedra y el hierro con la que los levantaron son lo único que realmente fueron capaces de moldear, porque los pensamientos, lecturas y discusiones que se desprenderían de aquellas manifestaciones nunca estuvieron bajo su control.
“Los monumentos son constantemente resignificados. El hecho de que muchos de ellos hayan sido hechos solo para ser observados y venerados —que es algo que se ve en las proporciones de algunos, por ejemplo— no los exime de eso. Además, estas acciones también forman parte de su historia como objetos culturales”, explicó Sebastián Vargas Álvarez, profesor de Historia en la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario. Cómo nos relacionamos con estos espacios de memoria cargados de pretensiones artísticas y políticas, especialmente cuando nos remiten a una época que parece tan remota, es uno de los temas que aborda la película A Real Pain.
El filme, dirigido y protagonizado por Jesse Eisenberg, cuenta la historia de dos primos, David y Benji Kaplan (Kieran Culkin), que viajan a Polonia después de la muerte de su abuela, sobreviviente del Holocausto nazi. Ella dejó parte de su herencia para que ellos dos pudieran ir a los lugares en los que se enfrentó a una de las tragedias más grandes de nuestra historia reciente y conocieran parte de su pasado para conectar con sus raíces. Un viaje que no se planeó para el placer, sino para el dolor.
A diferencia de muchas de las producciones acerca de la Segunda Guerra Mundial, en esta las bombas no están cayendo de los aviones y las cámaras de gas permanecen vacías. Nosotros, como espectadores, estamos en la misma posición que los protagonistas: entendemos que existe un pasado trágico, pero lo asimilamos como un hecho muy distante a nuestra cotidianidad. Es a través de los monumentos que se busca transmitir ese dolor. El giro ocurre cuando el grupo logra esa conexión, pero no mediante el silencio y la devoción, sino del juego, que es lo que sucede durante la visita al Monumento al Alzamiento de Varsovia.
Monumentos memoriales y antimonumentos
Esto, además, pone en evidencia el cambio de paradigma que ha habido con respecto a estos espacios. “Los monumentos conmemorativos dedicados a la construcción de la historia nacional, típicos del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, exaltaban los mitos fundacionales con la heroización y legitimación de la guerra. Pensemos, por ejemplo, en las estatuas de Simón Bolívar. Sin embargo, precisamente después de la Segunda Guerra Mundial aparecen los monumentos memoriales, que ya no buscan retratar el pasado desde la glorificación, sino desde la reflexión crítica”, explicó Vargas.
Cuando visitan el campo de concentración de Majdanek, en Lublin, la historia es otra. Allá sí hay silencio y veneración: el encuentro con el espacio vacío, testigo de la tortura, tiene un efecto muy distinto. Se podría comparar incluso con Fragmentos, el antimonumento de Doris Salcedo, pues aquí tampoco se trata de resaltar un pasado glorioso, sino de retratar el dolor por medio de la frialdad y la ausencia.
Es probable que el heroísmo con el que se representa a los soldados del alzamiento de Varsovia no haya logrado calar en el grupo de turistas que vemos en pantalla de la manera en la que sucedía con generaciones anteriores, pero el juego que arman alrededor del monumento lo vuelve a dotar de significado y es lo que les permite tener una conexión real con su pasado. Por otro lado, en el campo de concentración, la conexión se logra casi que inmediatamente, pero porque existe una concepción distinta de cómo se debe conmemorar un pasado doloroso.
“Como el patrimonio es un lugar en disputa y en constante desarrollo, va cambiando según la sociedad. Ya los jóvenes no miran los monumentos como se miraban en siglos pasados porque la relación es otra. Uno lo ve con los estudiantes, porque la mayoría son partidarios de que los monumentos sean derribados o intervenidos”, comentó Mario Omar Fernández, docente e investigador experto en conservación de patrimonio cultural de la Universidad de los Andes.
Fernández no está de acuerdo con los ataques a los monumentos —que se han convertido en una constante poscolonialista no solo en Colombia, sino en toda América Latina— porque considera que dañarlos o tumbarlos no borra la historia. Sin embargo, coincide en que estos sí deben ser un espacio de reflexión crítica entre el presente que habitamos y el pasado que los erigió. “Un monumento es un objeto vinculante entre generaciones. Un lugar de análisis y reflexión para entender por qué somos como somos”, afirmó.
El artista Carlos Castro Arias ha trabajado este concepto en algunas de sus obras de la exposición “El pasado nunca muere. No es ni siquiera pasado”, en las que recurre a figuras históricas constantemente monumentalizadas como Cristóbal Colón y la reina Isabel de Castilla. Las interviene para lograr que en ellas conviva un doble relato que cuestione las nociones de historia oficial que con ellos se buscaba perpetuar. “Se puede tener el monumento a la vez que se puede cuestionar y a mí me ha llamado la atención poder generar esos diálogos. En mis obras está la parte del colonizador al igual que se interviene con lo indígena, entonces no se está negando el pasado, sino que se abre una conversación sobre esa relación mestiza que nace de esos dos puntos de vista”, afirmó.
Un dolor real cuestiona la forma en la que nos relacionamos con nuestras raíces a partir de los monumentos. La forma en la que está filmada es para hacernos sentir como si fuésemos parte de este viaje turístico, por lo que también nosotros nos damos cuenta de cómo lo que vemos en pantalla dialoga con lo que ya sabemos sobre el Holocausto. Son figuras inertes, pero eso no quiere decir que estén detenidas en el tiempo, porque su mensaje va cambiando a medida que pasan las generaciones y nosotros, como espectadores, podemos cuestionarlos, jugar con ellos, cambiarlos y resignificarlos para que sigan siendo puntos de conexión con nuestro pasado.