“Anna Karenina”: una pena llamada culpa
La adaptación al lenguaje de la danza-teatro de la novela de León Tolstói, realizada por el Ballet Györ, se presenta hasta el 28 de enero en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo.
Danelys Vega Cardozo
La gradería retráctil está casi vacía. Casi, porque hay algunos espectadores esa tarde en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Confluyen dos culturas en el mismo espacio: la húngara y la colombiana o, en un sentido más amplio, la europea y la latinoamericana. Las barreras idiomáticas no son un problema para presenciar lo que ocurre en el escenario: hay pocas palabras; son el cuerpo y las expresiones faciales los encargados de transmitir el desarrollo de la obra. La Anna Karenina, de León Tolstói, ha vuelto. En esta ocasión, lo ha hecho desde una adaptación al lenguaje de la danza-teatro, realizado por el Ballet Györ.
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La gradería retráctil está casi vacía. Casi, porque hay algunos espectadores esa tarde en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Confluyen dos culturas en el mismo espacio: la húngara y la colombiana o, en un sentido más amplio, la europea y la latinoamericana. Las barreras idiomáticas no son un problema para presenciar lo que ocurre en el escenario: hay pocas palabras; son el cuerpo y las expresiones faciales los encargados de transmitir el desarrollo de la obra. La Anna Karenina, de León Tolstói, ha vuelto. En esta ocasión, lo ha hecho desde una adaptación al lenguaje de la danza-teatro, realizado por el Ballet Györ.
Falta un día para que la obra, que cuenta con la participación del Ballet Tosín, sea presentada al público colombiano. Es momento de ultimar detalles. El escenario abraza la luz, mientras los pocos asistentes se sumergen en la oscuridad. La escenografía es sencilla: en el centro; dos puertas con marcos blancos permanecen cerradas; a la izquierda y derecha, dos muros se erigen; ambos tienen una abertura con un marco similar al de las puertas. Al inicio del ensayo, los actores principales llevan vestidos de época. La actriz que interpreta a Anna Karenina luce un atuendo rojo. A medida que avanza la obra, la transformación que sufre el personaje modifica su rostro, pero también el color de sus prendas. Ya no hay espacio para el rojo, solo para el negro.
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Cada vez que una escena finaliza, la música cambia. De la melancolía o tristeza, se pasa a la tensión. Son escasos los efectos sonoros, pero los que hay son capaces de transportar a los asistentes de una cabalgata por el bosque a un asesinato; el relinchar de los caballos y el proyectil propulsado por un arma de fuego. Incluso, aunque el telón rojo esté abajo, los gritos y jadeos de una mujer remiten a un trabajo de parto. Cuando se alza el telón, la realidad sorprende: hay coche, pero no hay bebé. Una mujer vestida de rojo permanece tirada en el piso, mientras un hombre ataviado de negro le enjuga el sudor con una toalla que pasa por su rostro.
Sus expresiones faciales son de dolor, pero no tanto del físico sino del que carga quien ha tenido que desprenderse de alguien valioso. Las dudas son despejadas unos minutos después, tras una escena. Hay algunas sillas en el escenario. La mayoría de ellas están ocupadas por mujeres vestidas de negro, quienes sostienen a niñas que portan batolas blancas. Anna Karenina viste del mismo color que las otras mujeres. Ella está sentada sola en su silla. Habrá momentos en que todas bailen y habrá uno en el que Anna intente acercarse a las pequeñas y agarrar sin éxito sus brazos. Aunque le queda un hijo con vida, a ese tampoco puede acceder.
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Intenta arrastrarse y acercarse a él, pero un hombre de negro se lo impide. El niño permanece con su padre, pero su relación se ha modificado. Parece ser que el pequeño es condenado por una pena que no le pertenece: la infidelidad de su madre. Entonces, trata de jugar con un tren en el piso, pero el pie de su padre no lo deja. Sin remedio, se para y observa a su papá escribir en el aire. Permanece inmóvil con una expresión que transmite confusión, hasta que decide retirarse. Unos segundos después, lo mismo hará su padre.
La elección de Anna Karenina de construir una vida al lado de su amante —el conde Alekséi Kirílovich— no la lleva a presenciar instantes de felicidad. El luto va más allá de sus prendas. Su rostro y sus movimientos expresan sufrimiento. Cuando el conde intenta acercarse, ella elige la distancia. No es el único que busca estar cerca. Su exesposo también trata de hacerlo, pero siempre aparece Alekséi Kirílovich. La misma técnica de evasión que ahora aplica Anna Karenina con el conde, la usó antes: los cuerpos permanecían juntos, los labios también; pero no tanto para tocarse. Ni siquiera aceptaba que rozaran sus manos. Hasta aquel día en que se dejó llevar por el deseo.
Y no es que después su deseo la hubiera llevado a estar muerta en vida, sino que ella, quizás agobiada por la culpa y las pérdidas, decidió condenarse a una existencia indigna de momentos felices. Ya lo había dicho, hace muchos siglos, Séneca: “Una persona que se siente culpable, se convierte en su propio verdugo”.
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Por eso, casi finalizando la obra, se ve a la atormentada Anna Karenina yaciendo en la cama; muy cerca reposa una botella verde, que se cae, pero no se quiebra. El objeto no comparte el estado de la protagonista. Aparecen varios actores y bailarines, entre niños y adultos. Con sus manos los empuja e intenta alejarlos. De pie, sostiene una botella negra que se lleva a la boca. El dolor permanece. Unos minutos después, la escena cambia. Pareciera que un tren se acerca. Los gritos llegan y entre ellos está el de Anna Karenina.