Año nuevo en la vida de siempre (En primera persona)

No había ocurrido ningún mal a mi vida o a la vida de mis seres queridos. Sin embargo, me sentía como un niño que alimentado en orfanato, está sano, pero aburrido de saciarse del mismo alimento.

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Sara Padilla / @SaraPadillaV
26 de enero de 2019 - 10:19 p. m.
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Todo permanecía en ese estado medio de las cosas que están bien: no hacía ni más ni menos frío, no aumentaban ni disminuían las llamadas, no era mejor ni peor persona que siempre, no perdía ni ganaba amigos, no quería más ni quería menos. No había una tragedia a la que culpar de algo. Pero no pude evitar que una tristeza sin causa se expandiera entre las acciones de mi voluntad marchita.

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Podía levantar mi cuerpo de la cama con la misma parsimonia de un enfermo tomando sopa de hospital y, luego de dos pasos, regresar y pasar las horas rebotando la mirada entre los muebles: el escritorio, el libro, el televisor, el closet, la puerta, el celular, los pies. Otra vez: el escritorio, el libro, el televisor, el closet, la puerta, el celular, los pies. Mientras el reloj afanaba a la tarde para que se hiciera la noche, yo podía permanecer en ese recorrido triste del aburrimiento que me llevaba a la insensatez de envidiar la misteriosa calma de los objetos, que destinados a una vida entera en el mismo lugar, permanecen conformes. Podía ahogar horas mirando al vacío que sostiene el techo, evitar el desayuno, evitar el almuerzo y, a la noche, ordenar un domicilio sucio que supliera un hambre general; o podía levantarme en la mañana y hacer un café que, después de cuatro sorbos, dejaría a medias en algún rincón del frío del día; luego, podía ir a la ventana: leer el letrero de la panadería del frente y desear un pan que ahí no vendían; podía quedarme horas en esa impostura solemne tras la ventana, acongojada en un existencialismo pueril de veinteañera; podía llorar, llamar a mi madre, mentirle a mi madre con un “estoy bien”, decirle “te quiero” antes de colgar, y después retomar el llanto; podía sentarme ante el espejo hasta escarbar mis desarreglos genéticos y su posible solución de bisturí; podía agarrar un lápiz y garabatear unas palabras sin amarre que me aburrieran hasta el sueño.

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Por mucho tiempo pensé que la razón del desvarío que me amarraba a casa se debía a una sucesión cualquiera de unos días malos que todos tenemos en la vida. Pero esa pretenciosa poesía a la tristeza se fue corroyendo una vez que la rutina de ver pasar los días se dilató hasta el límite de lo que pareció un año. Hasta que un día, siempre como en todas las historias, algo pasa, y lo que venía siendo deja de ser. 

Entre los días de diciembre —un tiempo insoportable para permanecer en donde siempre se está— volví a mi pueblo de infancia y a casa de mi madre. No me di cuenta con qué paso, con qué saludo, con qué cara conocida, o con qué abrazo se desvaneció el lugar común donde moraba mi tristeza. Diciembre y los caprichos escrupulosos de la rutina familiar me hicieron creer que yo no era del todo mía: le pertenecía a un plato de comida al almuerzo, a un regalo debajo del árbol, a una ración de torta que alguien no iba comer, a la tarde que siempre me esperaba para ver su partida refulgente, a una odontóloga que me obligó a la madrugada de una cita dolorosa, al deber de sentarme en una mecedora  para quejarme de calor, y a los favores sencillos de mi madre. Le pertenecía a cada cosa que impedía a mi soledad regresar. 

Pero, ahora, es enero y esa anestesia preciosa, que me había devuelto al pragmatismo colectivo de los quehaceres, se ve como la última hora de una buena fiesta: en un reguero accidental, y con el confeti y las sobras a la espera de una escoba y un trapero. Ahora las promesas juradas a las uvas, al calzón amarillo, a las lentejas y a Dios van adelgazando como lo hace la hierba herida de verano. Ahora, es la hora del regreso a uno mismo. Es la hora de estar en casa. Parece buena idea recordar el privilegio de haber sentido una tristeza sin causa, quizá, para darse cuenta de que uno lo tiene todo, incluso las armas de sus propias heridas. Parece buena idea recordar la mujer que uno fue, para darle la bienvenida cordial el día en que se aparezca preocupada entre las horas frías de la ciudad: cuando nadie llama ni pregunta. Parece buena idea recordar, en tiempos donde nos apresuran a olvidar, porque dice Joan Didion —en un libro que todavía no leo— que,  “nos olvidamos demasiado deprisa de las cosas que nos creíamos incapaces de olvidar. Nos olvidamos de los amores y de las traiciones por igual, nos olvidamos de lo que susurramos y de lo que gritamos, nos olvidamos de quiénes éramos”.

 

Por Sara Padilla / @SaraPadillaV

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