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En su libro Modernidades periféricas (2020) el filósofo Adolfo Chaparro sostiene lo siguiente: “la Constitución de 1991 es una respuesta inesperada a la fuerte presión de los movimientos sociales, estudiantiles y de opinión, en la expectativa de crear condiciones para ayudar a resolver, entre otras cosas, las condiciones de miseria y exclusión de la mayoría de la población, las causas del conflicto armado y la corrupción generalizada en el ámbito político e institucional, acentuada por la influencia cada vez mayor del narcotráfico durante la década de 1980”. Es decir, la carta del 91 puede verse como el intento de solución de las múltiples violencias que venía atravesando el país por lo menos desde la segunda mitad del siglo XX y como refundación de la nación con miras a un nuevo futuro. Esto explica su valor simbólico como mito fundacional para la creación de un nuevo orden social en Colombia.
En efecto, la violencia desatada en Colombia en 1948 con el asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán es considerada el parteaguas de la historia reciente del país. Lo cierto es que esa violencia no es un punto de partida, sino que ya es parte de la contrarreforma del partido conservador frente a los logros del gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo y su tinte social. La verdad es que para 1947, como muestra Salomón Kalmanovitz en su libro Economía y nación. Una breve historia de Colombia (1988), “los conservadores comenzaron a ejercer una estrategia de violencia en Boyacá, los Santanderes y Nariño, la cual tenía por finalidad obtener hegemonía en los comicios… del mismo año”, de tal manera que el asesinato de Gaitán sólo profundiza un conflicto subterráneo que se venía desplegando en las entrañas de nuestra conflictiva historia. El resultado: la violencia bipartidista atizada por los dos partidos tradicionales desde sus cómodas oficinas urbanas y el desangre correlativo en los campos y en los pueblos donde liberales y conservadores, defendiendo su adscripción partidista hereditaria, se asesinaban entre sí. En fin, fue la materialización concreta de lo que el filósofo Estanislao Zuleta llamaría después “la fiesta de la guerra”.
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La violencia de mitad de siglo generó desolación y muerte: a la vez que fue funcional al despojo y la acumulación de tierras en el país, generó desplazamientos de población, dio origen al proto-paramilitarismo en Colombia en manos del gobierno conservador (y su aliada histórica, la iglesia), con los llamados “pájaros”, propició la formación de las guerrillas liberales del Llano donde destacó Guadalupe Salcedo; y, ya desde 1953, ocasionó el ascenso al poder del general Rojas Pinillas con su “Dictadura civil”. Como se sabe, Rojas ascendió gracias a un acuerdo del bipartidismo que temía a los planes de una constitución proto-fascista del ultraconservador Laureano Gómez. Aquí se cumplió, una vez más, lo que el brillante sociólogo Fernando Guillén Martínez llamó, en su libro El poder político en Colombia (1979), “la estructura asociativa de los dos partidos”, que cuando veían amenazada por un tercero su libre competencia por el poder, creaban ciclos de “violencia, alianza, progreso”. Fue la misma táctica frente a Gaitán y fue la que usaron posteriormente, en 1956, con el acuerdo bipartidista que dio origen al Frente Nacional, cuando decidieron tumbar a Rojas Pinilla (a quien empezaron a ver como un peligro para sus intereses) para repartirse por mitad el poder burocrático y alternarse la presidencia del país.
El Frente Nacional no sólo no retornó el país a la democracia (como argumentaban eufemísticamente), ni solucionó las violencias en el campo, sino que generó otras violencias, como la de los bandoleros (“Chispas”, “El Capitán Venganza”, “Desquite”, “Sangre-negra”, etc.), que al igual que en los años anteriores, desataron la venganza y la barbarie, como mostraron Gonzalo Sánchez y Donny Meertens en su investigación Bandoleros, gamonales y campesinos (1983). En esos años la violencia del país tomó formas macabras. Decía monseñor Germán Guzmán, coautor junto con Eduardo Umaña Luna y Orlando Fals Borda del famoso libro La violencia en Colombia de 1961: “miembros mutilados, lenguas y ojos arrancados. Entrañas abiertas a barbera y machete, cabezas cortadas, pies y rostros desollados; hombres, mujeres y niños crucificados, bienes materiales robados. El infierno en la tierra”.
Pues bien, el maridaje entre liberales y conservadores, su monopolio del poder con la concomitante exclusión política y desigualdad social, la postergada Reforma Agraria, el desplazamiento interno causado por la violencia; junto a la geopolítica atravesada por la influencia de la Unión Soviética y su pasado revolucionario marxista-leninista, el triunfo de la Revolución cubana en 1959, la paranoia americana con su terror rojo y sus políticas desarrollistas (Alianza para el progreso) y asesoría militar para este continente (Escuela de las Américas), se convertirán en las causas inmediatas del surgimiento de las FARC en 1964 y del ELN en 1965. A estas guerrillas se sumará la aparición del M-19 en 1970 cuando Misael Pastrana Borrero presuntamente roba las elecciones a Rojas Pinilla y su movimiento La ANAPO. De ahí que el conflicto en Colombia tiene claras causas sociales y políticas, por más que el poder oligárquico de la “República señorial” (como la llamaba Antonio García) intente reescribir la historia y refundar el pasado.
El escenario para los años setenta, cuando termina el Frente Nacional, no es el mejor. La despolitización de los partidos, la lucha interina de los mismos por quedarse con los puestos públicos en la paridad burocrática, el atraso de la agenda legislativa por falta de mayorías absolutas en el congreso, el poco avance en la agenda social, etc., al margen de algunos logros de los gobiernos de Lleras Restrepo y López Michelsen (modernización institucional del Estado, intervencionismo, reforma constitucional, lucha contra la inflación, etc.,), llevaron al estallido de la crisis social y a la famosa huelga popular de 1977, tan bien estudiada por el profesor Ricardo Sánchez Ángel en su libro ¡Huelga! Luchas de la clase trabajadora en Colombia 1975-1977, publicado en el año 2009.
Para finales de los años setenta, la guerrilla de las FARC ya había entrado al negocio del narcotráfico. De hecho, en el gobierno de López Michelsen ya existía el tráfico de marihuana y de hoja de coca, lo cual le insuflaba recursos a la economía nacional junto con el buen precio internacional del café. Con todo, el desplazamiento de población que había generado La Violencia seguía produciendo sus efectos: los desplazados y también quienes buscaban sobrevivir colonizaban grandes territorios, como el pie de monte llanero, y se dedicaban a los cultivos de pan coger y al de hoja de coca, según mostró Alfredo Molano.
En un Estado fallido en el ejercicio de la soberanía territorial, y en el monopolio del uso legítimo de las armas y de la violencia, como decía Max Weber, la guerrilla llenó esos vacíos institucionales y se convirtió en la única autoridad disponible, la cual no sólo impartía la llamada “justicia guerrillera” (Ejemplarizante, Retaliadora y para el Poder Local) en sus zonas, tal como mostró Mario Aguilera Peña en sus investigaciones, a la vez que por medio del llamado “gramaje” se financiaba y enriquecía. Ese fortalecimiento de las FARC, la economía ilícita y los espectaculares ataques del M-19 (como la Operación Ballena Azul o robo de 5000 mil armas al ejército en el Cantón Norte en 1978), sentaron las bases del autoritario y mediocre gobierno de Julio César Turbay Ayala (¡Turbado, Ay, Ala!, le decía el filósofo Rafael Gutiérrez Girardot) y su Estatuto Jurídico para la Seguridad del Estado (o Estatuto de Seguridad). Este Estatuto, una especie de pre-Seguridad Democrática, generó persecución de sectores sociales, sindicalistas, izquierda, desapariciones, torturas, detenciones ilegales, juzgamiento de civiles por militares, en fin, violación de los Derechos humanos, durante su vigencia.
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Para los años ochenta el M-19 y sus células urbanas, encabezado por Jaime Bateman, se había convertido en un fenómeno de opinión pública, se tomó la Embajada de las República Dominicana, y luego, en 1985, el Palacio de Justicia. Mientras tanto, las FARC desbordadas de optimismo planeaban, en 1982, tomarse el poder por las armas en ocho años y duplicar sus Frentes (de 24 a 48 según dice Juan Manuel Santos en su libro La batalla por la paz), a la vez que pasaban de la defensiva a la ofensiva militar. De otro lado, el narcotráfico había generado relaciones con las guerrillas, y luego, pasaría a enfrentarlas con el llamado MAS (Muerte A Secuestradores) cuando el M-19 secuestró una hija de los Ochoa del Cartel de Medellín. Al respecto dice el investigador Andrés López Restrepo: “Este, el primero de los grupos paramilitares vinculados al tráfico de drogas, muy pronto pasó de asesinar miembros del M-19 a matar dirigentes de los partidos de izquierda”. El narcotráfico, como se sabe, no solo fue la fuente de financiación de las guerrillas, sino también del paramilitarismo, permeó la política (como el caso de Pablo Escobar que llegó al congreso) y la vida social; generó, también, lo que la Comisión de Estudios sobre la Violencia (liderada por Gonzalo Sánchez) llamó sicarización, con la cual se produjo una “desvalorización de la vida y la conversión de la muerte en fuente regular de ingresos pecuniarios”. El Cartel mandaba y el sicario asesinaba por dinero, sin importarle distingos políticos o ideológicos. Solo hacía las “vueltas” requeridas por “el patrón”.
En este contexto se da el proceso de Paz en el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986). En medio de una sociedad que avanzaba hacia la anomia social, Betancur decide realizar un proceso de paz con las guerrillas del M-19, las FARC- EP (desde 1982) y el Ejército Popular de Liberación, EPL, surgido en 1967 como brazo armado del Partido Comunista de Colombia marxista-Leninista-PCC, ML, que, a su vez, se había desmarcado del estalinismo del Partido Comunista Colombiano (PCC, históricamente excluido de la política colombiana), como narra Darío Villamizar en su libro Las guerrillas en Colombia de 2017.
Ese proceso de paz colapsó con el M-19 debido a la mencionada toma del Palacio de Justicia en 1985 donde murieron magistrados, visitantes, y empleados del edificio, produciéndose desapariciones y la quema de los expedientes que la justicia llevaba contra los narcotraficantes que ahora- debido a la activación de la extradición con los Estados Unidos, respuesta que dio Belisario frente al asesinato de su ministro Rodrigo Lara Bonilla en 1984- tenía una guerra frontal contra el Estado y su aparato de Justicia. Desde ese momento, el narcotráfico (con sus Carteles y sus Extraditables, que preferían una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos) asesinó periodistas (a Guillermo Cano en 1986, director de este medio), candidatos presidenciales (Luis Carlos Galán del Nuevo Liberalismo en 1989), volaron con explosivos un avión de Avianca en 1989 (donde murieron 107 ocupantes) y atentaron contra el extinto Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) ese mismo año. Narcotráfico, carros-bomba, sicariato y terror eran el pan de cada día en Colombia.
Con todo, del proceso de Paz con Betancur surgió la Unión Patriótica (UP) en 1985, un partido donde militaban algunos miembros amnistiados de las FARC, y distintos sectores de la izquierda. Este partido participó en la primera elección popular de alcaldes en 1988, obteniendo resultados favorables, pero fueron sistemáticamente asesinados, en un claro genocidio político, donde, según cifras disputadas, murieron más de 5000 militantes. El ingreso de la UP en el espacio electoral alertó a los caciques políticos locales y regionales, quienes, en muchos casos, se aliaron con el creciente paramilitarismo para barrer a la izquierda, a quienes consideraban el brazo político de las FARC. Esa política de exterminio, con la impasibilidad del Estado, llevó al asesinato de Jaime Pardo Leal (en 1987) y Bernardo Jaramillo Ossa (en 1990) y se convirtió en un claro antecedente de la suerte que podían correr los desmovilizados y reinsertados. El exterminio de la UP desestimuló, en la práctica, las negociaciones políticas con las FARC y el ELN en el cuatrienio de Virgilio Barco (1986-1990), años en los que el país se hizo totalmente inviable y donde la violencia social y política se convirtió en parte de la vida cotidiana.
Este clima social y político, descrito a grandes rasgos, es lo que genera un movimiento social a favor de una nueva constituyente, tal como había planteado el M-19 en la negociación de paz que hizo con el gobierno de Barco Vargas. A esa guerrilla se sumaría, posteriormente, la desmovilización de Movimiento Quintin Lame, una gran parte del EPL (que aún hoy posee militantes), y “el Partido Revolucionario de los Trabajadores, PTR, y de la Corriente de Renovación Socialista, una disidencia del ELN”, como dice Santos en su citado libro. Con todo, ese movimiento social, donde jugaron un papel decisivo los estudiantes, algunos profesores de las universidades privadas, y la opinión de medios de comunicación, entre ellos, El Espectador, hicieron posible la inclusión de una “Séptima Papeleta” en las elecciones de 1990 donde triunfó el Sí a favor de la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, con 72 miembros en total y de composición diversa, la cual, entre febrero y julio de 1991, confeccionó la nueva carta política.
¿Qué significado filosófico tiene la constitución de 1991? Desde la filosofía y la teoría política se pueden ofrecer varias respuestas. En primer lugar, si los conceptos tienen potencial semántico y pragmático como decía el filósofo alemán Reinhart Koselleck, es claro que el concepto contrato social se resignificó y dio origen a prácticas sociales diversas. El contrato social, fundamentado en la soberanía popular (Rousseau), producto de un consenso de individuos racionales y libres, fungió como base, origen y legitimación de toda autoridad política, de toda institución. Esa soberanía popular crea, destituye e instituye un nuevo orden social, un porvenir abierto que pretende superar las determinaciones históricas responsables del fracaso del Estado y de la sociedad, mientras los demás poderes son derivados, potestas, cristalizaciones de esa potencia de la comunidad política si lo decimos con Enrique Dussel.
En segundo lugar, si bien es cierto que con la carta del 91 reapareció el fantasma del fetichismo por lo que Hernando Valencia Villa ha llamado, en su libro Cartas de batalla. Una crítica del constitucionalismo colombiano (1987), el “reformismo normativo”, donde se cree que el cambio constitucional o legal de suyo cambia la realidad, sin duda la constitución fue producto del pluralismo social, étnico y cultural de una nación diversa; es decir, de un consenso al cual se llegó fruto de la disputa de distintas visiones de sociedad en la Asamblea y que a partir de la deliberación, en el más clásico sentido liberal habermasiano, permitió acuerdos fundamentales sobre la reorganización jurídico-política de la sociedad. De esa manera confluyeron en la carta visiones liberales y sociales. Eso hizo posible la adopción del Estado Social de Derecho, secular, garantista de los derechos fundamentales, sociales, económicos y colectivos, más allá de las meras declaraciones formales del Estado autoritario y confesional de la vieja carta de 1886, donde, valga decir de paso, el “estado de sitio”, que se presupone excepcional, se convirtió por 105 años en la “normalidad”.
La ampliación de las herramientas para defender los derechos (tutela, acciones de grupo y populares, etc.), y de los mecanismos de participación ciudadana (consulta popular, cabildo abierto, iniciativa legislativa), la “ampliación democrática” como dicen Rodrigo Uprimny y Mauricio García Villegas, la supremacía de la constitución sobre la ley, la creación de la Corte Constitucional como guardiana e intérprete de la carta, el reconocimiento histórico de la existencia de desigualdades sociales y la inclusión de minorías étnicas (indígenas y afrodescendientes)- a pesar del multiculturalismo liberal-, son grandes avances en la ingeniería constitucional. En esas nuevas instituciones confluyeron desde los antiguos aportes de la filosofía marxista (justicia e igualdad), liberal (derechos de primera generación), igualdad formal y acciones afirmativas (J. Rawls), hasta el multiculturalismo al estilo Kymlicka.
En la práctica jurídica la carta puso de moda la filosofía del derecho, las discusiones sobre hermenéutica constitucional y legal, el precedente judicial, el activismo de los jueces, y la apropiación ciudadana de mecanismos como la tutela. En fin, la sociedad se hizo más consciente de que una constitución no es solo una determinada estructura del Estado (parte orgánica), sino que contiene una filosofía política, una visión de sociedad o una determinada utopía social. Desde este último punto de vista, la carta- con sus ambigüedades doctrinales, pues declaró un Estado social de Derecho en medio de las políticas neoliberales instauradas por el gobierno de César Gaviria- es un horizonte que debe seguir alumbrando la acción de los funcionarios públicos, los fines de las instituciones y las aspiraciones valóricas de la sociedad.