El Magazín Cultural

“Antes o después de Google, se requiere criterio”: Alberto Donadio

El jueves recibió el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar por Vida y Obra. Aquí revela los secretos de 45 años de oficio.

Alberto Donadio / Especial para El Espectador
18 de noviembre de 2018 - 02:00 a. m.
Nació en Cúcuta en 1953 y es considerado el padre del periodismo investigativo en Colombia. Aquí, leyendo su discurso, el jueves pasado.  / Natalia Pedraza
Nació en Cúcuta en 1953 y es considerado el padre del periodismo investigativo en Colombia. Aquí, leyendo su discurso, el jueves pasado. / Natalia Pedraza

Cuando nos conocimos, en 1983, mi esposa Silvia Galvis tenía enmarcada en su oficina esta frase de Albert Camus: “Debemos comprender que no podemos escaparnos del dolor común y que nuestra única justificación, si hay alguna, es hablar mientras podamos en nombre de los que no pueden”.

El encuentro con Silvia estuvo precedido de otras afinidades. Silvia leía desde los nueve años Vanguardia Liberal, el diario que fundó su papá en Bucaramanga. A esa edad yo leía los tres periódicos de Cúcuta —El Diario de la Frontera, La Opinión y Oriente Liberal— así como El Tiempo, que llegaba en aviones DC-4. Cuando los azares se encadenan son destino, solía decir Silvia, citando una frase de Gabo.Las luces intermitentes y penetrantes de muchos faros ilustres como Albert Camus me han guiado en esta navegación de cuarenta y cinco años por el periodismo. He vuelto muchas veces a la sentencia magistral de don Fidel Cano estampada en 1887 en el primer número de El Espectador: “No damos a las buenas y a las malas acciones unos mismos nombres. No hablamos a los dueños del poder el lenguaje de la lisonja. No tributamos aplausos a los hombres ni a sus actos sino cuando la conciencia nos lo mande”. (Le pueden interesar sus notas de blog).

Cien años después de su fundación empecé a escribir en las páginas de El Espectador y sigo escribiendo en este diario que Silvia consideraba el séptimo cielo de la tolerancia, el respeto a las ideas ajenas y la gallardía personal. Ese espíritu se ha mantenido siempre, en la época del actual director, Fidel Cano, y en la que siguió al asesinato de don Guillermo Cano, con sus hijos Juan Guillermo y Fernando Cano Busquets, y con Juan Pablo Ferro.

No soy sobrino nieto del doctor Eduardo Santos, pero adhiero firmemente a su pensamiento: “La democracia exige e implica libertad en las discusiones, severidad en los juicios, crítica inexorable de todos los actos”. En 1972 empecé a escribir en el periódico del doctor Santos, donde Daniel Samper Pizano y yo desbrozamos el camino de un periodismo que no se hacía en Colombia.

Fuimos los pioneros del periodismo de investigación en América Latina porque no había competencia. Se podía escribir sin censura únicamente en islotes como Venezuela, Costa Rica y Colombia, pues la bota militar sojuzgaba casi toda la región. Un poco después llegó Gerardo Reyes. Los tres trabajamos en amistosa armonía animados por la convicción común de que el periodismo es oidor, veedor y fiscalizador de los poderes públicos y privados y abanderado del interés público.

En la Unidad Investigativa logramos que los tribunales reconocieran el derecho de acceso a los documentos oficiales, una conquista que solo después quedó codificada en las leyes y en la Constitución y que otros países tardaron más tiempo en admitir. Somos los abuelos del derecho de acceso y del derecho de petición.

Ante una demanda que presentamos, el Consejo de Estado afirmó: “Sólo mediante la publicidad de las actuaciones de los funcionarios estatales se hace posible el control que la opinión pública tiene derecho a ejercer sobre sus gobernantes”. La sentencia es del magistrado Carlos Galindo Pinilla, que no usaba toga sino Everfit y que no pertenecía a un cartel.Como periodista no recibo regalos. Fui sí favorecido muchas veces con la dádiva de la amistad y el apoyo de personas que comprenden la misión del periodismo. Recuerdo la anécdota que cuenta Fabio Castillo de cuando publicó Los jinetes de la cocaína. Lo llamó el presidente de Avianca, Edgar Lenis Garrido, y le dijo: “Mijo, yo no lo dejo matar a usted”. Lenis le entregó un paquete de diez pasajes internacionales, todos en blanco, con estas instrucciones: “Usted llénelos, eso tiene mi firma. No tiene que pagar un peso, váyase para donde quiera. Pero eso sí, no me cuente”. (Un perfil de Donadio).

Al igual que Fabio, adquirí numerosos amigos, benefactores y patrocinadores. En El Tiempo conocí a Germán Castro Caycedo, que nos abrió a todos el frente de los libros periodísticos. Con Germán, que recibió hace tres años el Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra, verificamos en El Guamo, Tolima, el uso del Agente Naranja, el herbicida utilizado en la guerra de Vietnam.

Y gracias a las denuncias ecológicas que fueron la matriz de la Unidad Investigativa, tuve amigos inolvidables, como el profesor Federico Medem, zoólogo especialista en babillas y caimanes; el profesor Jesús Idrobo, botánico del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional; el Mono Hernández, del Inderena, y la precursora femenina de las luchas ecológicas; la exparlamentaria Alegría Fonseca.Más que fuentes tuve benefactores, como don Hernán Echavarría Olózaga, que un día me llamó a su oficina para que le ayudara a denunciar los entuertos del Grupo Grancolombiano. Le contesté que yo ni siquiera sabía qué era el encaje bancario. Pero don Hernán me dijo que él me enseñaba y aquí estoy cuarenta años después porfiando con los fraudes de las libranzas y la estafa de Interbolsa. Más que fuentes tuve verdaderos patrocinadores, como el doctor Germán Botero de los Ríos, gerente del Banco de la República en los años 70. Cuando lo nombraron superintendente bancario me dio carta blanca para examinar los expedientes reservados de la Superintendencia. El doctor Botero de los Ríos decía que desde cuando se inventó la fotocopiadora ya no podía haber documentos secretos. Hoy, al recordarlos, echo de menos la existencia de personajes independientes de estatura moral.

Secretos del oficio hay varios, pero nada es más determinante que el viento de cola que dan aliados humildes y elevados que van apareciendo en el camino, porque ellos también están indignados. Y entre esos aliados incluyo ahora a editoriales como El Áncora y a editores como Gabriel Iriarte, y en Medellín al noble amigo Jesús María Gómez Duque, y a mi hermana Lucía Donadio, de Sílaba Editores. Sin su impulso no se habrían publicado los libros que vengo escribiendo desde 1983.

La receta del periodismo investigativo lleva tres ingredientes. Primero: el hecho debe ser de interés público. Segundo: alguien quiere mantenerlo oculto. Tercero: es el periodista quien lo descubre. No siempre se tienen a la mano los tres ingredientes, pero siempre debe existir la más absoluta rigurosidad en los datos. Una acusación formulada contra un funcionario o contra una persona se lanza cuando está comprobadamente sustentada en pruebas irrebatibles.

Un informe investigativo debe tener la misma fuerza de una sentencia judicial de última instancia dictada por magistrados probos e impolutos. La denuncia que se presenta ante la opinión pública no puede estar sujeta a rectificaciones porque del periodista investigativo se espera la última palabra. Cuando escribí que el senador que recibía en el estudio de su apartamento los sobornos de Odebrecht era el mismo que viajaba en el avión presidencial sentado al lado del jefe del Estado, lo hice porque ambos hechos son ciertos y no pueden ser desmentidos. Estas reglas no cambian aunque la tecnología haya cambiado y existan nuevas fuentes de información cibernética. Hoy hay acceso a distancia a documentos oficiales que antes solamente se podían examinar en la dependencia donde reposaban, pero lo fundamental es la acumulación de pruebas irrefutables, verídicas y veraces. Antes o después de Google, se requiere criterio para analizar las pruebas, capacidad de interpretación para sopesar grandes volúmenes de información y mucho tiempo para llegar a conclusiones contundentes.

Para escribir el libro sobre el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla leí seis veces el expediente de la justicia penal, que tiene diez mil folios. Descarté mucho material, que es un paso esencial para aprovechar lo verdaderamente relevante. Luego destilé la información en 168 páginas, traduciéndola y resumiéndola en frases y conclusiones sencillas, que es otra de las tareas ineludibles para facilitar la comprensión. Recargar el texto con todo lo que uno ha averiguado fatiga o aleja al lector.

Cuando un banquero ecuatoriano, Nicolás Landes, fue acusado por el Gobierno colombiano de cometer un fraude de casi US$200 millones que supuestamente giró desde Bogotá a su banco en Miami, tardé meses en empaparme de toda la documentación. La certeza de su inocencia la obtuve cuando pedí una cita en la Superintendencia Financiera del estado de Florida, encargada de vigilar el banco gringo de Landes.

Al llegar a Tallahassee, capital de Florida, me entregaron varias cajas con documentos confidenciales a rebosar, lo cual me sorprendió. ¿Por qué me los mostraban sin solicitarlos? Cuando terminé de tomar apuntes, el funcionario con el cual yo tenía cita vino a decirme que había estado esperando tres años a que alguien preguntara por el caso, porque se había cometido una injusticia. Nunca pasaron US$200 millones por el banco de Landes en Miami, ni legales ni fraudulentos, y la Superintendencia de Florida había dejado constancia escrita de ese hecho desde el día siguiente a la acusación de Colombia. Pero nadie se había asomado a preguntar.

Nicolás Landes había pagado altísimos honorarios a cotizados abogados de Miami, que nunca hicieron una llamada a Tallahassee. Yo le entregué, de balde, la fotocopia oficial de su inocencia. Lo cuento en detalle porque con o sin internet, con o sin la pipa de Sherlock Holmes, nada reemplaza a un buen sabueso. Sobre Landes se había publicado información abundantísima en Colombia, Ecuador y Miami. Solamente el periodismo de investigación, que exige dedicar mucho tiempo a un solo asunto, lindando con la obsesión, permitió descubrir la verdad irrefragable. Habría también permitido arribar a la conclusión contraria, si se hubiera cometido el fraude.La rigurosidad absoluta en la comprobación de los hechos no puede, sin embargo, arredrar y atemorizar a los medios de comunicación, que deben ser escépticos y suspicaces, no pueden tragar entero y deben dudar metódicamente de la versión oficial.

Ello es particularmente cierto en Colombia, por varias razones. Primero, porque donde se ponga el dedo, sale pus. Segundo, porque las autoridades legítimamente constituidas rivalizan entre sí para cometer toda suerte de abusos y atentados contra los ciudadanos o contra el erario, unos graves, otros gravísimos, muchos escandalosos y oprobiosos y otros sencillamente atroces. Tercero, porque el gobierno no es del gobierno sino de los ciudadanos, pero solo un manojo de ciudadanos tiene el tiempo y el conocimiento para ejercer la fiscalización sobre los poderes públicos, que en cambio sí pueden realizar los medios de comunicación a nombre de toda la comunidad. Su cometido y su derrotero es llevar a cabo esa vigilancia.

Del premio de hoy surgen felices coincidencias, añejas y actuales. En 1979 el Premio Simón Bolívar a la Vida y Obra fue otorgado al papá de Silvia, Alejandro Galvis Galvis, que lo donó a la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB) como primer aporte a la fundación de una facultad de comunicación social, hoy próxima a cumplir cuarenta años. Esta universidad entregará en unos días, por primera vez, el Premio Silvia Galvis al periodismo crítico e independiente. Entre los jurados se cuenta Yvonne Nicholls, fundadora del Premio Simón Bolívar y generosa madrina de todos los periodistas del país.

Mencioné al papá de Silvia.

Aquí está en primera fila mi papá, Fausto Donadio, que tiene 97 abriles. Nació en Morano Calabro, en el tacón de la bota italiana. Desembarcó en el muelle de Puerto Colombia en 1938 y vive en Colombia desde hace ochenta años. Como si fuera el presidente de Avianca, nos regaló a los hijos decenas de boletos para viajar a Italia y a otras latitudes, abriéndonos mundos nuevos. Adquirí así los idiomas y el savoir-faire para adentrarme en fondos nunca antes consultados de los Archivos Nacionales en Washington, del Archivo Vaticano y de archivos similares en Roma, Berna, Londres y otros lugares y para extraviarme en la biblioteca más fabulosa del mundo.

En la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, Silvia leyó todas las obras que necesitó para su formidable novela histórica sobre Soledad Román y yo pude descifrar períodos de la historia de Colombia para rematar un puñado de libros.

A este atrevimiento de escribir libros de historia llegamos también por el periodismo investigativo. La Asociación de Periodistas y Editores Investigativos (IRE por sus siglas en inglés) mencionó una vez en su revista que los Archivos Nacionales albergaban tesoros para los periodistas de investigación. Era literalmente cierto. Colombia nazi reveló cómo la esvástica se exhibía orgullosamente en Barranquilla durante la Segunda Guerra Mundial. Juan Gabriel Vásquez escribió años más tarde una estupenda novela sobre ese período histórico, llamada Los informantes. En El jefe supremo consignamos información inédita sobre la carrera militar y el Gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla. No debería decirlo uno de los autores, pero desde cuando apareció ese libro, hace treinta años, no se ha publicado otro similar con documentación de archivo.

Agradezco al jurado este singular honor, que se torna particularmente grato porque viene a renglón seguido del premio que recibió el año pasado mi querido amigo Juan José Hoyos, el rey Midas de la crónica. Agradezco igualmente a Silvia Martínez de Narváez, que ejerce la dirección del Premio Simón Bolívar con cordialísima discreción.

Muchas gracias.

Por Alberto Donadio / Especial para El Espectador

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