¿Cuál fue el primer instrumento que aprendió a tocar?
Mis hermanos y yo nacimos prácticamente con un instrumento en la mano. Cuando éramos chiquitos empezamos con la flauta dulce, pero a los cuatro años yo me pasé al violín y estuve con ese instrumento hasta los nueve. Después me cambié al piano. Esa fue, digamos, mi trayectoria con los instrumentos. Sin embargo, cuando empecé a tomar la música de manera más seria fue a los cuatro años, con el violín.
¿Recuerda cuándo fue la primera vez que se sintió emocionado por la música?
A los nueve años. En ese momento escribí una canción y el sentimiento que me produjo componer esa pequeña pieza me hizo pensar: “Esto es lo que quiero hacer toda mi vida”. Aunque mis papás creían que yo iba a seguir la tradición de la medicina, cuando me gradué les pedí que me financiaran mis estudios de música en Inglaterra. Lo hicieron con muchos sacrificios con la idea de que yo iba a ir a probar un poco y, si no me iba bien, podía volver y estudiar medicina. Sin embargo, fui, me fue muy bien y no he parado desde entonces.
Sus composiciones beben mucho de la música colombiana. ¿Cuándo descubrió ese interés?
Fue algo que siempre llevé dentro y que fui dejando salir con el tiempo. Todos esos recuerdos de la niñez —los villancicos, lo que sonaba en la televisión, lo que bailábamos con mi mamá— se quedaron en mí y, cuando estoy componiendo, van apareciendo esas melodías de la infancia. Claro, en el lenguaje musical que manejo, que es más clásico y sinfónico, eso suena muy distinto a las versiones originales, pero aun así la música colombiana que oía entonces y sigo oyendo hoy está muy presente en mis composiciones. Siempre hay algo muy colombiano en mi música.
¿Cómo ha sido para usted compartir eso en sus presentaciones por Europa?
Ha sido un reto. Muchas veces los músicos no conocen ese lenguaje ni nuestros ritmos, entonces tienden a llevar la música hacia un enfoque más clásico. Por eso siempre toca explicarles y hacerles oír de dónde viene esa música, para que entiendan qué sentimiento deben ponerle a cada cosa. Aunque yo escribo de manera muy clara y los ritmos están bien definidos, hay pequeños acentos que uno hace de forma natural y que es necesario explicar con mucho detalle a los otros músicos. Aun así, les fascina, porque los ritmos de Colombia hacen que uno, naturalmente, quiera bailar y que por dentro se encienda algo que tal vez no conocían, pero que, cuando lo descubren, los emociona.
¿Cuál es su método para explicar esas sutilezas de la interpretación que no se pueden comunicar con símbolos en un pentagrama?
Yo trato de dejar también que los músicos se expresen. Si uno piensa, por ejemplo, en Bach, él escribía las obras y no solo ponía las notas; a veces ni siquiera especificaba para qué instrumento eran. Eso daba muchísima libertad de interpretación. Yo hago algo parecido hasta cierto punto. Entonces, primero veo a los músicos y me doy cuenta de cómo reaccionan a cada pieza, y después es que entro a darles el impulso y explicarles las cosas que creo que deben cambiar. Eso, si uno lo deja por escrito, puede volverse muy pedante. Hay que dejar cierta libertad para que ellos también descubran cómo mi música toca sus almas y corazones.
¿Cómo funciona su proceso de composición?
En lo que tiene que ver con la composición, yo necesito muchos espacios para estar completamente solo. Ahí busco con calma y dejo que las ideas fluyan, improvisando bastante. Aparecen muchísimas ideas, pero lo importante es saber escogerlas, hacer un buen filtro: cuáles son de verdad buenas, cuáles se pueden usar y cuáles se entienden y pueden guiarse por una forma determinada. Una composición no es poner en fila muchas ideas, sino tomar pocas y poder entrelazarlas y desarrollarlas. En mi caso, esa forma suele ser bastante clásica, pero siempre tiene que haber un hilo conductor. Solo así se logra construir una pieza que tenga sentido.
¿Cómo les explicaría una de esas ideas a quienes nunca se han acercado a la composición musical? Y ¿qué hace que una funcione y otra no?
Son, sobre todo, melodías y formas rítmicas. Y lo importante es que cada uno de estos elementos trae consigo una especie de equipaje emocional: algunas melodías son más tristes, otras más alegres. Y luego esas tristes se pueden desarrollar hasta volverlas alegres, y viceversa, o se pueden entrelazar para que en algún momento se vuelvan dramáticas. En el fondo, se trata de jugar para construir un recorrido. Es como contar una historia usando solo estos elementos melódicos.
Para usted, ¿qué hace que alguien se convierta en un gran músico?
Dedicación y muchísimo trabajo. Uno debe trabajar, practicar y estar siempre conectado con lo que uno de verdad siente. Muchas personas estudian y logran una capacidad técnica impresionante, pero pierden de vista lo especial que cada uno tiene, lo verdaderamente único de cada persona. Claro, hay que practicar, buscar la técnica y dominarla, pero sin perder nunca esa singularidad. Eso es lo que hace que un gran músico sea realmente grande. Dos personas pueden tocar la misma pieza, pero cada una tiene su propia “cosita”, algo que hace que el público la entienda mejor, que perciba un estilo y que lo que escucha sea extraordinario. No se trata de tocar perfecto como una máquina, sino de que salga lo que uno lleva por dentro.
¿Cree en el talento?
Creo que el talento puede ser un poco venenoso. Hay gente que se enfoca mucho en mostrarlo, pero luego no trabaja para seguirlo cultivando y se quedan estancados en lo superficial. En cambio la gente que sí hace la segunda parte del trabajo, que es la más difícil, es la que logra que ese talento tenga valor. El talento sin trabajo no sirve para nada.
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