Como todos los martes, abordé el metro al filo de la medianoche, luego de una sobredosis de películas de los 50s, proyectada en un húmedo y destartalado teatro del centro de la ciudad. Tal y como lo deseaba, el tren venía casi vacío. Cero borrachos, cero jovencitos idiotas y ruidosos. Suspiré aliviado y me despatarré, a mis anchas, en una de las incomodas sillas de plástico azul. Arrullado por el balanceo, y el taca-taca-taca de la máquina a toda velocidad, caí en un placentero duermevela. Ahora que lo pienso, tal vez fue solo eso, un sueño; uno dulce, maravilloso, del cual apenas me quedan de recuerdo algunos moretones, y rastros de polvo en mi perpetua gabardina gris.
Ocho estaciones y diez minutos me separan de mi casa y, más o menos, a mitad del trayecto, los dioses me miraron con ojos de compasión. Una hermosa jovencita, de unos veinte años, abordó mi vagón y se detuvo (debería decir ‘se posó sobre el suelo’, pues solo le faltaba levitar sostenida por un par de alas cristalinas) a unos metros de mí, sosteniéndose de uno de los tubos acerados. Llevaba unos holgados pantaloncitos cortos de algodón, y una blusa diminuta, azul clara, con un curioso estampado de lo que me parecieron runas o escritura cuneiforme.
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A la usanza de todos los jóvenes de hoy, venía abstraída en la música que sonaba a través de sus audífonos, conectados a su teléfono celular. Llevaba el pelo, muy rubio, recogido en una moña alta con una pañoleta de colores. Tenía unas piernas fenomenales, largas y musculosas, pero estilizadas, fuertes, acostumbradas, tal vez, al trabajo duro. ¿Gimnasio? ¿Bicicleta? La luz amarillenta de las lamparitas del metro se bañaba sus muslos y pantorrillas, dándoles casi que un aura de magia.
Llevaba zapatillas de correr un poco embarradas. En el tobillo izquierdo lucía un tatuaje azul con la forma de Mickey Mouse. A diferencia de sus piernas, su tórax, cuello y brazos eran muy delicados. Unas gotitas de sudor le chispeaban en el fino cuello de cisne, justo en el nacimiento del pelo.
Comenzó a mover la cabeza ligeramente, con los ojos entrecerrados, al ritmo de lo que sea que saliera de sus audífonos acolchonados. En respuesta al peso de mi mirada impertinente y alucinada, me observó de soslayo, uno, dos segundos, y luego volvió a lo suyo, a levitar, inocente, como una diosa griega vomitada, por equivocación, en un mundo de míseros y marchitos mortales.
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Entonces, se dio a la tarea de comprobar la otra posibilidad que daba explicación a su físico. Absorta en su propia imagen, reflejada en los cristales de las dobles puertas del vagón, improvisó posiciones de ballet, siempre sujeta al tubo de metal: battements, demi-plies, dehors, arabesques… Los retazos de oscuridad, los relámpagos mortecinos del túnel, el bramido de la bestia de metal, la exquisita figura en hipnótico movimiento, la sensual tensión de sus músculos bien tonificados. Un oportuno ramalazo de viento me trajo el aroma de su piel: acre sudor y fragancia de flores recién cortadas. Azucenas… lavanda… Entre cerré los ojos y tomé una profunda aspiración, como garantizando que su esencia llegara directamente a mi torrente sanguíneo al tiempo que retazos de aceite, mugre y humores enlatados de millones de personas que habrían pasado por este vagón. Como un vampiro de vitalidad, plástica y erotismo, decidí abandonarme a semejante espectáculo surrealista y recosté mi cabeza contra el vidrio de la ventana. Era yo un animal flechado por el cazador, y resignado a su muerte, pero con los ojos en ella, sin perder ni un solo detalle: battements, demi-plies, dehors, arabesques…
La voz pastosa del altoparlante anunció mi parada y, tambaleando aun por la descarga de adrenalina y testosterona, que creía ya extinta en mi sistema endocrino, me levanté y pasé por el lado de mi sublime diva accidental, calculando el tiempo justo para que se detuviera el tren, las puertas se abrieran y mi marchita humanidad las atravesara, de vuelta a mis podridas rutinas de muerto viviente. Pero el aparato frenó en seco y, tras el sacudón, la náyade se precipitó contra mi pecho, y caímos los dos al piso. Ella, a horcajadas sobre mi vientre, rodeándolo con sus magníficas extremidades inferiores, y el rostro a pocos centímetros del mío, todavía sujetándose con fuerza del paño desteñido de mi gabardina. Bendito sea el instinto de supervivencia.
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Aún recuerdo su aliento cálido a chicle de menta y marihuana, contra mi boca y nariz. Sus pechos firmes y duros, contra mi pecho esquelético, en el que por ella ahora latía, desbocado, un fatigado corazón. Claro, en vano anhelé un redentor infarto del miocardio. Sus ojos verdes estuvieron muy fijos en los míos, como preguntándose el sentido de toda esta absurdez, como midiendo la profundidad en el despeñadero de mis ojos abatidos, rodeados de arrugas, y plagados de recuerdos ahora inocuos y anquilosados. La eternidad, medida en impulsos luminosos de pegajosa calidez.
Y luego, el tradicional e inevitable reflejo de recordar qué lugar ocupa uno en el mundo: emití un pseudo gemido de placer involuntario, y un carraspeo incómodo. Ella reaccionó, reaccionamos. Se puso de pie, se sacudió la ropa y bajó la cabeza avergonzada. Yo recogí del suelo el celular, que se había desprendido de su cadera en la breve batahola de nuestro incidente, y se lo entregué. El tren ya rodaba de nuevo. Perdía mi parada una vez más.
¿Está bien?, me preguntó, y yo, lelo, todavía aturdido por su presencia y la reciente extravangaza de nuestros cuerpos y destinos, solo respondí con un confuso ¿eh?
Otro anuncio, otra parada, pero esta vez los dos guardando el respectivo equilibrio, puertas que se abren, y ella que desaparece en la noche, a través de una enceguecedora grieta en la negrura de mi memoria.