De un lado describió, cómo los Estados Unidos invirtieron millones y millones de dólares para reconstruir y levantar una ciudad que fuera el espejo del triunfo del capitalismo hacia el otro lado, donde los excesos no eran tan elementales. Del otro, contó, cómo todo era una simple doble moral, ya que los dos sistemas se necesitarían mutuamente para subsistir, a pesar de que pasaran los años.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Poco a poco el espejo fue contagiando a los alemanes. Algunos escapaban de las ruinas de lo que había dejado la Segunda Guerra Mundial y el régimen de Moscú lo quiso impedir a toda costa. Por eso, en 1961, cuando habían escapado más de tres millones de personas, se concretó el plan para detener a esa masa que, si se iba, les derrumbaría su modelo económico y su poder territorial. Entonces, el régimen empezó a levantar con alambradas, luego con cemento y, finalmente, mezclando el alambre, el cemento y el hierro, un muro de cerca de 160 kilómetros que rodeó una parte de la ciudad y encarceló por 28 años a millones de ciudadanos que lucharon hasta conseguir la libertad. Esa que tampoco tuvieron los del otro lado, pues vivían sin su otra mitad, sin poder ver, a pesar del dinero, a sus otros, a sus familiares y amigos.
Los quince distritos de la Alemania Oriental, incluido Berlín, quedaron aislados por la cortina de hierro. Eran más de 16 millones de alemanes. Occidente también quedó encerrado entre estas paredes, aun cuando sus ciudadanos podían conseguir permisos para atravesar el sistema socialista y poder llegar a ciudades como Colonia o Hamburgo. De hecho, el gobierno de occidente también negoció el paso de sus ciudadanos por algunas estaciones del metro para poder atravesar el país. En sí, fue un muro para dominar a los ciudadanos del lado comunista y no para pelear entre los dos modelos económicos, que se necesitaban mutuamente para subsistir en medio de la dictadura y la muerte.
Ramona Schneider vivía en la parte oriental de la mitad de Berlín. Cada mes recibía de un tío que vivía en occidente, o de su madre, porque ella tenía diez años, paquetes con café, chocolate y otros productos que se consideraban un privilegio en el lado oriental. También algo de tecnología que apenas nacía en occidente. De hecho, alguna vez le regalaron un Walkman, un reproductor de música que se inventaron en occidente, pero era tan lujoso para los berlineses orientales, que tenía que evitar exhibirlo ante sus vecinos alemanes, hijos de varios miembros de la policía secreta conocida como Stasi y quienes vivían cerca de su casa y eran espías del Estado. Sin embargo, ella miraba cómo esos niños también masticaban goma de occidente. “Era la doble moral”, recuerda Schneider.
Los letreros invasivos con mensajes comerciales como en la Gran Manzana, las luces de colores, todo lo que era considerado de occidente fue rechazado como ejemplo por el régimen comunista y, por el contrario, impusieron la impronta arquitectónica de la Unión Soviética en cabeza de Josef Stalin, que condenó los “excesos”: el clasicismo socialista. Estilo con el que se construyó la vigente y monumental calle Karl-Marx-Allee, donde se asientan ocho edificios destinados para la élite socialista de la época y que aún existen como apartamentos residenciales en la Berlín oriental. Hermann Henselmann fue el arquitecto para esas obras, quizá, el más destacado por el régimen, pues también construyó la ostentosa Torre de Televisión (Fernsehturm), una de las más altas de Europa, con 368 metros, ubicada en la plaza igualmente de su autoría y llamada Alexanderplatz.
Pero los estadounidenses no se quedarían atrás. Criticaron la ostentosa calle del comunismo y levantaron 36 edificios para vivienda social y comerciales en el barrio Hansaviertel, con grandes ventanas de vidrio, como lo opuesto a lo que hizo el régimen comunista en la avenida Karl-Marx-Allee. Fueron varios los arquitectos que participaron en la impronta de esta arquitectura de estilo moderno y donde también se instaló la Academia de las Artes, obra de Werner Düttmann. Todo esto pasó antes y durante la presencia del muro de Berlín, y así los modelos económicos y políticos se fueron diferenciando y distanciando con el pasar de los años.
Hasta los últimos días de la existencia del muro, muchos berlineses intentaron atravesar esa cortina de hierro, tanto física como ideológica, que estaba asegurada, hasta el final, por una doble pared que rodeaba casi la mitad de Berlín y partió en dos a Alemania; por militares rusos que vigilaban desde una torre de control puesta en la mitad de ese laberinto y por perros que dejaban sin comer hasta una semana para que fueran los carnívoros de quienes se atrevieran a pasar y cayeran en el intento.
Ahora los berlineses y no berlineses transitan por la calle del Karl-Marx y por los edificios con ventanales inmensos de vidrio; por las modernas avenidas iluminadas con luces de colores y por las que conservan la arquitectura de Moscú; por las estaciones del metro subterráneo, donde también existió una veintena de túneles construidos por la sociedad civil en caso de que estallaran las bombas nucleares. En sí, Berlín, como lo predijo García Márquez en su crónica hace 62 años, si no estallaban las bombas, es lo que es hoy: una sola ciudad. “Una monstruosa feria comercial hecha con muestras gratis de los dos sistemas”.
Cornelia Heydenreich y Johanna Kusch, a pesar de que vivieron en los dos extremos ideológicos de Berlín en la época de la Guerra Fría, hoy trabajan en la misma organización. Buscan que las empresas de Alemania y del mundo tengan reglas claras para proteger los derechos humanos y ambientales de los ciudadanos, pero cada una tiene una historia de esos vestigios que les dejó la separación de Alemania, su país. Cornelia es geóloga y nació en el norte de la Alemania oriental. Recuerda que a sus quince años, cuando la cortina de hierro cayó, sabía claramente diferenciar entre los dos sistemas, a pesar de estar del comunista. Quizá, de las cosas peores del sistema capitalista, dice, como la desigualdad entre ricos y pobres. También, que era difícil para las mujeres de occidente tener hijos y poder trabajar, a diferencia de oriente, donde se construyeron muchos jardines para brindarles esa posibilidad. Pero desde el lado capitalista también encontró propaganda contra el modelo oriental: le hablaban de la censura a la prensa y a las opiniones de los ciudadanos. Ahora, piensa que lo mejor fue la unión de los dos sistemas donde se respetan los derechos humanos y hay libertad para ejercer sus derechos políticos y sociales.
Algo que retrata Johanna Kusch, quien estudió y nació en Berlín occidental y tenía doce años aquel 9 de noviembre de 1989, cuando el muró se derrumbó. Pero lo hace a partir del reencuentro que tuvo con los estudiantes de oriente que llegaron a su escuela semanas después de la caída del muro. Ella, a pesar de que estaba en occidente, simpatizaba con el socialismo, incluso, perteneció a un grupo inspirado en esa ideología, pues le complacía la solidaridad con la que vivían en medio de la Guerra Fría, la creatividad con la que resistieron y lo poco materialistas que se acostumbraron a ser los jóvenes de oriente, incluido su novio de la época, comenta.
Hoy, las dos Berlines son un interesante experimento como lo es su arquitectura. Ya no existen en la práctica los dos sistemas antagónicos, pero los vestigios de sus realidades aún están presentes en ciudadanos como Ramona Schneider, quien vive en oriente y añade que los salarios de este lado de Alemania son menores a los que devengan en occidente, por ejemplo. En su apartamento tiene celulares antiguos, es administradora de empresas, pero no le hacen falta tantas excentricidades. Incluso, cuestiona que en estos tiempos nadie lucha por algo, pues el dinero lo quiere comprar todo. En general, prefiere reparar antes que comprar y nunca desecharía un libro como ella observa que es más común entre la gente que creció en el sistema capitalista.
Es 9 de noviembre de 2019 y después de treinta años, parece que el muro apenas hubiese caído. En la estación del metro Puerta de Brandemburgo, cerca a la plaza donde desfiló alguna vez Adolf Hitler y su ejército del Tercer Reich, los berlineses y no berlineses se suben y se bajan del metro subterráneo caminando de prisa, de un lado a otro, de oriente a occidente, de occidente a oriente, para encontrarse, celebrar, abrazarse, comentar, reunirse y recordar que la vida cambió y que hay libertad. Es invierno, el clima es helado, hay tarimas, bandas, música y luces de ambos lados de Berlín. Ya no hay ideologías ni muros que los separen, ya pueden caminar las ruinas convertidas en obras para celebrar la vida y pensar como prefieran, incluso, en sus muertos que no han muerto para la eternidad.