Bobby Fisher: Un hombre en eterno jaque (III)
El 11 de julio de 1972, Boris Spassky y Bobby Fisher jugaron la primera partida del campeonato mundial de ajedrez más publicitado y polémico de la historia del ajedrez. Fue el comienzo del fin para Fisher.
Fernando Araújo Vélez
Apenas llegó al aeropuerto de Reikiavik, Bobby Fisher se metió en un Mercedes Benz rojo, mirando sin mirar a las decenas de fanáticos y de periodistas que habían estado aguardando su arribo. Saemundur Palsson, el hombre que lo recibió, y quien era guardaespaldas y chofer y asistente y confidente, diría con los años que con Fisher todo era posible, que una sencilla charla sobre vinos podía desencadenar en un conflicto de inmensas proporciones o viceversa.
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Apenas llegó al aeropuerto de Reikiavik, Bobby Fisher se metió en un Mercedes Benz rojo, mirando sin mirar a las decenas de fanáticos y de periodistas que habían estado aguardando su arribo. Saemundur Palsson, el hombre que lo recibió, y quien era guardaespaldas y chofer y asistente y confidente, diría con los años que con Fisher todo era posible, que una sencilla charla sobre vinos podía desencadenar en un conflicto de inmensas proporciones o viceversa.
El día de la primera partida de la final, marcado para la historia como el 11 de julio de 1972, Boris Spassky llegó al auditorio poco antes de la hora en punto, vestido de saco y corbata y chaleco, con gesto adusto, rodeado de contrincantes de entrenamiento, asistentes, consejeros, e incluso, de uno que otro diplomático. Se sentó ante el tablero pocos minutos antes de las cinco de la tarde. Miró su reloj, y en punto de las cinco, movió su primera ficha. Luego observó a lo lejos. Jugaba con las blancas.
Soltó su ficha, encendió el reloj de la mesa y anotó su jugada. Miró una y otra vez el asiento vacío que tenía por delante, la hora, y se levantó. Caminó alrededor del tablero, como si no le importara la ausencia de su contrincante. El silencio, decían y dijeron los asistentes a aquella primera partida, era sepulcral. Si acaso se oían una lejana tos o un susurro. Bobby Fisher seguía siendo el gran protagonista de la escena y del momento. Le quedaba poco menos de una hora para aparecer.
Cuando por fin ingresó al auditorio, siete minutos tarde, llevaba la mirada clavada en el piso, e iba vestido de traje de paño, camisa blanca, y una corbata con pisa corbatas. Dijo que el tránsito estaba imposible, le dio la mano a Spasky como se daban la mano algunas señoras por aquellos tiempos, y se sentó. Cinco minutos más tarde, se levantó y le dijo al juez de la partida, Lothar Schmidt, que se sentía incómodo, que así no podía jugar. Señaló las cámaras de televisión y dejó entrever que había mucho ruido.
Igual, continuó con su juego. En la jugada número 28, dijeron los especialistas tiempo después, Fisher cometió un error que le costó el partido. Perdió. Al día siguiente, ni siquiera se presentó a jugar y volvió a perder. ¿Qué le ocurre a Bobby Fisher?, se preguntaban los noticieros de radio y televisión, y los diarios y las revistas que alcanzaban a imprimirse por aquellos primeros días de julio de 1972. Fisher, Spassky, el ajedrez, la final del mundial, Reikiavik y la tensión eran los temas obligados hora tras hora.
Semi Palsson, como lo llamaban en la prensa, contó tiempo después que Fisher se le aparecía a las dos o tres de la madrugada y le pedía que lo acompañara a caminar. Que iban al campo y que miraba las ovejas. “Le encantaban los animales”. Que hablaba muy poco, o nada, de su infancia o de su familia. Que observaba los campos, los árboles el horizonte, y que alguna vez había dicho y diría con los años, que él no era un genio del ajedrez, sino un genio que jugaba ajedrez.
Para la tercera partida de la serie, Fisher solicitó que cambiaran de sala. Adujo que en el salón principal había radioactividad, y que las cámaras lo distraían, y que el ruido de tanta gente junta era insoportable. Pese a que Boris Spassky hubiera podido negarse y retener su título de campeón del mundo, accedió a las peticiones de su rival. El asunto no era el título ni el premio del título. Eran el honor, la historia, y vencer a aquel enigmático ajedrecista que rompía todo y con todo.
Sin embargo, pese a su condescendencia, tal vez llevado por sus asesores, o influido por Fisher, Spassky pidió una revisión exhaustiva de la nueva sala, pues consideraba que había extraños elementos en el ambiente. Durante varias horas, agentes del instituto científico de Islandia y de la policía forense examinaron el lugar. La tensión aumentaba. Las hipótesis se multiplicaban. Al final de la inspección, los científicos y la policía informaron que sólo habían encontrado dos moscas muertas.
Los titulares de los noticieros de aquella noche, y las primeras planas de los diarios del día siguiente aludían a las dos moscas muertas. Las dos moscas muertas eran la noticia del momento. Pasado el escándalo, Fisher y Spassky se sentaron a jugar, prácticamente aislados. Cuando llegaron a la sexta partida, una apertura de Fisher absolutamente inusual cambió la historia de aquellas finales, según algunos estudiosos del juego. Spassky se desconcertó, y la ventaja que llevaba en el marcador se fue diluyendo.
El primer día del mes de septiembre del 72, Boris Spassky abandonó la partida número 21 de la final. La última. Tomó la decisión y llamó por teléfono al juez para informarle su decisión. Fisher llegó a los 12 puntos y medio que requería para ser campeón del mundo. Cuando le dieron la noticia, estaba en su hotel, el Hafnafjordur. Salió pocos minutos más tarde y se metió en un Citroen beige, en el que huyó hacia el campo. Se perdió por varias horas.
La noticia de que Bobby Fisher era el nuevo campeón del mundo se difundió en pocos minutos desde las salas de prensa de las agencias noticiosas internacionales. En algunas ciudades de los Estados Unidos miles de personas salieron a las calles a celebrar. La victoria de aquel hombre difícil, inusual, indescriptible y, para la mayoría, genial, era su victoria. Días antes le habían preguntado si querría que lo recibiera el presidente Richard Nixon. Dijo que no lo sabía.
Y según los indicios, no lo sabía. A los 29 años, ya como campeón del mundo, no sabía qué hacer con su vida. No lo supo jamás. Había llegado a su meta, al objetivo más alto que alguien se podía imponer, y de ahí en adelante no había nada más. No lo hubo. Desde los seis años no había hecho otra cosa que jugar y pensar y repensar en términos e imágenes de ajedrez, y si hacía otra cosa, o la había hecho, era y fue por y para el ajedrez. El mundo le había quedado pequeño. La victoria comenzaba a matarlo.