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                                                                                                                              Bobby Fisher: Un hombre eternamente en jaque (II)

                                                                                                                              Luego de vencer en 1971 al soviético Tigran Petrosian en Buenos Aires, por las semifinales del campeonato del mundo de ajedrez, Bobby Fisher se preparó como un atleta para jugar la final ante Boris Spassky, que se disputaría en Reikiavik, Islandia.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura
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                                                                                                                              Foto: Archivo Particular

                                                                                                                              Mientras Boris Spassky aguardaba en Reikiavik a que su contrincante llegara, iba conversando con la gente, aprendiendo de las costumbres y la lengua islandesa, de su historia, y entrenaba. Entrenaba, pensaba, creaba, repasaba. El reloj corría. Las noticias que le llegaban eran contradictorias. Un día decían que Bobby Fisher había aceptado viajar a enfrentarlo, y al otro, que no iba a ir, que todo se había desmoronado. Incluso, en un momento, el presidente de la Federación Islandesa de Ajedrez, había sonreído ante la pregunta uno de los cientos de periodistas que habían llegado a cubrir la final del campeonato mundial de ajedrez, con respecto a si en realidad creía que Bobby Fisher existía.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Bobby Fisher en los años 70, asediado por los periodistas y fanáticos.
                                                                                                                              Foto: Archivo Particular

                                                                                                                              Mientras Boris Spassky aguardaba en Reikiavik a que su contrincante llegara, iba conversando con la gente, aprendiendo de las costumbres y la lengua islandesa, de su historia, y entrenaba. Entrenaba, pensaba, creaba, repasaba. El reloj corría. Las noticias que le llegaban eran contradictorias. Un día decían que Bobby Fisher había aceptado viajar a enfrentarlo, y al otro, que no iba a ir, que todo se había desmoronado. Incluso, en un momento, el presidente de la Federación Islandesa de Ajedrez, había sonreído ante la pregunta uno de los cientos de periodistas que habían llegado a cubrir la final del campeonato mundial de ajedrez, con respecto a si en realidad creía que Bobby Fisher existía.

                                                                                                                              Si desea leer la primera parte de esta historia, ingrese acá: Bobby Fischer: Un hombre eternamente en jaque (I)

                                                                                                                              En Estados Unidos, Fisher se negaba a hablar. Se había encerrado, primero en Pasadena, California, y luego en Long Island, Nueva York, ante el acoso de miles de periodistas y móviles de televisión que aguardaban por una respuesta. Días antes, a tres de que se iniciaran las finales, había huido del aeropuerto John F. Kennedy porque un fotógrafo lo había descubierto. Y varias semanas antes, había dicho que no jugaría si no le pagaban lo que merecía. Bobby Fisher era el personaje central de los medios de comunicación por aquellos primeros años de los 70. Circulaban todo tipo de rumores sobre sus excentricidades.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Hacía años, siglos, los soviéticos, y antes, los rusos, habían comprendido que el ajedrez era una disciplina mental que llevaba a la organización, a la estrategia, al orden, a la planificación. Pedro el Grande viajaba adonde iba con varios tableros de ajedrez en su equipaje, e incluso, con uno dos rivales. Jugaba en los tiempos de descanso, durante las jornadas más duras, y en las noches, antes de dormir. Se levantaba con la posibilidad de alguna jugada maestra en su mente, y se acostaba pensando en sus errores del día. Catalina la Grande también jugaba ajedrez, y los zares que la sucedieron en el trono de Rusia aprendían el juego desde niños. Su educación fue multiplicado en aldeas y ciudades desde San Petersburgo hasta la isla de Sajalín, pasando por Moscú, Odessa, Kiev, y los Urales.

                                                                                                                              Con la Revolución bolchevique, 1917, muchos de los aristócratas que jugaban al ajedrez creyeron y dijeron que el juego iba a morir, pues seguro era considerado un divertimento burgués. Sin embargo, los bolcheviques lo potenciaron, no solo porque Lenin jugaba desde niño, sino porque consideraba que sería esencial para el futuro del poder del proletariado. Un pueblo inteligente multiplicaría la inteligencia. En los años 30, N.V. Krylenko, uno de los ajedrecistas más importantes de los años 30 y 40, decía que “En nuestro país, donde el nivel cultural es relativamente bajo, donde hasta ahora el típico pasatiempo de las masas ha sido la elaboración de licor, la embriaguez y las peleas, el ajedrez es un poderoso medio de elevar el nivel de cultura general”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Fischer había tenido que aprender ruso para lograr entender los cientos de libros y revistas que había conseguido desde su niñez, y en ocasiones, más de un transeúnte se lo encontró en plena calle, repitiendo en voz alta algún término ruso. Para él lo ruso, todo lo ruso, idioma, arte, sistema político, juego, cultura, religión, literatura, ciencia y demás, era necesario para y por el ajedrez, y hacía parte del ajedrez. Mientras más supiera de los soviéticos, más elementos tendría para conocer los secretos del juego, su pasado, sus fortalezas y falencias, y más posibilidades tendría de ser campeón del mundo. Los nombres y apellidos de sus rivales iban más allá de su sonido eslavo y de rostros moviendo fichas sobre un tablero.

                                                                                                                              Dos días antes de que se iniciara la primera partida de las finales del campeonato del mundo en Reikiavik, el asunto Fisher era ya un asunto de alta política, hasta el punto de que el presidente Richard Nixon le pidió a su secretario de estado, Henry Kissinger, que llamara a Fisher y le pidiera, como un favor personal, que viajara a Reikiavik. Fisher comprendió que no era sólo un favor personal. Que parte de la estrategia política de los Estados Unidos, y en general de Occidente, en aquellos tiempos de plena Guerra Fría con la Unión Soviética y sus satélites, dependía un poco de él, de su viaje a Islandia, de juego ante Spassky y de una eventual victoria allí. Le respondió que sí a Kissinger y partió, de nuevo, al aeropuerto de Kennedy.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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