Bobby Fisher: Un hombre eternamente en jaque (II)
Luego de vencer en 1971 al soviético Tigran Petrosian en Buenos Aires, por las semifinales del campeonato del mundo de ajedrez, Bobby Fisher se preparó como un atleta para jugar la final ante Boris Spassky, que se disputaría en Reikiavik, Islandia.
Fernando Araújo Vélez
Mientras Boris Spassky aguardaba en Reikiavik a que su contrincante llegara, iba conversando con la gente, aprendiendo de las costumbres y la lengua islandesa, de su historia, y entrenaba. Entrenaba, pensaba, creaba, repasaba. El reloj corría. Las noticias que le llegaban eran contradictorias. Un día decían que Bobby Fisher había aceptado viajar a enfrentarlo, y al otro, que no iba a ir, que todo se había desmoronado. Incluso, en un momento, el presidente de la Federación Islandesa de Ajedrez, había sonreído ante la pregunta uno de los cientos de periodistas que habían llegado a cubrir la final del campeonato mundial de ajedrez, con respecto a si en realidad creía que Bobby Fisher existía.
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Mientras Boris Spassky aguardaba en Reikiavik a que su contrincante llegara, iba conversando con la gente, aprendiendo de las costumbres y la lengua islandesa, de su historia, y entrenaba. Entrenaba, pensaba, creaba, repasaba. El reloj corría. Las noticias que le llegaban eran contradictorias. Un día decían que Bobby Fisher había aceptado viajar a enfrentarlo, y al otro, que no iba a ir, que todo se había desmoronado. Incluso, en un momento, el presidente de la Federación Islandesa de Ajedrez, había sonreído ante la pregunta uno de los cientos de periodistas que habían llegado a cubrir la final del campeonato mundial de ajedrez, con respecto a si en realidad creía que Bobby Fisher existía.
En Estados Unidos, Fisher se negaba a hablar. Se había encerrado, primero en Pasadena, California, y luego en Long Island, Nueva York, ante el acoso de miles de periodistas y móviles de televisión que aguardaban por una respuesta. Días antes, a tres de que se iniciaran las finales, había huido del aeropuerto John F. Kennedy porque un fotógrafo lo había descubierto. Y varias semanas antes, había dicho que no jugaría si no le pagaban lo que merecía. Bobby Fisher era el personaje central de los medios de comunicación por aquellos primeros años de los 70. Circulaban todo tipo de rumores sobre sus excentricidades.
Unos decían que era vanidoso. Otros, que era egoísta. Unos más, que sólo quería dinero. Y la mayoría, que era un hombre “inusual”. Desde 1958 se había ido convirtiendo en una celebridad, cuando conquistó el campeonato de los Estados Unidos. Era difícil, impetuoso, impredecible, neurótico. Y también, era el único ajedrecista con posibilidades de romper con la hegemonía que los soviéticos habían construido en el mundo del ajedrez. Desde 1948, todos los campeones del mundo habían sido soviéticos. Los anales estaban repletos de nombres y apellidos rusos, con sus partidas más famosas y sus jugadas más recordadas, con sus fotografías y sus historias. Ningún norteamericano había jugado unas finales del mundo.
Hacía años, siglos, los soviéticos, y antes, los rusos, habían comprendido que el ajedrez era una disciplina mental que llevaba a la organización, a la estrategia, al orden, a la planificación. Pedro el Grande viajaba adonde iba con varios tableros de ajedrez en su equipaje, e incluso, con uno dos rivales. Jugaba en los tiempos de descanso, durante las jornadas más duras, y en las noches, antes de dormir. Se levantaba con la posibilidad de alguna jugada maestra en su mente, y se acostaba pensando en sus errores del día. Catalina la Grande también jugaba ajedrez, y los zares que la sucedieron en el trono de Rusia aprendían el juego desde niños. Su educación fue multiplicado en aldeas y ciudades desde San Petersburgo hasta la isla de Sajalín, pasando por Moscú, Odessa, Kiev, y los Urales.
Con la Revolución bolchevique, 1917, muchos de los aristócratas que jugaban al ajedrez creyeron y dijeron que el juego iba a morir, pues seguro era considerado un divertimento burgués. Sin embargo, los bolcheviques lo potenciaron, no solo porque Lenin jugaba desde niño, sino porque consideraba que sería esencial para el futuro del poder del proletariado. Un pueblo inteligente multiplicaría la inteligencia. En los años 30, N.V. Krylenko, uno de los ajedrecistas más importantes de los años 30 y 40, decía que “En nuestro país, donde el nivel cultural es relativamente bajo, donde hasta ahora el típico pasatiempo de las masas ha sido la elaboración de licor, la embriaguez y las peleas, el ajedrez es un poderoso medio de elevar el nivel de cultura general”.
A comienzos de los 50, los sovéticos crearon centro de pequeños pioneros por toda Rusia, adonde los niños iban luego de la escuela. Allí reforzaban sus conocimientos sobre el ajedrez con profesores que habían sido grandes maestros. Los jugadores, los maestros, la calidad, fueron aumentando. En los 70 había más de 3.500 centros de pioneros en la Unión Soviética. De allí habían surgido miles de ajedrecistas que, unos más, unos menos, hacían parte de aquel gran poder ajedrecístico que dominó al mundo hasta la aparición de Bobby Fisher. Boris Spassky, su rival en Reikiavik, Trigran Petrosian, a quien venció en las semifinales de Buenos Aires en 1971, y años más tarde Karpov y Kasparov y tantos otros, eran parte de ese gran poder, y herederos de Mihail Botvinnik, varias veces campeón del mundo.
Fischer había tenido que aprender ruso para lograr entender los cientos de libros y revistas que había conseguido desde su niñez, y en ocasiones, más de un transeúnte se lo encontró en plena calle, repitiendo en voz alta algún término ruso. Para él lo ruso, todo lo ruso, idioma, arte, sistema político, juego, cultura, religión, literatura, ciencia y demás, era necesario para y por el ajedrez, y hacía parte del ajedrez. Mientras más supiera de los soviéticos, más elementos tendría para conocer los secretos del juego, su pasado, sus fortalezas y falencias, y más posibilidades tendría de ser campeón del mundo. Los nombres y apellidos de sus rivales iban más allá de su sonido eslavo y de rostros moviendo fichas sobre un tablero.
Dos días antes de que se iniciara la primera partida de las finales del campeonato del mundo en Reikiavik, el asunto Fisher era ya un asunto de alta política, hasta el punto de que el presidente Richard Nixon le pidió a su secretario de estado, Henry Kissinger, que llamara a Fisher y le pidiera, como un favor personal, que viajara a Reikiavik. Fisher comprendió que no era sólo un favor personal. Que parte de la estrategia política de los Estados Unidos, y en general de Occidente, en aquellos tiempos de plena Guerra Fría con la Unión Soviética y sus satélites, dependía un poco de él, de su viaje a Islandia, de juego ante Spassky y de una eventual victoria allí. Le respondió que sí a Kissinger y partió, de nuevo, al aeropuerto de Kennedy.