La espectacular y —de extraña manera— bella imagen de la columna de humo de seis mil metros de altura producida por la explosión de la bomba atómica lanzada en Hiroshima el 6 de agosto de 1945, nos recuerda un trágico acontecimiento de la mayor importancia en la historia de la humanidad.
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El proyecto Manhattan, creado en 1942 por el gobierno de los Estados Unidos con la colaboración de Canadá y el Reino Unido, tuvo como fin hacer uso de los más sofisticados conocimientos científicos al servicio de la guerra. Como parte del proyecto se contrató al físico Robert Oppenheimer como director del laboratorio en Los Álamos cuyo objetivo específico fue la construcción de la primera bomba atómica. Con una inversión que superó los dos mil millones de dólares y con más de 100 mil empleados, (la mayoría de los cuales nunca supieron el verdadero propósito de sus labores) el proyecto tuvo un éxito rotundo.
La primera detonación de un arma nuclear tuvo lugar en el desierto de Nuevo México el 16 de julio. Semanas más tarde, un solo avión, Enola Gay, y una docena de jóvenes tripulantes fueron suficientes para llevar a cabo el ataque aéreo más violento de la historia. El bombardero norteamericano fue escoltado por aviones equipados para registrar el evento. La nave responsable de tomar fotografías de la explosión tenía el nombre “Necessary Evil” (Mal necesario) una expresión que se usó con frecuencia como justificación del horror de los ataques a Hiroshima y Nagasaki.
Little Boy, el sarcástico nombre que le dieron a la bomba de Hiroshima detonó a 530 metros de altura y el poder de su explosión se calculó equivalía a 13 mil toneladas de TNT. Arrasó una zona de 12 kilómetros cuadrados, destruyó el 70 % de las edificaciones de la ciudad y calcinó en segundos un 30 % de la población total de Hiroshima. Como el mismo Robert Oppenheimer alguna vez se preguntó, tal vez tuvieron mejor suerte los que murieron en ese momento que quienes sobrevivieron y tuvieron que sufrir penosas consecuencias por el resto de su vida.
Días más tarde, otra bomba de mayor poder, esta vez llamada “Fat Man” fue arrojada en Nagasaki, con consecuencias similares. Dos ciudades destruidas, centenares de miles de muertos y heridos además de las fatales secuelas causadas por la radiación.
Los más reputados científicos del mundo, la más compleja teoría física y la más sofisticada tecnología humana mostraron su poder con la creación de un artefacto de espantoso poder destructivo. En la película Oppenheimer, la versión construida por Hollywood de esta historia, vimos una escena que, independiente de su exactitud histórica, vale la pena recordar: Oppenheimer visitó al presidente Truman para expresarle su preocupación por el poder nuclear y los riesgos que suponía para la humanidad seguir fabricando armas de destrucción masiva cada vez más poderosas. Truman le preguntó a Oppenheimer qué era lo que tanto le preocupaba, y el físico reconoció su sentimiento de culpa y dijo tener sangre en sus manos.
Con cierto menosprecio, el presidente le respondió que a nadie le iba a importar quién había inventado la bomba, sino más bien quién había dado la orden de lanzarla. La idea de Truman en esta película, y que posiblemente muchos otros comparten, era que la ciencia no tenía mayor responsabilidad sobre sus consecuencias.
Se suele pensar que la ciencia y la tecnología son siempre progresivas, el conocimiento científico se considera neutral y objetivo, y sus efectos sociales dependen de los malos o buenos usos que se haga de ella. Son los políticos, no los científicos, quienes deben enfrentar dilemas morales. Esta percepción de la neutralidad y autonomía de la ciencia suele respaldar la peligrosa idea de que sobre la ciencia solo deben hablar los científicos y sobre los asuntos de tecnología el público no tiene derecho de opinión.
Los historiadores siguen debatiendo si era necesario el uso de las bombas en ese momento de la guerra. Para algunos, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki fue una innecesaria y costosa muestra de poder bélico. Pero, la pregunta que nos podemos hacer no es solo ¿por qué el gobierno decidió lanzar las bombas cuando la guerra parecía estar llegando a su fin? También nos podemos preguntar, ¿cómo y por qué un grupo de mentes brillantes, la más rigurosa de las ciencias del siglo XX, trabajaron al servicio de un objetivo tan siniestro?
Una motivación que se ha repetido fue el temor de que la Alemania nazi la fabricara primero: tal vez algunos tenían la esperanza de que armas super poderosas acortaran la guerra, o tal vez por mera curiosidad científica y el incontenible ímpetu humano de conocimiento o de poder hacer lo que nadie ha logrado antes.
Las reflexiones de Oppenheimer en una de varias celebraciones de los logros del proyecto fueron elocuentes: “Nuestro orgullo debe ser moderado por una profunda preocupación. Si las bombas atómicas van a ser en el futuro parte del arsenal de las naciones en guerra, llegará un día en el que la humanidad maldecirá los nombres de Los Álamos y de Hiroshima”. No solo Oppenheimer, sino varios de sus colegas del proyecto Manhattan y el mundo académico en general, expresaron su preocupación y la necesidad de hacer del poder de la ciencia y la tecnología un objeto de reflexión.
Antes y después de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, algunas voces, entre ellos reputados científicos, llamaron la atención sobre los riesgos para el mundo de iniciar una industria de armas nucleares.
Oppenheimer, Niels Bohr, Albert Einstein, Leo Szilárd, Vannevar Bush, entre otros, lucharon por crear organismos de control internacional y la promoción de políticas científicas más reflexivas donde no solo los intereses militares y las posibilidades técnicas, sino también aspectos éticos y sociales, se tuvieran en cuenta. Al parecer su autoridad científica no fue suficiente y sus advertencias fueron ignoradas una y otra vez.
El fin de la segunda guerra mundial dio inicio a la Guerra fría y, con ella, a una delirante carrera armamentista. Muy pronto se terminó el monopolio norteamericano de las armas nucleares. Para 1949 la unión Soviética ya había hecho pruebas exitosas con bombas atómicas y era evidente que los más poderosos Estados estaban en el negocio de armas nucleares cada vez más potentes.
El panorama hoy no es muy alentador. Nueve países poseen armas nucleares: Corea del Norte, Israel, Pakistán, Francia, Reino Unido, India, China, con Estados Unidos y Rusia a la cabeza. En 2019, durante la primera administración de Donald Trump, Estados Unidos se retiró del Tratado Internacional de Fuerzas Nucleares, uno de los pocos logros políticos de control nuclear internacional. Hace pocos días, en medio de tensiones crecientes, Rusia anunció su retiro también y, en medio de recortes a la investigación científica en temas sociales, la inversión en desarrollo de tecnología militar se disparó en los Estados Unidos.
Ochenta años más tarde, el mundo cuenta con un arsenal nuclear con un poder destructivo un millón de veces más poderoso del que se tenía en 1945. Por primera vez en la historia, los humanos contamos con un poder tecnológico que podría destruir el planeta, no solo con el lento deterioro del medio ambiente, sino en segundos gracias al poder de las nuevas armas de destrucción masiva.
No estoy tan seguro de que nuestros actuales lideres sean más irracionales y violentos que los del pasado, pero sin duda tienen juguetes mucho más peligrosos y es inevitable hacerse preguntas de la mayor pertinencia para nuestro futuro, hoy más incierto que nunca. Como alguna vez afirmó el filósofo francés Bruno Latour, la ciencia y la ingeniería son demasiado poderosas para dejarlas, solamente, en manos de los científicos y los ingenieros.