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Camila Loboguerrero: la directora que abrió el camino a las cineastas de Colombia

La bogotana, que falleció este sábado a sus 83 años, fue la primera mujer colombiana en dirigir un largometraje de ficción y estrenarlo en salas de cine. Mujer, madre y artista, la realizadora fue una de las figuras más influyentes en la cinematografía nacional y, también, una de las más firmes defensoras de los derechos de los realizadores audiovisuales en nuestro país.

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Fernando Camilo Garzón
21 de junio de 2025 - 08:19 p. m.
Camila Loboguerrero falleció a sus 83 años.
Camila Loboguerrero falleció a sus 83 años.
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La historia de Camila Loboguerrero fue la primera que conté como periodista. Se publicó originalmente en la revista Directo Bogotá y fue un encargo de Maryluz Vallejo, para su clase de periodismo cultural. La cita fue un sábado, en la mañana. Me recibió en su casa en Bosque Izquierdo. Lo recuerdo porque me perdí y le tocó salir a buscarme. Fue la primera vez que la vi, risueña, parada en la puerta, burlándose porque no pude ubicar la dirección. Sabía quién era, su importancia en nuestro cine. Había escuchado su nombre toda mi vida, pero no nos conocíamos. Sin embargo, entrar a su casa fue, de alguna manera, como entrar a la mía. Ella y mi mamá fueron muy amigas. Ambas, pioneras del cine colombiano, las dos primeras mujeres en estrenar películas de ficción en las salas del país. Me recibió como a uno de los suyos; me ofreció café y galletas. Me mostró su biblioteca, gigante en toda la mitad de la sala. Y después, las fotos de su familia; de sus dos hijos, Lucas y Matías. La del amor de su vida, Rafael Maldonado, y la de su boda, una fiesta con temática del director italiano Federico Fellini; un carnaval lleno de gente disfrazada de demonios y personajes de circo. Fueron felices. Lo recordó, hasta el final, con mucha nostalgia.

Para la entrevista, nos sentamos en la sala y ahí comenzamos a hablar durante casi dos horas. Me habló de sus películas, de sus opiniones sobre el arte en Colombia, de sus amores, de cómo empezó todo y del primer rodaje de su vida, la primera vez que dirigió un set.

Esa vez no estaba nerviosa, me confesó. Días antes de la grabación, había dejado todo preparado. Lucas, el mayor de sus hijos y hoy también director de cine, todavía era un bebé y sus juguetes de Fisher-Price le habían servido a la madre para planear todo. Cada escena había sido meticulosamente delineada: “Este personaje se paraba ahí, la cámara la poníamos de este lado. Todo lo tenía listo. La locación, el storyboard. Todo, al detalle. No había nada que me pudiera salir mal”, me contó ese día.

Camila Loboguerro acababa de llegar de París. A Francia había viajado después de haber estudiado Bellas Artes en la Universidad de Los Andes. No tenía nada que ver con el cine. En ese entonces, en Colombia las películas se hacían, decía Camila, “en la pobreza absoluta”. No había escuelas de cine, no había tradición cinematográfica y la mayoría de quienes habían hecho películas ya eran “viejos que habían logrado hacer cine, pero en coproducciones con otros países”. Era, además, “un mundo de hombres”. A esa realidad llegó la directora, inspirada por la filmografía del cubano Tomás Gutiérrez Alea y del brasileño Glauber Rocha, a hacer su primer cortometraje.

Esa primera escena, con la que empezó todo, se rodaba en una casa republicana, y la toma inicial debía hacerse en una alcoba ubicada en el segundo piso. Mientras se preparaban los detalles, el asistente de cámara subió cargando un trípode “gigante y pesado como un burro”. Al llegar, lo soltó tratando de evidenciar su molestia por el esfuerzo y, cuando vio a la debutante directora al frente suyo, le lanzó una frase burlona, comparándola con una célebre cineasta italiana: “¿Y dónde quiere el emplazamiento de cámara, Linita Wertmüller?”. Por un segundo, Camila Loboguerrero sintió que su autoridad en el set de rodaje tambaleaba. Segura de su esquema y de los planes que había elaborado durante tantas noches, respondió de inmediato, para evitar la risa del resto, y señaló con el dedo hacia un punto específico: “¡Aquí!”. Sin dudarlo, ahí se paró, esperando que pusieran la cámara, pero cuando ya estaba ahí se dio cuenta de que el encuadre era pésimo. “Solo pensaba: así me muera, no cambio el emplazamiento. Si en la primera dudaba, y cambiaba ahí, podía dar por perdida toda mi autoridad”, confesó, intentando replicar la misma templanza que demostró ese día.

Así era su carácter, el que definía como la gran razón que la llevó a sostenerse durante décadas de lucha: Camila Loboguerrero fue la primera mujer colombiana en dirigir un largometraje de ficción y estrenarlo en salas. Aunque muchos piensan que fue con María Cano (1990), en realidad fue Con su música a otra parte (1984), largometraje que reunió más de trescientos mil espectadores, una cifra modesta para la época, pero colosal frente a los promedios actuales, cuando las películas colombianas luchan por superar los 2.000 espectadores.

Según datos de Proimágenes, su filmografía como directora incluye, además de sus dos primeros largos, Nochebuena (2008), la última película que estrenó en salas. También escribió los guiones de esas tres primeras películas, hizo el montaje de Padre por accidente (1982) y fue asistente de dirección en La virgen y el fotógrafo (1983). A este legado hay que sumar sus cortometrajes documentales y pedagógicos, claves para entender el desarrollo del cine colombiano en los años setenta.

La casa en la que vivió hasta sus últimos días, tras fallecer en la madrugada de este sábado 21 de junio de 2025, la reconstruyó junto a su esposo, también ya difunto, el arquitecto Rafael Maldonado. Ahí, en la sala en la que me recibió ese día, rodeada de pinturas que le regalaban sus amigos —de casetes, discos, libros e instrumentos que sus hijos le dejaban botados en pleno sillón— a Camila Loboguerrero le gustaba a recibir a todo el que quisiera escuchar su historia, y sus opiniones sobre el arte y el cine colombiano: “El problema en nuestro país es que nos falta educación cultural y eso no es pintar ‘Patos Donald’. Es enseñarles a los niños quiénes han sido los grandes pintores de nuestro país, qué músicos han interpretado nuestras sonoridades, quiénes han sido las figuras de nuestro teatro y cuáles han sido los directores que han narrado nuestra identidad”.

Camila Loboguerrero, “la niña” que decidió hacer cine

Camila Loboguerrero decía que su temperamento lo forjó criada entre varones. Fue la única mujer de los cuatro hijos que tuvieron sus padres y eso la acostumbró a moverse entre hombres, “aunque dirigirlos era distinto”.

El linaje de los Loboguerrero, por herencia, había sido de ingenieros. “El más descarrilado de la familia había sido geólogo”, decía ella, burlándose. Así que, cuando Camila Loboguerrero dijo que iba a estudiar Bellas Artes, la idea en la casa no sonó muy bien, aunque aceptaron. “Puede ser un bello adorno para la niña”, le dijeron. Sin embargo, años más tarde, el terror llegó cuando les dijo que lo que en verdad quería hacer era cine. “¡Niña, se va a morir de hambre!”, le alertaron, pero poco le importó. “Tienen razón”, les reconoció todas las veces que intentaron persuadirla. Hacer cine en Colombia, y más en la década del setenta, “era atarse al cuello una cadena de sufrimiento”.

Ahí entró a su vida Rafael Maldonado, bumangués, arquitecto graduado y entusiasta del arte. Antes de meterse a la universidad había sido actor, había trabajado con títeres en Santander y eso lo hizo ser muy cercano a los círculos artísticos de la época. Así se conocieron, se enamoraron y formaron una familia. “Una mujer es realmente independiente cuando puede garantizar su independencia económica. Y Rafael, en ese sentido, me permitió tener la libertad financiera para poder vivir de mi creatividad, en una época en la que, de otra manera, habría sido imposible”, recordaba la directora.

“En la casa el que llevaba las riendas era mi papá”, recuerda Matías Maldonado, el menor de la familia. “No éramos, para la época, una familia tradicional. Mi mamá siempre era la que estaba viajando y trabajando, algo que no fue nunca sencillo para nosotros. Por eso, mi papá siempre fue una figura más cercana”.

Camila decía que, sin Rafael, no habría podido hacer todo lo que quiso hacer. No porque ella no tuviera la determinación de hacerlo, sino porque del cine, en esa época, no vivía nadie. Además, él la complementaba: “Fue un tipo alegre. Tenía un sentido del humor único y siempre tuvo esa sensibilidad artística”. De hecho, en la primera película que rodó Loboguerrero, Con su música a otra parte, su esposo fue quien hizo la dirección de arte.

Para ella esa experiencia no fue del todo grata. Como en cualquier rodaje, hubo problemas. Recordaba uno en especial, una tarde en la que se armó el caos porque no llegaban los elementos para componer la escena; las mesas, las sillas, la ropa, “a lo que le llaman la escenografía”. Ella se había ido a la casa a almorzar y, al regresar al set, se encontró con semejante problema. Rafael, aireado, le hacía reclamos y le preguntaba: “¿Qué vamos a hacer?”. No obstante, ella le contestó: “No sé, soluciónelo. Yo lo contraté a usted para hacer la dirección de arte, así que es su problema”. Se despidió, sin más, lo que a Rafael “le voló la piedra”.

“Las cosas eran así. Yo era la directora, la jefa del rodaje y, en ese sentido, impartía órdenes y delegaba funciones. No fue sencillo, la relación dificultaba ese orden jerárquico y por más bueno que fuera Rafael, después de ese día, prometí que nunca más me podía pasar algo similar”, recordaba.

Camila y Rafael se casaron dos veces. Como no querían desposarse por la iglesia, también lo hicieron por lo civil. Sin embargo, hasta 1974, el matrimonio civil no era totalmente válido en Colombia, entonces les tocó hacer la ceremonia en Ecuador. Sin embargo, para que las nupcias fueran válidas, debían quedarse a vivir allí y eso no sucedió. Años más tarde, cuando incluso ya había nacido su primer hijo Matías, la unión marital por la vía civil fue aprobada en Colombia y por eso se casaron de nuevo. Decidieron hacer una nueva ceremonia en la finca de un amigo ubicada en la Sabana de Bogotá.

A Camila Loboguerrero le encantaba recordar esa anécdota, se reía. Fue un evento pequeño con pocos invitados, “todos hippies y cinéfilos”. El tema de la fiesta debía ser como el de una película de Luchino Visconti. Se suponía que los invitados llevarían atuendos elegantes, tratando de emular la estética del director italiano, pero no contaban con que Fernando Jiménez, el encargado de la fiesta y mejor amigo de Rafael, se iba a confundir redactando la invitación y en vez de escribir “Visconti” colocó “Fellini”. La fiesta terminó siendo una mixtura entre los invitados elegantes que iban vestidos de Visconti y los que iban disfrazados de enanos, con ropa de circo o como prostitutas, emulando los personajes de las historias bizarras de Federico Fellini.

Esa historia llevaba a Camila de la risa a la nostalgia. Reconocía que hablar de ese tema no le gustaba. Ni siquiera el paso del tiempo logró curar esa herida. Cuando Rafael Maldonado murió, ella perdió mucho más que un esposo: “Se me fue mi cómplice, mi amigo y confidente”. En el lecho de su muerte, y en el hospital donde pasó sus últimos días, a causa de una repentina enfermedad, recuerda que le dijo: “Si salgo vivo de esta, quiero casarme otra vez. Soy el único huevón que se casaría tres veces con la misma mujer”.

Los herederos de la directora

El matrimonio entre Camila Loboguerrero y Rafael Maldonado terminó llevando a sus dos hijos a inclinar sus vidas por el cine y el arte. De pequeño, Lucas recuerda muchas fiestas de sus padres en las que los invitados se disfrazaban y hacían performances. Su mamá nunca se disfrazaba, “pero se divertía como la que más”. La imagen que tiene el hijo de Camila es la de su mamá, riendo a carcajadas en medio de unas esas fiestas loquísimas en las que, incluso, “la gente terminaba semi empelota y muerta de la risa”.

Lucas también recuerda que La Macarena, el barrio en el que crecieron con su hermano, posibilitó en gran medida que ellos se vieran influidos por el arte. Era una zona repleta de actores, pintores, cineastas y poetas. Los amigos con los que crecieron los hijos de la familia Maldonado-Loboguerrero eran en su mayoría ‘delfines’ de personas con reconocimiento en el mundo de las artes y las letras.

En el barrio, Lucas recuerda cómo se reunían con sus amigos para hacer cortometrajes. Matías, por otro lado, rememora los tiempos en que, a los once años, con su grupo de amigos fundaron un periódico: El Tigre. Luego, se llamó El Castor y, finalmente, quedó: Contratiempo.

El cómplice de Matías era Julián Zalamea, su mejor amigo, hijo de Gustavo Zalamea, pintor y, en los años ochenta, diagramador del periódico La Prensa, que tenía cerca la oficina. Los niños aprovechaban las noches del periódico, o los fines de semana cuando no había nadie, para colarse en la redacción y robar las fotos del archivo. Después, diseñaban las páginas, las ponían en la fotocopiadora y las vendían a $ 500 pesos por todo el barrio y, sobre todo, en las exposiciones de Zalamea.

Desde pequeños, los niños Maldonado Loboguerrero tuvieron cercanía con el cine gracias a su mamá. De Matías hay una foto, de la que él siempre alardea, en la que está montado encima de la cámara con la que se estaba grabando Con su música a otra parte. Al crecer, se fue a estudiar dramaturgia a Brasil y allá se convirtió en guionista y actor. Cuando le preguntaban cuál era su cercanía con el arte, respondía que desde pequeño había mamado del cine. Y entre alardes y chistes, siempre terminaba mostrando la famosa foto. El hijo terminó trabajando con su mamá y juntos escribieron la que fue la última película de Camila Loboguerrero, Nochebuena, que fue protagonizada por el propio Matías.

De Lucas, cuando tenía aproximadamente trece años, también hay una historia. Durante una semana, el niño fue el script de la película más famosa de Camila: María Cano (1990). Es decir, era un párvulo todavía cuando lo encargaron de llevar el registro de todas las tomas grabadas. Él era el encargado de que las secuencias, de todo el largometraje, fueran coherentes entre sí.

Eso pasó porque, en los días de rodaje, la script, que estaba embarazada, tuvo una complicación y le tocó abandonar la grabación por una semana. Camila no lo podía creer y le reclamó que: “cómo podía dejar todo tirado así de la nada”, pero ella la calmó y le dijo que ella ya tenía entrenado a alguien para que la reemplazara.

―¿Quién? ―, preguntó Camila.

― Lucas―, le respondió la script.

―¡No jodás!―, le reclamó, aunque terminó aceptando.

Lucas no olvida el ambiente festivo del set y a su madre feliz. “Siempre fue mi mayor dicha. Para mí el set de rodaje es el mejor lugar del mundo. Ahí, la creatividad es infinita y eso es una cosa maravillosa”, reconocía Camila.

A pesar de que el ambiente era distensionado, sin estrés y con mucha fiesta después de grabar, Lucas recuerda que su madre se mantenía al margen de eso. Guarda una imagen viva en su cabeza, la de estar acostado en la cama una noche con su mamá, hablando de la película mientras ella le decía que no sabía cómo terminarla.

“Era el único momento en el que se permitía dudar. Lo hacía con ella misma, en su intimidad, pero nunca en el set de rodaje”. Es algo que Camila tenía claro: “A las mujeres, si dudamos, nos comen vivas”. En el set era mandona y era raro verla así, comenta Lucas; “Finalmente era mi mamá y uno no tenía conciencia de lo que significaba que ella fuera la que los mandaba a todos”.

Pionera del cine colombiano y voz de su gremio

Lucas recuerda que la primera vez que dimensionó la importancia de su mamá fue cuando se la encontraron en el crucigrama del periódico. Cuando eran pequeños, tanto para Lucas como para Matías, era difícil entender la importancia de su madre en la historia del cine colombiano.

Una vez, hablando con María Gamboa, directora de la película Mateo (2014), me lo explicó de esta manera: “Camila es una persona que sí que ha luchado mucho. Ella está en el centro de los sindicatos, sacó adelante la ley Pepe Sánchez, ha peleado porque se reconozca la labor de los guionistas y en ese sentido me parece que es una persona muy clara; la admiro y le agradezco porque me parece que esas luchas son claves para nosotros”.

Camila, que además fue clave para que la La Ley de Cine fuera una realidad en el país, fue por mucho tiempo la única directora de ficción en Colombia y tuvieron que pasar más de veinte años para que llegara otra. Hoy en día se ha expandido el espectro y las directoras de ficción se cuentan por decenas. A pesar del terreno ganado, la brecha sigue siendo grande. “Todavía se ven muchas asistentes, muchas productoras y pocas directoras. Creo que siempre ha habido cierto temor a perder la feminidad. Pero yo, por ejemplo, pude dirigir y probar mi feminidad, hice películas y parí dos hijos. Lo hice, a pesar de que no debía demostrarle nada a nadie”, explicaba Camila Loboguerrero.

En Colombia, ella abrió camino y durante años caminó sola. Mónica Borda, directora de La vida “era” en serio (2011), me reconoció, para esa crónica, que el trabajo de la pionera del cine nacional lo consideraba muy valioso: “Camila abrió un camino que luego se abrió cada vez más. Las que seguimos después, hemos contribuido a expandir el espacio para las mujeres y las que vienen servirán de inspiración a las siguientes”.

Camila Loboguerrero a veces daba la sensación de ser un poco distante porque era una mujer seria. Tenía el acento chirriado, usteaba todo el tiempo, generaba respeto y parecía una cachaca de la vieja guardia. Las últimas veces que la vi siempre me recordaba que: “Cuando una está vieja ya no teme decirle nada a nadie”. Matías decía que ella era así: “mi mamá muchas veces también se ha ganado enemigos porque ella es muy franca con lo que dice y todo lo hace de frente. Pero, ella siempre ha sido así. Incluso conmigo”.

Una vez que Matías actuó para una comedia en televisión. Al finalizar la emisión del primer capítulo, llamó a Camila. “¿Y qué te pareció?”, le preguntó Matías. “Pues bien, pero ese programa es como ‘chistorete’”, le respondió Camila.

―¿Y yo, mamá?―, replicó

―Pues, como ‘chistorete’ también―, le respondió.

Hasta los últimos días de su vida, Camila siempre estuvo trabajando en “mil proyectos”. Por un lado, tomó la vocería y dirigió un grupo que se puso en pie de lucha por los derechos de autor de los realizadores audiovisuales. Recientemente, a finales del año pasado, recibió el Premio Macondo de Honor, de la La Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas, por su trayectoria y aporte al desarrollo de la industria en nuestro país.

Sin embargo, por el otro lado, se quedó con su última película en el tintero, pues nunca pudo encontrar la financiación. Era un guion que tenía con Matías: Saucio, un largometraje de ficción autobiográfico que narra la infancia de una niña de una familia liberal en medio de un pueblo laureanista. Nunca encontró la plata, porque, reconocía, “la producción de una película se volvió una ingeniería demasiado complicada”.

Camila Loboguerrero, quien nunca perdió la motivación de contar historias, hasta el final se veía entera. Por eso, su muerte tomó por sorpresa a sus más cercanos y al mundo del cine colombiano, que perdió a uno de los personajes más importantes de su historia.

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