El Magazín Cultural
Publicidad

Capítulo de “Casa de furia”, la nueva novela de Evelio Rosero

Con motivo de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, presentamos el fragmento de la primera parte de la obra de Evelio Rosero, que el escritor publica bajo el sello Alfaguara. Esta es una narración de ficción en la que la identidad colombiana se mira al espejo.

Evelio Rosero * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR
07 de agosto de 2021 - 11:15 p. m.
El escritor colombiano Evelio Rosero ganó varios premios nacionales de literatura y, a nivel internacional, por la novela “Los ejércitos”, el Tusquets, en España, y el Foreign Fiction Prize, en Inglaterra.
El escritor colombiano Evelio Rosero ganó varios premios nacionales de literatura y, a nivel internacional, por la novela “Los ejércitos”, el Tusquets, en España, y el Foreign Fiction Prize, en Inglaterra.
Foto: CortesÌa?

En el comedor las cosas resultaban menos jocosas que en el jardín. Eran desconsoladas. Las hermanitas Barney pensaban que debía ser por la cara de día de difuntos de Alma Santacruz, que ni oía ni conversaba ni reía ni dejaba reír. Disminuía la audiencia, las Barney se entristecían, solo un milagro salvaría la fiesta: el regreso de Nacho Caicedo.

Le sugerimos: Un viaje por Suecia a través de la literatura

El tío Barrunto y el tío Luciano buscaron otra vez la contienda, para matar el tiempo. Sentados a la mesa de patas de elefante, ostentaban el mismo poder: uno, hermano de Alma, otro, hermano del magistrado. Ambos habían presenciado la boda de Nacho y Alma, el bautizo de las hijas, ambos se inmiscuyeron en todas las idas y vueltas de la vida familiar.

Desde el principio no se soportaban, pero jamás reconocieron su descontento. La desavenencia en torno a los sismos de Bogotá acrecentó el resquemor. Luciano era comerciante en juguetes, juguetero, inventor, y Barrunto era sastre al servicio de los hidalgos de Bogotá, dueño de su tienda exclusiva de sombreros, la Gentleman de Santa Fe. Ambos eran devotos lectores de las Selecciones del Reader’s Digest, de la revista Life, de los periódicos El Tiempo y El Espectador, de una que otra enciclopedia escolar, de los incontables Lloros y Padecimientos del Héroe que Aró en el Mar y Sembró en el Viento, de mamotretos de historia del Vaticano, de historia de la Segunda Guerra Mundial, de historia de las Capitales, de historia de la Historia, de historia de la Prehistoria y de cualquier otra historia por aparecer.

Ahora fue Barrunto Santacruz quien inició la partida. Y lo hizo en torno a los juguetes y la juguetería, el fuerte de Luciano Caicedo y la fuente de su manutención.

—Luciano —empezó Barrunto, los labios mojados de aguardiente—, ese caballito que usted sacó de su bolsillo a la hora del almuerzo y que puso a relinchar, ¿es un jueguito didáctico?

—Sí. Es para que un niño sepa que un caballito relincha.

—No podría ser didáctico. Cualquier niño ya sabe que un caballo relincha. Es un jueguito inútil.

—¿No le parece lindo un caballito que relincha?

—Me parece un poquito tonto.

—Es un poquito tonto quien lo interpreta así.

—¿Me está diciendo tonto a mí?

—Un poquito.

—Bromee, bromee.

—Usted me dijo que yo era mentiroso.

—Al que le caiga el guante…

—Lo mismo digo —atajó Luciano, y comprobaba desconsolado que abandonaban el comedor su esposa Luz y sus hijas Sol y Luna, y no salían solas: con ellas iba Celmira, esposa de su enemigo.

Le puede interesar: “En Colombia tenemos que esforzarnos por bajarle al voltaje político”

Los dos hombres se ensombrecieron. Barrunto volvió a la carga después de brindar con su oponente; ambos bebían aguardiente. Los invitados, alertas, buscaron con los ojos a la que presidía la mesa, Alma Santacruz: parecía que ni se daba cuenta: había volado a los cielos.

—No es fácil para ningún ser humano —dijo Barrunto, elevando el índice de una mano— reconocer que está equivocado. Pero se hace imprescindible reconocer el yerro, el error, la pifia, el desacierto, la aberración, el disparate, la barbaridad, cuando en el mismo reconocimiento van implícitas la vida y honra de todo un país. No reconocemos que estamos equivocados, no reconocemos que, dicho en puro colombiano, la cagamos: esa es la principal enfermedad del país.

—De la que usted es el más alto exponente, señor —completó Luciano.

El tío Barrunto ignoró la estocada con una suerte de risa muda en los labios:

—Le demostraré quién es el más alto exponente de esta enfermedad nacional con solo una pregunta: ¿De qué partido es usted? Luciano hizo cara de desesperanza:

—Soy conservador, como mi hermano Nacho y como mis padres y abuelos. Conservador, como buena parte de su clientela. Y usted es liberal, ya lo sabemos. De los dos partidos hemos tenido oportunidad de hablar desde que nos conocemos. Hoy sería preferible hablar de hortalizas, ¿no? Una sonrisa general se extendió.

—Fueron, es verdad, charlas incontables —dijo Barrunto—. Solo que olvidé añadir, por decencia, que justamente su partido es símbolo de quienes en este país jamás quisieron reconocer que la cagaron.

Barrunto elevó su copa. Luciano hizo lo mismo. La audiencia brindó con ellos, realmente asombrada del roce de espadas. Algunos sonrieron con desaprobación, para calmar los ánimos.

—Y ahora hablemos de hortalizas —se lanzó a fondo Barrunto—. Supongo que usted, aparte de imaginar juguetes, nunca en su vida sembró una flor, y mucho menos un árbol.

—No la sembré, lo reconozco, pero no sé por qué una flor tendría que ser menos que un árbol. Y tampoco he escrito un libro. Solo he tenido una hija. Y supongo que usted sí ha escrito un libro y sembrado un árbol y tiene un hijo, señor, a eso vamos, ¿no es cierto?

—El libro lo tengo escrito, sí. Tiene más de cuatrocientos folios y se intitula: Por qué nadie dice la verdad en Colombia.

—Caray —dijo el tío Luciano con asombro inmenso—. ¿Qué podemos decir del libro? Todavía no lo conocemos. ¿Y qué árboles sembró?

—Muchos guayacanes en mi finca. Y tengo un hijo, Rigo, que será liberal como su padre.

—Entonces está hecho, señor. Según el sabio de Oriente es usted todo un hombre. Sembró un árbol, tiene un hijo y escribió ese libro que no conocemos. Ya se puede morir.

Le sugerimos: Evelio Rosero: “Las instituciones educativas deberían incentivar el humanismo”

Una muy breve risotada de los que escuchaban celebró las palabras del juguetero. Barrunto Santacruz miró al techo como si invocara paciencia al cielo y bebió sin brindar. Entonces la señora Alma habló, para sorpresa de todos. Pero su voz afilada, sibilante, asustó más que confortó:

—Como sigan jodiendo más yo misma los largo de mi casa a silletazos. No me importa que sean mi hermano y mi cuñado, me basta llamar a Batato y a Liserio y ellos como perros les muerden el culo, par de pendejos.

—Alma —dijo Barrunto, que ya estaba enterado por su hermana de la fuga de Italia—. Almita. Ya. —Y razonaba a susurros—: Basta. No es necesario que hables así. Sabemos que estás preocupada por la ausencia de Nacho. No sufras. Los padres de ese muchacho… Oporto… lo invitaron a beberse unos tragos y allí siguen, felices. Es eso: el magistrado dirime el asunto de tu hija.

—¿Entonces por qué no me llama por teléfono? —preguntó a nadie la señora Alma, desgarrada—. Nacho ya me habría llamado por teléfono. Nacho ya me habría tranquilizado. Ustedes sigan aquí, diviértanse con su política, yo me voy un rato a la cocina, quiero preguntar algo a Juana. Tengo una pregunta. Una sola.

La señora Alma abandonó la mesa. Era una tromba humana vestida de señora. Ninguna de las otras señoras la acompañó. Ninguna quiso.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Evelio Rosero * ESPECIAL PARA EL ESPECTADOR

Temas recomendados:

 

Magdalena(45338)09 de agosto de 2021 - 05:27 a. m.
La historia promete ser muy interesante vamos a comprarla.
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar