El Magazín Cultural

Cartas inéditas de García Márquez: “Es un fenómeno literario y me estoy cagando de miedo”

En las notas privadas entre 1956 y 1978 se demuestra cómo el escritor colombiano advirtió la real universalidad de la literatura y la capitalizó.

NELSON FREDY PADILLA
04 de octubre de 2018 - 11:43 a. m.
Gabriel García Márquez, en compañia de Julio Cortázar y Hortensia Bussi de Allende, viuda del presidente chileno Salvador Allende, durante la posesión del presidente francés Francois Mitterrand, en 1981.  / AFP
Gabriel García Márquez, en compañia de Julio Cortázar y Hortensia Bussi de Allende, viuda del presidente chileno Salvador Allende, durante la posesión del presidente francés Francois Mitterrand, en 1981. / AFP
Foto: AFP - STRINGER

Radicarse en París a finales de 1955 y desde allí explorar el mundo cambió a Gabriel García Márquez como persona y como escritor. Ya lo sabíamos, pero las cartas al “entrañable” Guillermo Cano, director de El Espectador, revelan ese proceso en sus palabras.

Le da gracias, una y otra vez, por haberlo puesto de frente con sus cánones de referencia narrativa: en Francia y en francés, Balzac (no olviden que tras el éxito de Cien años de soledad, el envidioso de Miguel Ángel Asturias lo acusó de plagiar al autor de La comedia humana, porque utilizó primero los simbólicos pescaditos de oro); Proust en confrontación con Joyce y su Ulises en inglés arcaico, que nunca pudo leer. También en francés se volvió a enamorar del hiperproductivo Georges Simenon, de origen belga. Con su pésimo inglés fue cada vez que pudo a Londres a descifrar esa literatura, diccionario en mano, para compararla con el inglés sureño del gringo Faulkner, su autor de cabecera desde que leyó Luz de agosto. (Primera entrega: los informes privados).

Gracias a El Espectador tuvo financiación para su viaje de los años 50 por los países socialistas, que significaba aproximarse a la literatura oculta de la Cortina de Hierro y luego pasar a la Unión Soviética para recrear, desde Moscú hasta San Petersburgo, las novelas de Tolstói y Dostoyevski, sin descuidar los cuentos de Chéjov. A Cano le mandaba “fotos callejeras”, “una foto mía en Moscú, donde estoy casi invisible por el fondo de la Catedral de San Basilio”. Viajes a mundos literarios como el del poeta Pasternak.

De ahí surgió “el análisis profundo” de lo que ocurría en una sociedad que mandaba a campos de concentración a escritores como Solzhenitsyn y censuraría después apartes de Cien años de soledad, versión que le mandó a Cano y no aparece. Sus conclusiones premonitorias de comienzos de los años 70 tras su segundo viaje: “Creo que en la URSS se ha iniciado un proceso, ahora sí irreversible, que va a constituir un gran salto hacia adelante”.

Le explicaba a Cano que en el ámbito periodístico esta vez no le podía enviar nada más, porque “los datos, por ahora, y al menos para mí, son inconseguibles”. Su estado mental de novelista consumado en confrontación con las obligaciones para El Espectador, puesto que ahora tenía una apretada agenda: “En abril me voy a Nueva York por tres meses, de allí a México hasta septiembre, y luego a Colombia y Venezuela”. Además, había adquirido compromisos editoriales con grandes medios de comunicación del mundo. En 1974, que él califica de “maldito”, le anuncia: “Mi agente ha hecho un arreglo con una agencia internacional de prensa para tres grandes (es decir largos) reportajes al año, el primero de los cuales fue sobre Chile (luego de Allende, con Pinochet en el poder y Neruda muerto) y lo centralizó en la revista Harper’s, Los otros dos de este año todavía no los veo”.

Luego, gracias a Julio Cortázar, su compinche argentino en París, conoció a Milan Kundera y por su intermedio la nación de Kafka, su otro gran maestro desde cuando, en el bachillerato de Zipaquirá, intentaba convertir a un hombre en mariposa y él le enseñó cómo hacerlo con La metamorfosis. En El telón, Kundera enseña que un gran novelista sabe interpretar la época que le tocó.

Desde 1966, y esto es para mí lo más revelador de la correspondencia, ya tenía una visión clara de todas las corrientes de la literatura mundial y vio el espacio de expresión que había que capitalizar. Iba mucho más allá de lo que los escritores pensaban en Colombia, de lo que hablaba con sus amigos literatos de El Espectador y del Grupo de Barranquilla. Había que pensar en grande, no en tramas para ganar un premio nacional: “La tentación del Premio Esso (patrocinado por la multinacional) ha puesto a la gente a escribir novela como quien compra lotería. Lo cual acaso quiera decir que los estímulos literarios de esta clase solo estimulan a los malos escritores, pues los buenos escribirían de todos modos”.

Esa crítica era autocrítica también, porque él ya había ganado el concurso en 1962 con La mala hora, un “mamotreto” que Gabo tenía medio abandonado en Ciudad de México y que su esposa Mercedes le pasó al cineasta Guillermo Angulo, amarrado con una corbata azul de rayas amarillas, para que lo presentara en Bogotá. Ganaron US$3.000, dinero que les permitió sobrevivir a cuentagotas y comprar un carro. De ese juicio parroquial, Gabo salva al antioqueño Manuel Mejía Vallejo, “que es un excelente novelista, y que ocupó el cuarto lugar”. Al tiempo, el impacto cultural de las narrativas estadounidenses y europeas empezaba a formar a un lector colombiano y latinoamericano más exigente. (Segunda entrega: cartas de película).

Su visión quedó ratificada con el boom de Cien años apenas El Espectador publicó el primer capítulo, el 1° de mayo de 1966. Le decía a Guillermo Cano en mayo 6: “Lo que resulta más interesante es el revuelo. Es la confirmación de la idea que me traje de Colombia hace tres meses: ya la gente de allá no traga crudo en cuestiones literarias. No: los lectores se están poniendo cada día más difíciles, y eso es estupendo”.

El mundo estaba cambiando para bien y García Márquez sabía que debía ocuparse de que su propuesta trascendiera la historia de la familia Buendía, que ganó en Francia el Premio al Mejor Libro Extranjero en 1969. Ya tenía en mente el torrente de El otoño del patriarca y le advertía al director de este periódico, siempre en privado: “Creo que ese fenómeno -que se está haciendo evidente en toda la América Latina es uno de los factores que están favoreciendo a la novela latinoamericana, considerada en estos momentos como la más interesante del mundo”.

Lo afirmaba basado en sus lecturas y en críticas literarias inglesas —el gran Cyril Connolly mandaba la parada— y francesas que daban cuenta de una incertidumbre manifiesta en la etapa experimental de autores como Georges Perec y J. M. G. Le Clézio. Ya en París, desde finales de los años 50, parecía intuir que el planeta y la literatura iban camino a una palabra que no había sido patentada: globalización. Fue hablando con traductores franceses, que no daban abasto procesando cuentos y novelas desde otros idiomas, en busca del que haría la primera versión de El coronel no tiene quien le escriba. “El traductor ha preferido que hagamos el trabajo en común, a fin de andar más rápidamente y obtener resultados más precisos. Esto me toma exactamente de las diez de la mañana a las dos de la tarde todos los días, y es verdaderamente agotador, aunque muy agradable e interesante”. (Tercera entrega: cartas políticas).

Añoraba a Colombia, su familia, el Caribe y sus amigos, pero a pesar de las carencias de esa década, no quería devolverse: “Yo tengo muchos deseos de ver otra vez ‘la realidad nacional’, pero no lo haría sino con una cosa concreta y la garantía del regreso a Europa, donde aún me quedan muchas cosas por aprender”. Desde Berlín le repetía la misma consigna: “En Alemania somos gente seria y no publicamos pendejadas literarias”.

No dejaba de escribir, de leer y de enviarle a Concho sus comentarios. Por ejemplo, este de enero 20 de 1968: “En este correo va un ejemplar de Las últimas banderas (versión de la guerra civil del español Ángel María de Lera y Premio Planeta 1967), que es aquí el gran best seller, y que por lo mismo no he leído todavía. El otro, A dónde llevarás mi luto (de Dominique Lapierre y Larry Collins), ha tenido algunos inconvenientes de censura, pero finalmente lo anuncia para dentro de breves días la editorial Plaza & Janés. Este es formidable: lo leí en francés, y ya me disponía a mandarte mi ejemplar cuando apareció el anuncio de su salida inminente”. Junto a esto le llegaban a Cano ejemplares de las obras de Gabo en distintos idiomas. Desde Barcelona le mandó en 1967 una nota con El coronel en rumano y se lo deletrea a mano, en mayúsculas: “COLONELULUI N-ARE CINE-SA-I SCRIE”. Igual mantenía al día a su “padre literario”: Eduardo Zalamea Borda. (Cuarta entrega: cartas tiernas y confidenciales).

Conclusión, “mi querido Concho: En estos días, o escribimos bien, seriamente, o nos lleva la chingada, porque los lectores no perdonan pendejadas. Tanto es así, que antes yo publicaba un capítulo de novela con un desenfado un poco deportivo, y ahora me estoy cagando de miedo ante la reacción que pueda suscitar”.

Por NELSON FREDY PADILLA

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