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En las cartas inéditas que desde ayer publicamos, entre Gabriel García Márquez y Guillermo Cano, el director de El Espectador, se demuestra que estos grandes amigos nunca dejaron de hablar del séptimo arte. Gabo le cuenta desde París, en 1956, que está yendo a Bolonia (Italia), a aprender de “montaje y sonido cinematográficos” con amigos italianos y griegos que pensaban hacer una serie documental sobre Colombia. (Le puede interesar: Los informes privados de Gabo para Guillermo Cano).
El joven novelista, de 29 años de edad, evoca: “Nuestra crítica de cine —nuestra famosa crítica de cine— era un poco injusta: lo único que se puede hacer en favor del cine es hacer un cine mejor, pero no decir que las películas son malas”. Durante año y medio hizo la columna “El cine en Bogotá. Los estrenos de la semana”, donde escribía a favor del cine europeo y en contra del creciente mercantilismo de Hollywood, al que consideraba alienante y sobreactuado por armar “tempestades a bordo de una bañadera”. Lo apasionó Ladrones de bicicletas, por su autenticidad humana y su método parecido a la vida.
Para 1960, cuando se creó el Festival Internacional de Cine de Cartagena, García Márquez veía en esa profesión una oportunidad de vida más probable que la de novelista. Formado estaba: había visto todas las películas que quiso y que le impusieron sus maestros, y también había estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía en Roma. Podía disertar sobre Chaplin, Welles, Fellini, De Sica, Bergman, especialmente sobre Bergman. Soñaba con personajes tipo Humphrey Bogart y Cary Grant; con Alvie Singer en Annie Hall, “cuando decía que los humanos nos dividimos entre los miserables y los horribles”. (Lea: El encuentro de García Márquez y Woody Allen).
Era la semilla sembrada al descubrir las películas de la mano de su abuelo Nicolás Márquez. En su casa museo en Aracataca hay dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano” Antonio Daconte (Pietro Crespi en Cien años de soledad) le enseñó el milagro del cine mudo. La magia completa la descubrió por 25 centavos en el matiné de los domingos en Barranquilla.
Estaba tan emocionado con las formas de mirar y de contar aprendidas del cine europeo que le anunció a su amigo Guillermo: “Yo pienso seriamente en ir a Colombia a hacer un largometraje tan pronto como haya construido el equipo”. Pero tuvo que quedarse con las ganas, porque la legislación colombiana se convertiría desde los años 60 en un obstáculo para producir buenos filmes con financiación internacional. Un mejor panorama para el cine en México influyó en que se radicara al lá. Dichoso le escribe a Cano: “Todo va muy bien. Vivo exclusivamente de mi sueño dorado: escribo para el cine, y ahora mismo estoy atorado con tres películas que empiezan a filmarse en enero. Ahora las pachangas son con María Félix y toda la mafia. ¡Qué horror!”. En esos días se codeó en el set con el escritor Juan Rulfo e hizo otros amigos cinéfilos que lo influyeron en México, como el español Luis Buñuel. (Recomendado: Festival Gabo 2018).
Los amigos de ese país con los que García Márquez pensaba rodar fueron afectados por un veto que lo llevó a mecanografiarle a Cano: “Todos mis esfuerzos de llevarme cine para Colombia —donde se contratarían técnicos y actores secundarios— se han ido por el suelo”. Preocupado, le cuenta que Sábado, domingo y lunes, que iba a ser hecha en Colombia en 1965, se trasteó para Río de Janeiro.
Tenía guion de Gabo y estaba al mando de “el director más joven del mundo”, el mexicano Arturo Ripstein, entonces de 22 años, y el también colombiano Guillermo Angulo era director de fotografía. “Fíjate lo que va perdiendo Colombia. Sé de otras dos películas que también estaban planeadas para allá, ahora se harán en el Perú, aprovechándose, además, que el gobierno peruano les da facilidades estupendas”.
El veto, con presiones de sindicatos de los dos países de por medio, llevó a una tensión tal que Gabo cuenta que “la asociación de productores, aquí, no se atreve a enviar delegación al Festival de Cartagena, por temor de que les creen problemas a los delegados. Nosotros pensábamos llevar Tiempo de morir —yo pensaba ir-para hacer después la premier mundial en Bogotá. Los planes se fueron al carajo”. Para destrabar la situación hubo intrigas: “Ultraconfidencialmente te cuento que Rodolfo Landa (actor mexicano) hizo un viaje secreto a un ‘territorio neutral’, a Panamá, donde se entrevistó con alguien del sindicato de Colombia”.
Le asegura: “No necesito decirte que no tengo ningún interés personal en todo esto. Yo aquí no tengo problemas: soy una especie de niño mimado de la industria. Para mí, la posición más cómoda sería quedarme con los brazos cruzados. Pero no puedo soportar esta situación absurda”.
Hasta que le pide a Guillermo Cano en varias cartas que El Espectador lidere un movimiento cultural para que se levanten las talanqueras, y lo logran publicando durante un mes artículos, entrevistas y debates en los que García Márquez permanecía a la sombra. En cada mensaje, Gabo insistía en un favor: “que no se conozca la fuente de esta información, porque me capan aquí”.
Cuarenta días después, declara la victoria del “siniestro eje Concho-Mono-Gabo, como en sus grandes tiempos”. Mono en referencia a José Salgar, jefe de redacción del periódico.
Así presionaron el “movimiento de opinión pública” para que mexicanos y colombianos hicieran las paces en el Festival de Cine de Cartagena de 1966. “Te escribo este papel ya con un pie en el estribo, rumbo a Veracruz, donde tomo mañana una carabela española rumbo a Cartagena. Habrá vino a bordo y no llevo ni un papel ni un lápiz, para descansar de los últimos seis meses que han sido un verdadero molino cerebral (estaba en la recta final de Cien años de soledad)”.
Agrega la nota: “Llevamos Tiempo de morir y En este pueblo no hay ladrones, la película basada en mi cuento y dirigida por Alberto Isaac —que viaja con la delegación y que obtuvo ocho premios en el concurso de cine experimental—. Dos días después de terminar el festival, viajaremos en masa a Bogotá, a la premier mundial de la película de la reconciliación: TIEMPO DE MORIR. Mierda: ¡qué tragos los que nos vamos a tomar. Después de tanto tiempo!”.
Menos mal que para García Márquez el cine solo fue su amante furtiva —incluso le dio un hijo director— y la literatura su santa esposa… hasta que la muerte los separó.
Espere el martes: Las cartas políticas que revelan cómo García Márquez evitó ser funcionario público.