El Magazín Cultural

Catalina Valencia, una mujer visible

La directora del Instituto Distrital para las Artes (Idartes) pretende hacer visibles los procesos de creación invisibles de los bogotanos. En estos tiempos de crisis le ha apostado a la motivación creativa por medio de un variado portafolio de estímulos del sector y la consolidación de un censo de artistas.

Fernando Araújo Vélez
09 de junio de 2020 - 02:01 a. m.
Catalina Valencia es coreógrafa de la Universidad Nacional de las Artes de Argentina y magíster en gestión cultural de la Universidad de Buenos Aires.
Catalina Valencia es coreógrafa de la Universidad Nacional de las Artes de Argentina y magíster en gestión cultural de la Universidad de Buenos Aires.

Habría que haberla visto mientras correteaba por las pistas del viejo Hipódromo de Techo, convencida de que la vida era una suma de carreras, con el pasto a los tobillos, los zapatos del colegio gastados, una jardinera verde con rojo, las medias bajas y un saco anudado al cuello, y habría que haberla imaginado metida entre las roídas tribunas de aquel monumento a lo efímero, con los ojos muy abiertos y las manos muy cerradas, suponiendo que abajo aún corrían los caballos, y que arriba un locutor con acento medio argentino gritaba “Eeeeeeeen tierra derechaaaaa”, y que a su lado decenas de señores vestidos de corbata y trajes oscuros se jugaban la vida a las apuestas del 5 y 6.

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Aquellos primeros años fueron los años de sus primeras cosas, cuando comenzó a descubrir y a preguntar, a palpar la vida, a imaginarla, a desmenuzar lo poco que lograba entender y a esperar a que su padre llegara de quién sabía dónde. Cuando empezó a buscar las respuestas a sus interrogantes sin fin, algunas veces, en una canción, Fuiste mía un verano, solamente un verano, de Leonardo Favio, por ejemplo. Otras, en un libro, un cuento, como aquel de Borges en el que un jinete ensangrentado buscaba “El río secreto que purifica de la muerte a los hombres”, El inmortal, y que ella leyó porque quería ser inmortal, hasta que se dio cuenta de que la inmortalidad era una carga, una pesadilla, como lo había sugerido Borges, y de que algún día tendría que decir, como él, “Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto”.

Pasados unos años, a los 15, se topó con el ballet, y más allá del ballet, con una de las figuras esenciales del ballet contemporáneo, Pina Baush, y con una de sus frases: “No estoy interesada en cómo se mueve la gente, sino en qué la mueve”. A ella la movía el arte, en todas sus acepciones, y con el arte, por el arte, la zarandeaban las desigualdades sociales, el hambre de la gente. Le dolía el país. Le dolía que la gente se matara porque sí, y las bombas y la sangre y que la vida no fuera sagrada, y que el dinero lo corrompiera todo, o casi todo. Le dolían la indiferencia y la comodidad, y cuando bailaba, mientras bailaba, de alguna manera aquellos dolores atravesaban sus movimientos.

Había sabido de mil historias, de cruentas luchas por el poder, siempre el poder. De muertes y muertos, de torturas. Había sabido que en Chile, lejos, muy lejos de Bogotá y del pueblo de sus mayores, Andes, Antioquia, un médico llamado Salvador Allende había ganado las elecciones presidenciales de su país en 1970, y luego, el 11 de septiembre del 73, se había pegado un tiro en el Palacio de La Moneda de Santiago en medio de un bombardeo sin fin liderado por un antiguo compañero de gobierno, Augusto Pinochet, y promovido por las derechas y las fuerzas represoras y de inteligencia de Estados Unidos y Europa. Había sabido que todo era parte de un plan de desestabilización, pues Allende era socialista.

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Y que los estantes vacíos en los supermercados y la falta de medicinas, y que el desempleo, y las noticias que difundían los diarios y los noticieros habían sido parte de la estrategia. Había sabido tantas cosas de Chile, de Argentina, de Brasil y de Colombia, por supuesto, que bailar era una especie de lucha contra todo aquello. Su vida era bailar, aunque no estuviera bailando, porque el movimiento era el principio de su lucha. Se movía mientras oía discos de Silvio Rodríguez y de Nana Mouskouri en su casa de Techo, y se movía mientras leía los cuentos de Borges, o a García Márquez, y se movía cuando se quedaba quieta, imaginando transformaciones. Soñando transformaciones.

Se movió un día, a los 19 años, luego de visitar a su padre en Montevideo y de comprender una vez más, con mayor profundidad, que la vida era un eterno transcurrir. Se tomó uno de los lanchones que cruzaban el Río de la Plata y acabó en Buenos Aires, envuelta por Buenos Aires y por su gente y su historia, por la danza, como desde hacía cuatro años, por el arte, como desde siempre, por las luchas y, por supuesto, los movimientos. Se matriculó en la Universidad Nacional de las Artes para seguir estudiando danza, y de la danza brincó a la gestión cultural en la Universidad de Buenos Aires, pero más allá de los estudios académicos y de los manuales, aprendió de la gente, del pasado, de los procesos y de todas las cosas que veía día a día, hora a hora.

Anduvo nueve años de barrio en barrio. Palermo, Villa Crespo, San Telmo. De calle en calle y de avenida en avenida. Se metió en decenas de teatros y tuvo infinidad de conversaciones. Discutió. Observó. Tomó. El arte en todas sus manifestaciones se le fue metiendo por entre las venas. “El arte cambió mi vida”, diría años más tarde. El arte de los cánones y el otro arte, el de la calle, el que se gestaba por fuera de los grandes centros y las instituciones. El de la gente. Un día decidió que era tiempo de regresar, que el trabajo por el arte hacía más falta en su país, porque el arte podría ir cambiando a la gente. Curándola. Salvándola, como había ocurrido con ella.

“Busco, pretendo que el arte se vuelva parte de la vida cotidiana de la gente”, diría con el tiempo, ya como directora de Idartes. “Si logramos conmovernos con lo sutil, lo impredecible, lo armonioso y también lo doloroso, podemos decir entonces que el arte ha impregnado nuestra vida cotidiana o, mejor aún, que la creatividad ha movido nuestra humanidad”, escribiría en una columna para este diario. Habló de hacer visible lo invisible, y visibles a los humanos que han sido invisibles a lo largo de los años. Concluyó que “hoy, en mi desafío, es una prioridad amplificar y honrar las voces de tantos creadores y dignificar su apuesta y su puesta en escena. Una ciudad que baile, que pinte, que lea, que actúe... una ciudad en manos de la creatividad de la gente”.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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