Solíamos dibujar figuras con madera quemada en las paredes de una de las cocinas de la finca de mi abuelo. Hurgando en las cenizas, sacábamos del fogón de leña alguno de los palos más delgados, con la punta carbonizada, y escribíamos nuestros nombres en los muros. Éramos pequeños, hacíamos líneas y garabatos.
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Esa parte trasera de la casa estaba hecha de paredes de adobe con acabado de cal. Mezcla de arcilla, masa de barro y agua, usada en las construcciones antiguas. La edificación completa tenía las mismas formas y disposición de la hacienda El Paraíso, levantada hacia 1816. Por los tiempos en los que las tropas del rey Fernando VII ganaban de nuevo el control del país, en medio de la guerra por la Independencia.
Debían ser de la misma época, pero no sé la fecha exacta del nacimiento de esas paredes blancas en las que dejábamos los trazos negros del carbón. De acuerdo a su arquitectura colonial, en la parte delantera, había un alero sobre un amplio corredor. Un mirador horizontal en el que los adultos solían hacer sus fiestas cada fin de semana. A nosotros, hermanos y numerosos primos, nos acostaban en las habitaciones oscuras y grandes. Eran paredes gruesas, altas, intervenidas con ladrillo y pintura blanca. Las puertas dobles, de madera, daban a un patio central con una virgen y una fuente.
En medio de la penumbra y el silencio, sentía miedo. Prefería la luz amarilla y la música. Entonces me escapaba hacia el corredor del frente. Sin que nadie me viera, me acostaba en la poltrona más retirada y escuchaba las letras de las canciones hasta que me quedaba dormida.
A finales de los años ochenta, en pleno estallido de la salsa en Cali, oíamos sobretodo música del Trío Matamoros, rancheras de Antonio Aguilar, boleros de la Sonora Matancera. Había uno, con la orquesta de Rafael Paz, que empezaba con: “Después de tanto soportar la pena, de sentir tu olvido. Después que todo te lo dio mi pobre corazón herido”. La voz profunda de Toña la Negra, como nacida de un jobo, decía los versos que compuso Wello Rivas a finales de los cincuenta. Yo viajaba con las imágenes que ese amor truncado me evocaba.
El bolero se llama Cenizas, una palabra que encontramos en el último verso: “Y si pretendes remover las ruinas/ que tú mismo hiciste, / sólo cenizas hallarás/ de todo lo que fue mi amor”. El compositor mexicano, tomó esa metáfora reiterada del polvo gris claro que queda después de una combustión para ejemplificar su duelo.
Acostada en la poltrona café, con un poco de frío, recordaba la textura de esa harina de pavesas que había revuelto con mi pequeña mano en el fogón de leña, la mañana anterior. Un polvo suave con el que me gustaba jugar. Lo revolvía delicadamente, abría surcos con mis dedos y mi palma luego los borraba. Una variación criolla del jardín zen.
En medio de los tintes que tomó la violencia colombiana en las primeras décadas del dos mil, con la venta de la hacienda, perdí no solo el tacto de las cenizas en la mano. También el de la piel en el cuello de las reses, la suavidad de los caballos, las arrugas amarillas que escondían las delicias de los madroños y la impresión habitual de los pies descalzos sobre la hierba.
Un par de décadas atrás, también había perdido el sentido de las manos de mi abuelo. Él fue quien compró la hacienda en los años setenta. Un hijo de Tulia Díaz que quiso conservar el apellido materno cuando su padre, miembro de lo que llamaban “una prestigiosa familia” del Valle del Cauca, le ofreció el que le hubiera correspondido por defecto.
Él se destacó en los deportes y en los estudios. Dijo: “No, gracias” y siguió con su nombre. Fue a la universidad pública y estudió ingeniería agrónoma. No nos dejaba nadar o montar a caballo si no nos comíamos todo el sancocho. Esa sopa que a los cinco años me parecía una caldera del diablo, con una pesuña tiesa asomada.
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Siendo estudiante universitario de agronomía, lo nombraron jefe de arborización de Cali. Entre sus varias tareas, rumbo a sus clases en la Universidad Nacional de Palmira, iba en su bicicleta y supervisaba las ceibas, las palmas de la calle 25, los guayacanes...
Recordé esto hace unas semanas. No solo por el incendio forestal que quemó casi cien hectáreas de bosque de los cerros de la ciudad. Si no porque esa quema fue un jueves 21 de septiembre, cuando asistíamos a la ceremonia en la que depositamos las cenizas de mi abuela en el osario de un templo.
Ellos dos, que fueron esposos y padres de mi padre, me conectan con un pasado político convulsionado, que aún arde, a la vez que con un valle verde y biodiverso que perdemos paso a paso. Uno que, más allá del caos social, me heredó también los mangos, las pomarosas y los carambolos que caían de los árboles a lado y lado de la calle, a la salida del colegio.
Escribo este texto como un trazo curvo hecho con la punta carbonizada de un palo recién sacado del fogón. En un tiempo pretérito, cuando los abuelos usaban la ceniza como abono y fertilizante natural.
Mientras tecleo en el computador, las pavesas de nuevas quemas siguen cayendo sobre las calles y las casas. Entran por mi ventana, limpio con la escoba, una y otra vez. Me pregunto si, finalmente, eso es todo lo que queda de nuestros amores. Y vuelvo a las cenizas que dejan trazos no sólo en las paredes de una casa sino también en las letras de un bolero.
En vez de esa línea recta que nos marca tajantes finales, sueño que el tiempo es circular. Así lo hicieron los primeros griegos. Solo dentro de una elipse, esa ceniza podría ser abono de una mirada que nos permita, de una vez por todas, caminar lúcidos y en verdadera comunión con esta tierra.