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Cinco poemas para recordar a la poeta Louise Glück

La Nobel de Literatura 2020 Louise Glück, que murió este viernes a los 80 años, era considerada una de las más grandes voces de la poesía estadounidense y expresó en su obra la belleza simple de la naturaleza

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13 de octubre de 2023 - 10:50 p. m.
Copias de libros de la poeta y ensayista estadounidense Louise Glück se exhiben durante el anuncio del Premio Nobel de Literatura 2020, en Estocolmo, Suecia.
Copias de libros de la poeta y ensayista estadounidense Louise Glück se exhiben durante el anuncio del Premio Nobel de Literatura 2020, en Estocolmo, Suecia.
Foto: Agencia EFE
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El fallecimiento en su casa de Cambridge, Massachusetts, fue anunciado por la prestigiosa universidad de Yale, donde ejercía como docente.

Se hizo conocer al publicar en 1992 “The Wild Iris” (Iris salvaje), que desplegó un florido jardín y le valió un premio Pulitzer, mucho antes de la consagración mundial del Nobel casi tres décadas después.

En una entrevista con una revista de poesía estadounidense en 2006, negó ser especialista en motivos florales: “He tenido muchas consultas sobre la horticultura, pero no soy horticultora”.

“Los poemas no perduran como objetos, sino como presencias. Cuando lees algo que merece recordarse, liberas una voz humana: devuelves al mundo un espíritu compañero. Leo poemas para escuchar esa voz. Escribo para hablar a aquellos a quienes he escuchado”, escribió Glück en el ensayo “Proofs and Theories” (Pruebas y Teorías), que obtuvo el premio PEN/Martha Albrand.

A continuación presentamos una recopilación de algunos poemas de la escritora para recordarla:

Madre e hijo

Todos somos soñadores; ninguno sabe quién es.

Alguna máquina nos hizo; la máquina del mundo,

la familia que restringe.

Después, de vuelta al mundo, pulidos por suaves látigos.

Soñamos; no recordamos.

La máquina de la familia: pelaje oscuro,

selvas del cuerpo de la madre.

La máquina de la madre: blanca ciudad dentro de ella.

Y antes de eso: tierra y aire.

Musgo entre las piedras, briznas de hojas y de hierba.

Y antes, células en una gran oscuridad.

Y antes de eso, el mundo tras un velo.

Para esto naciste: para silenciarme.

Células de mi madre y de mi padre, llegó el momento

de ser fundamentales, de ser la obra maestra.

Yo improvisé, nunca recordé.

Ahora es tu turno de entrar en acción;

tú eres el que pide saber:¿Por qué sufro? ¿Por qué soy ignorante?

Células en una gran oscuridad.

Alguna máquina nos hizo;

es tu turno ahora de exigirle, de volver a preguntarle:

¿para qué existo? ¿Para qué existo?

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Los niños ahogados

Ya ves, no tienen juicio.

Es natural entonces que se ahoguen.

Primero el hielo los atrapa.

Después, todo el invierno, sus bufandas

flotan, mientras se hunden, tras de ellos,

hasta que se quedan inmóviles.

Y el estanque los alza con sus muchos

oscuros brazos.

A ellos sin embargo debe serles la muerte

distinta, tan cercanos al origen.

Como si siempre hubieran sido

ciegos, livianos. Lo que sigue

es entonces como un sueño: la lámpara,

el mantel blanco que cubría la mesa,

sus cuerpos.

Oyen empero por sobre el estanque,

como señuelos, sus nombres:

Qué esperas, ven a casa,

a tu casa, perdida

en las aguas, azul y permanente.

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Los manzanos

Tu hijo aprieta contra mí

su cuerpecito inteligente.

Y yo estoy junto a su cuna

mientras en otro sueño tú estabas entre árboles cargados

de manzanas mordidas

extendiendo los brazos.

No me movía

pero vi el aire dividirse

en cristales de color. Al cabo

lo alcé a la ventana diciendo

mira lo que hiciste

y conté las ramas cortadas,

el corazón en su tallo azul,

mientras desde los árboles

la oscuridad salía:

en el sombrío cuarto duerme

tu hijo. Son verdes los muros,

son madera y silencio.

Espero ver cómo me dejará.

Ya en su mano aparece el mapa

como si allí lo hubieras grabado:

los campos muertos, mujeres

enraizadas en el río.

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Todo es santo

Ahora mismo se configura el paisaje.

Las colinas oscurecen. Los bueyes

duermen en su yugo azul.

Los campos ya segados,

las gavillas parejamente atadas

puestas al lado del camino.

Y la luna dentada sale.

Esta es la aridez

de la siega o la pestilencia.

Y la mujer se inclina, en la ventana,

con la mano extendida como en pago.

Y las semillas netas, doradas, llaman:

Ven aquí,

Ven aquí pequeña.

Y el alma se desprende del árbol.

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Las siete edades

En mi primer sueño el mundo parecía

lo salado, lo amargo, lo prohibido, lo dulce

En mi segundo sueño descendía,

era humana, no veía nada de nada

bestia como soy

debía tocarlo, contenerlo

me escondí en la arboleda,

trabajé en los campos hasta que quedaron yermos

un tiempo

que nunca volverá-el trigo seco en gravillas, cajones

de higos y aceitunas

Hasta amé alguna vez, a mi manera

repugnante, humana

y como todo el mundo llamé a ese logro

libertad erótica,

por absurdo que parezca

El trigo cosechado, almacenado; secala última fruta: el tiempo

que se acumula, sin usar,

¿también termina?

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