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Crónicas de los jóvenes de Usme: BUMMM

El Espectador publica esta serie de relatos sobre una de las localidades de Bogotá más afectadas por la pobreza, pero llena de talento.

Enid Barrera Rojas * / Especial para El Espectador
10 de junio de 2021 - 02:59 p. m.
"Por eso estalló, por eso las ventanas están en el suelo, por eso las puertas están haciéndole visita a otras casas, por eso se escaparon las cortinas, algunos muebles, la tranquilidad, el equilibrio".
"Por eso estalló, por eso las ventanas están en el suelo, por eso las puertas están haciéndole visita a otras casas, por eso se escaparon las cortinas, algunos muebles, la tranquilidad, el equilibrio".
Foto: Ilustración de Malapata

¡Bumm! —Tírense al suelo—. Los gritos, mi hermana llora, mi mamá grita, yo estoy nerviosa, mi papá está en el suelo, mi hermana me aprieta la mano, afuera se oye mucha gente, lamentos, desesperación, sonido de vidrios rotos, de cosas cayendo, de gente que corre. —¡No vayan a salir! ¡Cierren la puerta! ¿Qué pasó?, ¿qué pasó? —No lloren— se activan dos alarmas —¡llamen a la policía!— Mi hermanita me aprieta la mano, está llorando, igual mi mamá, yo estoy nerviosa, asustada, desubicada, piipiipiipiipiipiiii. ¡Llamen a los bomberos! ¡Nos se vayan a asomar! ¡Nooo! —Asómese a ver qué pasó—. El piso está frío, todos estamos fríos. Las lágrimas de mi hermanita están en el suelo. Mi papá se levanta —quédense aquí— Mi mamá se fue a mirar por la ventana, yo pensaba en las imágenes de la toma del Palacio de Justicia unos años antes, mi hermana sólo me apretaba la mano. Las lágrimas quedaron en el suelo, igual que las ganas de partir a donde nos dirigíamos previamente (Ya no recuerdo a dónde íbamos). ¡Una ambulancia, una ambulancia! Mamá subió a mi hermana, yo la sigo, corro, me asomo a la ventana. La gente corre. Hay vidrios, ladrillos, escombros en toda la cuadra. Hay humo. La casa de la esquina parece una piñata. Era cuadrada, ahora es redonda, convexa, cóncava por dentro. (Recomendamos: Lea aquí más crónicas sobre Usme).

Mi papá me llama. —Alcánceme la levantadora—. Salgo a la puerta. Huele a chamuscado, a humo, a miedo, a vidrios rotos, a tragedia. La gente sigue corriendo. Miro bien la casa. Desde afuera, desde más cerca, sí parece una piñata rota, con el relleno por fuera. La casa es grande, tenía puertas, ventanas como toda casa, ahora parece una casa en obra gris, parece que la hubieran inflado, pero le echaron mucho aire, por eso estalló, por eso las ventanas están en el suelo, por eso las puertas están haciéndole visita a otras casas, por eso se escaparon las cortinas, algunos muebles, la tranquilidad, el equilibrio. Mi papá trae a un vecino. Salió volando hasta dar al lote de mi abuela. Queda a unos veinte metros, justo al frente de la casa-piñata. Mi papá viene con él, con don Carlos Padua. Está desnudo (para eso era la levantadora). La ropa se le desapareció. La tiene pegada al cuerpo. No, sólo los bordes, las costuras. Era un pantalón azul; la camisa no se distingue, ahora lo que queda de ella son fragmentos negros, grises, verdes, rojos. Está pegada a su piel color verde-negro-gris-rojo. Parece un tatuaje, un adhesivo pegado con plancha, que incluso se la pasaron por la cara (también tiene pedazos de camisa allí). El pelo es un churrusco tenebroso. Las piernas tienen un color entre negro y azul, o viceversa, o lo que es peor, no tienen color, sólo están manchadas de tragedia, de tizne, de hollín. Su cara es la peor que he visto. No tiene ojos: tiene miedo, angustia, dolor, ganas de llorar, pero se las aguanta. Huele a trapo quemado, chamuscado, achicharrado.

—-¿Cómo está? —le pregunta mi padre. —Bien, bien —su tono vocal es pálido, más de lo que era antes. Había sufrido una quemadura en la cara cuando niño que le destrozó parte de la voz. Habla como tartamudo, pero con más seguridad, aunque su timbre delate una nobleza absoluta. Se le escurre una lágrima que se une con una gota de sangre que tenía cerca al mentón. —Miren si mi familia está bien —dice tembloroso. Mi mamá llega a la puerta, mira todo con angustia, con desesperación. Ya llamamos una ambulancia, dice mi madre. El humo hace borrosa a la gente que sigue corriendo, pero ahora se aglomera alrededor de la casa-piñata. Sale la hermana de don Carlos por lo que queda de una puerta. La gente grita ¡Es peligroso, no vayan a entrar! ¡Puede estallar otra vez! Un vecino se acerca a nuestra puerta. —Tranquilo, su hermana está bien, ya llamamos una ambulancia—. Los que pasan lo miran asombrados (afortunadamente ya no está desnudo), corren, pero cabecean hacia nuestra puerta (¡qué tristeza que miren con lástima!). Se aglomeran en la esquina opuesta a la casa destartalada. Un hermano de don Carlos sale por el hueco que quedó en una ventana, apareció como en cámara lenta: primero asomó una mano que se agarraba con las medianas fuerzas que le quedaban, se cayeron unos escombros de ladrillo y cemento, puso el cuerpo en el borde de la columna de ladrillos haciendo un paralelo con su cuerpo, luego se dejó caer hacia fuera, hacia la calle, y se desmoronó en los escombros. Ya no tenía fuerzas. Unos vecinos lo ayudan a parar, lo toman de la mano y se lo llevan a la esquina casi cargándolo. Entrémonos mientras llega la ambulancia, dice mi mamá. Entramos. Cerramos la puerta. (Recomendamos: Más crónicas sobre la vida en Usme).

Mi hermana está arriba, se quedó con mi abuela que está nerviosa, pero serena. Mientras subo, buummm, otra vez estalla, otra vez me tiro al piso, otra vez mi corazón se acelera, como el de todos. Todos están acelerados, sobre todo los de afuera, que gritan, en medio de los ruidos de vidrios, del clamor, de los quejidos, de la desesperación, del humo que se filtra a mi casa y a las otras circunvecinas; del miedo que ronda en un día festivo (era primero de mayo). Llega la ambulancia, sacan a don Carlos. Mi papá se va con él. Llega otra ambulancia y el ruido al unísono es aturdidor. Se van mientras llegan los bomberos. Tienen el altoparlante encendido: Le rogamos a la gente que se aleje del perímetro, que regresen a sus casas. Se ha estallado un cilindro de gas y puede haber más explosiones. Los habitantes de la residencia están siendo atendidos. Pero necesitamos de su colaboración… Le rogamos a la gente que se aleje del perímetro, que regresen a sus casas. Se ha estallado un cilindro de gas y puede haber más explosiones… Yo me asomo a la terraza con mi mamá. Mire, pero con cuidado, me dice. La casa-piñata está desvencijada, tiene un hueco en toda la mitad, del que sale mucho humo. Los bomberos le arrojan agua a la casa, al hueco de la casa. Ya no hay mucha gente, ahora sólo hay mirones. El humo se empieza a disipar, igual los nervios. Bajémonos, dice mi mamá. Bajamos junto a la abuela.

Mi hermana está calladita en la cocina con la abuela, mi mamá le dice a mi abuela: Afortunadamente no pasó a mayores, ellos cocinaban con gas, tenían dos cilindros de 100 libras. Si ve, yo por eso no quería que nos cambiaran a gas propano. Yo prefiero mi estufita, dice la abuela. Sí, pero quién iba a pensar que eso iba a pasar. Menos mal no pasó aquí. Pobre gente, dice mi mamá con un gesto que conmovería hasta a los mismos afectados. Mi hermana sigue callada igual que yo. Nos miramos, como si fuera un lenguaje de niñas para darnos la mano, para decirnos que hay tanto desorden de pensamientos como lo que está afuera. Mamá, ahora que me acuerdo, el viejo de la junta de acción comunal se quedó con mi cartón de cocinol, como que se lo robó. Dice mi mamá dirigiéndose a la abuela, que inmediatamente le contesta: Yo nunca le he creído a esos viejos de la junta, que ni siquiera es junta, es una partida de mequetrefes, de viejos que sólo saben lambonear y robar, y menos le creo a ese cocinol; esa mierda no sirve para nada, yo prefiero mi estufita, ahí bien o mal cocino mis sopitas, y hasta sale más barato. Sí, mamá, pero no ve que exigen que uno cocine con gas ahora, ¡antes están dando la estufita y el cilindro! Ahora (dice la abuela) cuándo irá a pasar el carro del gas, toca estar pendiente a ver cuándo nos toca esa joda. Y eso como que los dan rebajados, como que se sacan el gas y se lo venden a uno así, y nadie dice nada, porque como dicen ellos: para eso está el sello. Pero yo en eso no creo, esa mierda es un estafadero para sacarle a uno la plata, y bien que nos hace falta, mire no más a su papá, trabaje y trabaje y ya ni chiros tiene. Eso la situación está muy verraca. Por eso yo le digo que ahorre pa su casita, pa que la disfrute con sus hijas, porque ese majadero no sirve pa un sieso. Oiga, ¿y toda esa gente que estaba haciendo cola esta mañana para que les dieran la estufita qué se harían?, pregunta mi mamá. Esos están por ahí, como que se vinieron a chismosear. También me dijo la vieja Aleja que ya ninguno quiso recibir, que se formó una chichonera y que les tocó a los de la junta aplazar la entrega de cilindros. ¿Y usted cuándo supo mamá? Cuando usted estaba abajo, la vieja Aleja me llamó para preguntarme qué había pasado, que porque tenía miedo y que no se quería asomar. Menos mal a su papá le dio por ir donde Esperanza (la hermana de mi mamá) con su hermano, sino hasta se mete a ayudarlos. Ahora esperar que no les vaya a pasar nada a ninguno de los Padua, pero parece que nadie se murió, afortunadamente, ¡Ave María Purísima! Y ese muchacho tan mal que quedó mamá, pobrecito, y preciso a él. Mire no más que dar hasta el lote, antes no le pasó más. Calle esos ojos, más bien tráigale algo a esas chinas para que se entretengan. Nosotras nos seguíamos mirando en medio de la conversación que sostenían mi madre y la abuela. No habíamos mencionado una palabra, pero nuestros ademanes delataban un nerviosismo inenarrable, y nuestras miradas se entrelazaban en una comunicación privada y silenciosa de la que no volvimos a enterarnos.

Estuvimos calladas todo el día y los siguientes, no hablamos de lo sucedido entre nosotras, quizás porque nuestro mundo era el juego y la fantasía, y ese suceso no tenía ninguna cabida allí; o porque simplemente ya nos lo habíamos dicho todo, ya no había nada de qué hablar al respecto; o porque minutos, segundos antes, estaban regañando a mi hermana porque no comía rápido, que se nos estaba haciendo tarde para no sé qué, y yo no sabía cómo defenderla porque comía despacio, yo también tenía miedo que me regañaran a mí, o lo que es peor, que nos pegaran. Y esa demora fue lo que nos salvó de salir antes, de estar expuestas a la lluvia de vidrios, de escombros. Sólo esos momentos en la cocina de mi abuela, cuando nos estábamos mirando fueron eternos, tanto que hoy en día están frescos en la memoria. Al fin, este quizá no sea el recuerdo más recurrente que tengo de mi infancia, pero sí el más explosivo.

* Estos textos fueron publicados originalmente en la revista “Surgente”, producto literario de jóvenes escritores de la localidad de Usme, liderados por el escritor Rodolfo Celis @Fito Celis.

Por Enid Barrera Rojas * / Especial para El Espectador

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