El Magazín Cultural
Publicidad

Crónicas de los jóvenes de Usme: ¡Suerte y a la orden!

El Espectador publica esta serie de relatos sobre una de las localidades de Bogotá más afectadas por la pobreza, pero llena de talento.

Xiomara Fino * / Especial para El Espectador
08 de junio de 2021 - 08:26 p. m.
"Si tenía tiempo o si podía dejar a Leidy en la oficina, corría hacia allá con la valera, el papel carbón, el listado de números de las loterías y el señor esfero, causante de un callo en el dedo corazón de mi mano derecha".
"Si tenía tiempo o si podía dejar a Leidy en la oficina, corría hacia allá con la valera, el papel carbón, el listado de números de las loterías y el señor esfero, causante de un callo en el dedo corazón de mi mano derecha".
Foto: Cortesía revista Surgente

—Suerte y a la orden —le decía al Traque, aunque no me hiciera el chance.

Suerte y a la orden era la frase que cada cliente esperaba escuchar cada vez que hacía una apuesta. Por supuesto, el soñador esperaba que la suerte tomara formas concretas que le permitieran pagar las deudas adquiridas, comprar el artículo de moda, abonar la cuota de la casa de interés social, hacer la fiesta de los quince años de la hija la menor o, simplemente, sentarse en cualquier tienda de barrio a beber pola con los amigos. (Recomendamos: Más crónicas de Usme: Un satélite llamado Javier).

Yo creo poco en la suerte, pues como dice el Grupo Niche en Lamento guajiro: La suerte la forjo, más nunca la espero. Sin embargo, cuando uno necesita un trabajo termina diciendo cosas que no comparte o que nunca pensó decir. Los pagos en la universidad no dan espera y si la dan es con una cuota de interés por mora. Las vacunas mensuales del Estado también acosan. Se pagan oportunamente o te cortan los servicios. Entonces, suerte y a la orden, si ganó bien y si no también, siga apostándole al sistema.

Está bien. Reconozco que, contagiada por la ilusión de los clientes, le metí plata a algunos numeritos, pero nunca gané, como tampoco lo hicieron muchos de ellos. Después de hacerles el chance durante años finalmente me culpaban a mí por no obtener ningún premio en tanto tiempo. Para muchos terminé siendo un bulto de sal. Algunos, por molestar, me exigían la devolución del dinero que habían invertido. La verdad es que si sumáramos la apuesta diaria, la multiplicáramos por las semanas del mes, estas por los doce meses del año y estos hasta por cinco años más, me hubiera tocado dejar de estudiar un semestre en la universidad y trabajar exclusivamente para pagar la deuda. También podría entregarme a los brazos del suerte y a la orden, esperando ganarme un premio de un millón doscientos mil pesitos. (Más crónicas de Usme: Guepardos en la nieve).

Mi lugar de trabajo estaba ubicado frente a un altar de la Virgen del Carmen, que los conductores habían puesto en la Avenida Santa Librada para que los protegiera. A ellos y a sus autobuses que, por cierto, esos días estaban siendo pintados de verde. Transmilenio los había puesto a su servicio, cosa que la virgen no pudo evitar. Ya se sabe que frente al monopolio no hay santo que valga. Lo cierto es que mi suerte y a la orden iba respaldado por una miradita a la virgen cada que un cliente salía de la oficina. Esta era frecuentada por personas de diferentes oficios y profesiones. De entre ellas había dos que entraban y nunca apostaban: Leidy y el Traque. Leidy era una niña que iba para que yo le ayudara a hacer las tareas. A veces solo a pasar el rato. Un día, después de tantas jornadas juntas, le pregunté qué quería ser cuando grande. Me contestó que chancera. Hace unos cuatro meses la volví a ver. Ya tenía cara de quinceañera. Le hice la misma pregunta:

—Leidy, ¿qué quiere ser cuando sea grande?

—No sé, Xiomara, no sé —me contestó.

Al Traque nunca le hice esa pregunta. Pasaba con tanto afán que a duras penas lograba saludarlo. Entraba con la mano llena de monedas, el olor característico, la pinta de siempre y la misma inquietud:

—¿Cuánta plata hay aquí? —decía.

Yo le contaba las monedas y él salía satisfecho, no por la cantidad sino por la seguridad de su riqueza.

Los primeros meses de trabajo se me dificultó hacerme a los clientes. Recuerdo que salía a la puerta y con una voz entre suave y avergonzada decía: ¡Chance a la orden! Creo que eso funcionó. Uno de mis primeros clientes fue un profesor de tenis. Su apuesta era al número 328. Lo recuerdo bien porque un día que no lo hizo, cayó como el número ganador. Nunca olvidaré su cara de tragedia. Aun así, siguió metiéndole plata al mismo número. Muchas veces mandaba a su hijo menor, Diego se llamaba, para que yo le fiara el chance. Después de un año terminó por adeudarme $89.000. Platica que se perdió.

Había clientes muy curiosos. Por ejemplo, Jenny. Una chica de unos veinticinco años que actuaba como si tuviera ocho. Siempre era la primera en llegar. Creo que estaba pendiente de mi arribo a la oficina, entre cuatro y cinco de la tarde. Cuando me retrasaba venía corriendo y me hacía el reproche:

—¿Por qué abrió tan tarde, señorita? ¿Tenía que hacer alguna diligencia o su mamita estaba enferma? Porque si su mamita está enferma dele una agüita de… ¡Blablabla!

Yo le hacía rápido los números y pronunciaba la frase célebre: ¡Suerte y a la orden! Después no había nada más qué decir. Su visita terminaba.

Antes de las seis llegaba don Francisco. Este era un viejito encorvado como un tres, que vendía comida marina: caviar, langostinos, camarones. Comida que mi exigente paladar rechaza, pues prefiere la herencia africana: la morcilla, el chorizo, los embutidos. El viejito hacía el chance o los chances. Sus apuestas eran una hilera de numeritos de cincuenta y cien pesos cada uno. Cuando terminaba con él tenía la mano tan cansada que no me quedaban ganas de hacer un chance más en toda la noche. Doña Josefina me obligaba a continuar. Llegaba de afán porque tenía una tienda a la vuelta de la esquina y no la podía dejar sola mucho tiempo. A veces hacía su chance y me decía:

—Mijita, que pase a donde el viejo Lito que le va jugar unos números. Él no puede venir porque el chuzo está lleno de borrachos.

Si tenía tiempo o si podía dejar a Leidy en la oficina, corría hacia allá con la valera, el papel carbón, el listado de números de las loterías y el señor esfero, causante de un callo en el dedo corazón de mi mano derecha. Antes de entrar a la tienda de don Lito tomaba aire y me llenaba de paciencia. Sabía que durante un rato tendría que someterme a los coqueteos e insinuaciones de los borrachines.

Después del primer semestre, el trabajo se fue volviendo más ameno o quizá ya me había acostumbrado. Los clientes saludaban con familiaridad. Cada uno tenía una historia para contarme en los cinco o diez minutos que se demoraban haciendo su apuesta. Pero había una historia común entre ellos. Todos la conocían o creían conocerla, o conocerlo a él, al Traque, un personaje que transitaba por las calles de Usme. Yo, como sin querer queriendo, también terminé conociendo su historia. Una versión recopilada con las versiones de la gente, una especie de leyenda urbana a la que cada uno le agrega su toque secreto.

La primera vez que vi al Traque cruzaba frente a la oficina con un bulto de cemento al hombro. Don Huguito iba a pañetar la fachada de su casa y él le llevaba uno de los insumos. Después lo veía con frecuencia. Pasaba por la oficina, por mi cuadra, por las avenidas principales. A veces estaba recogiendo cartón, vidrio, mejor dicho, reciclando. Otras veces, lo veía tirado en cualquier andén con la cara llena de raspones, golpeado, como si alguien se hubiera ensañado contra su cuerpo. De esa gente no hablaré aquí, no valen la pena. Ellos son cualquieras, el Traque no.

El Traque ayudaba a las viejitas a pasar la avenida o de noche acompañaba a la gente hasta las puertas de sus casas. Terminados sus actos de solidaridad, pedía monedas a los beneficiados que, ante tanta cordialidad, le daban sus pesos. Algunas personas se aprovechaban de su nobleza y le pagaban poco, casi nada. El Traque proletario solo tenía su fuerza de trabajo, que vendía bajo las condiciones impuestas por sus empleadores. Seguramente, si las neuronas no se le hubieran agotado por tanto consumo de bazuco, El Traque hubiera pensado en la dictadura del proletariado. Pero la realidad era otra. Se gastaba los pagos mediocres en comida y vicio, sobre todo en bazuco.

Algunas veces venía a la oficina y hacía la pregunta de rigor:

—Mona, ¿cuánto hay aquí?

Y extendía la mano con las monedas.

Un día se cruzó con doña Josefina en la puerta. Ella me preguntó qué quería. Le dije que solo necesitaba saber cuánto dinero tenía en la mano. Entonces, sin el afán que la caracterizaba, me dijo:

—Pobre muchacho, el papá lo echó de la casa hace años porque se le robó el revólver y se lo vendió.

Ahí se despertó mi inquietud por El Traque. Empecé preguntándole a los fervientes devotos de la suerte que me visitaban cada noche sobre su vida. Don Huguito me contó que lo había golpeado porque le había insultado a uno de los hijos y, por eso, ya no lo llevaba en la buena. Jaime, el barrendero de los buses que parqueaban al lado de la virgen, me dijo que El Traque se había volado de la casa porque el papá, un tombo hijueputa, llegaba borracho a golpearlo. El pelao no aguantó más, se abrió de la casa y cogió la calle.

Marcela, una muchacha que juega baloncesto, pasó un día a averiguar el resultado del chance. Mientras miraba el tablero, le hizo un gesto de saludo al Traque, que pasaba por la calle. La curiosidad me tentó a preguntarle por él. Con un gesto de extrañeza me dijo:

—Yo tengo una amiga que se llama Jacqueline y vive al lado de la casa del papá del Traque. El papá es policía. Un día echó al muchacho porque estaba cansado de tener un vicioso bajo el techo. Jacqueline le dio posada hasta que un día se le robó el balón de baloncesto y fue y lo vendió. Mi amiga nunca más lo volvió a dejar quedar en su casa. Aunque a veces le daba comida, lo dejaba bañar y le regalaba ropa vieja para que se cambiara.

Marcela terminó su comentario: —El vicio es muy duro, pero muchas veces más duros son los padres —y se fue.

Tiempo después, una tarde me quedé por fuera de la oficina porque había perdido las llaves. Así que, mientras esperaba al cerrajero, pasé a tomarme una gaseosa en la tienda de don Lito. Me senté en una butaquita al lado izquierdo del orinal donde Jaime depositaba los líquidos acumulados en su vejiga. Ahí le pregunté desde cuándo conocía al Traque. Él hizo el cálculo mental, se subió la cremallera, y me dijo:

—Como desde los doce.

—¿Y alguna vez fue a la escuela?

—Que yo sepa, no. Nunca lo vi con uniforme ni esas maricadas. Debe ser por eso que el chino no sabe contar.

Me empleé un año más en la oficina de chance, terminé la carrera universitaria y conseguí trabajo como profesora en un colegio de la Localidad. Al Traque, así como a los clientes del chance, me lo seguía encontrando por las calles. A los que daban la cara los saludaba. A los que no, no les insistía. El Traque siempre dio cara, con golpes o sin ellos, siempre dio cara.

Nadie me dijo nunca que sintiera odio por El Traque o que hubiera sido golpeado o atracado por él. Es por eso que el día que me encontré a Marcela en un bus, hará unos cuatro meses, me sorprendió la pregunta que me hizo:

—¿Sí sabía que mataron al Traque?, al muchacho ese por el que usted me preguntó un día.

La cinta del casete se me devolvió. El sentimiento de impotencia, rabia y dolor, me invadió la cabeza, mientras miraba por la ventanilla las dos cárceles que dan entrada a Usme: La Picota y el Batallón de Artillería del Ejército Nacional. Le pregunté a Marcela por el autor del crimen y me dijo que no sabía, que solo había visto los carteles funerarios que invitaban al entierro.

Hace unos veinte días volví a visitar la tienda de don Lito. Me pareció que el tiempo allí se había detenido. Los estantes seguían siendo los mismos y los clientes también. Aproveché la confianza ganada en el pasado y pregunté por El Traque. Ninguna de las cinco personas que ahí estaban dijo algo. Al cabo de un momento, don Ciro me dijo:

—A ese lo mataron

—¿Y por qué?

—Eso no se sabe

—¿Y quién lo mato?

—Eso tampoco se sabe.

El ambiente se tornó un tanto desagradable, como que la confianza se había perdido o como que la discreción con una pizca de temor inundaba la voluntad de todos. No pregunté más. Era obvio que nadie diría otra palabra al respecto. Pedí un paquete de galletas Wafer y me despedí de todos deseándoles anticipadamente feliz navidad y próspero año.

En el local donde quedaba la oficina del chance, el anuncio ya no dice Apuestas Echeverry. De hecho, tampoco existe una empresa que tenga este nombre, pues el monopolio extranjero también cooptó a la empresa nacional del sector. Ahora hay unas cabinas telefónicas y un café Internet. Entré a hacer una llamada y me encontré a Jaime. Aproveché y le pregunté por El Traque. De forma muy educada me dijo:

—Mona, a ese men lo mataron.

—¿Merecía morir?

—No. Nunca en la vida, nunca en la vida. Ese men la guerreaba por lo suyo.

El Traque fue una de esas personas que no se olvidan. Yo creo que hasta a la misma Leidy le marcó la existencia. Un día de tantos, mientras hacíamos tareas, me dijo que tenía que ganar el año porque su mamá le había dicho:

—Leidy, Leidy, si no estudia y pierde el año, se la va a llevar el Traque.

Por supuesto que El Traque estaba llevado, pero nunca se llevó a Leidy. Aunque a él sí se lo cargaron. Se lo cargaron los paramédicos de la ambulancia cuando lo encontraron muerto en uno de los barrios de la UPZ Yomasa. Dicen que fueron los del negro coche, aquellos de los que habla la canción de Andrea Echeverri: En las horas de la noche, en un negro coche, todos saben a qué vienen, qué intensiones tienen.

Al Traque, a pesar de mi consabida muletilla, utilizada para animar a los apostadores, nunca le dije suerte y a la orden. No era eso lo que él necesitaba.

* Estos textos fueron publicados originalmente en la revista “Surgente”, producto literario de jóvenes escritores de la localidad de Usme, liderados por el escritor Rodolfo Celis @Fito Celis.

Por Xiomara Fino * / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar