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Santiago Wills: cuando el animal es polo a tierra de la humanidad

El periodista se estrena en la ficción con la novela “Jaguar”, un retrato polifónico de la guerra en Colombia.

Daniela Cristancho Serrano
10 de mayo de 2022 - 02:00 a. m.
Santiago Wills, periodista, escritor y profesor del Centro de Estudios de Periodismo de la Universidad de los Andes.
Santiago Wills, periodista, escritor y profesor del Centro de Estudios de Periodismo de la Universidad de los Andes.
Foto: Sebastián Jaramillo Matiz.

Escribir como si se tratara de bailar ballet. Con la rigurosidad que merece, con la autocrítica que, para un buen lector, inevitablemente conlleva. Un símil que ya había hecho en un artículo Susan Sontag, y al que me remite Santiago Wills: “Tras bastidores ella había hablado con directores y con todo tipo de artistas, y todos, de alguna u otra manera, aceptaban felizmente sus halagos. En cambio los bailarines de ballet, y ella incluía entre ellos a Mijaíl Barýshnikov, estaban en una depresión absoluta. Sabían que se habían equivocado en un paso, sabían que no habían extendido lo suficiente un brazo. Y puede que nadie en el público se hubiera dado cuenta de eso, pero ellos lo sabían, porque tenían en su cabeza cómo era ese baile perfecto, que es inalcanzable. Y bueno, siento que un buen escritor es igual. Todo libro es un fracaso, como decía George Orwell”.

Wills me habla de la escritura y de la frustración que de ella emerge. De la distancia que se marca con respecto a los grandes escritores, a pesar del cariño, la dedicación y el insomnio, y de la utopía que es pretender alcanzarlos. Sin embargo, para él escribir también ha sido un respiro y una gran ilusión. De ello da cuenta Jaguar, su primera novela, en la que narra la historia de Martín Pardo, un comandante paramilitar que desapareció un pueblo entero y al que nunca desampara su mascota, un jaguar llamado Ronco. “Transitar a la ficción fue una delicia, porque en el periodismo estamos todo el tiempo muy restringidos. Están los hechos y tenemos que atenernos a ellos. Con la ficción fue, por fin, ese momento de darles la vuelta a todas esas historias que, cuando había estado cubriéndolas, terminaban, narrativamente, de una forma que me parecía patética. Acá podía darles el final que merecían. Podía experimentar formalmente, jugar con el lenguaje, podía, en alguna medida, divertirme mientras escribía”.

El permiso del juego se lo concedió Ulises, pues le mostró formas que no pensó que fueran posibles en un libro y, a raíz de esto, decidió hacerle un homenaje a la obra, al igual que a tantas otras. “Sontag también decía: ‘Yo no escribo porque haya una audiencia, escribo porque hay literatura’. Cuando el libro le toca a uno, es una dicha absoluta, y poder dar esa dicha también me emocionaba. Poder producir esa experiencia que me hacía tan feliz de niño era una gran ilusión al hacer ese tránsito a la ficción”.

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Jaguar está lleno de guiños constantes: en el prólogo, Wills recibe la novela de un amigo periodista, una idea que se inspira, a su vez, en el prólogo del Quijote; la voz de Arturo, el hermano de Martín, nace de La muerte de Carlos Gardel, de António Lobo Antunes, y algunas experiencias de Ronco se encuentran en las páginas de La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata.

El escoger la figura del jaguar y el contexto de la selva para el libro no fue gratuito. “De chiquito, La llamada de la selva, de Jack London, me tocó profundamente. Hubo un par de meses que llevaba el libro a todas partes pensando que si me moría, quería que me encontraran con ese libro al lado, no sé por qué. De London también empezó el tema de los animales, esa fascinación”, cuenta Wills a través de la cámara del computador. En el fondo veo en su pared una escultura: la cabeza de un jaguar que muestra sus colmillos.

“Ronco, en las primeras versiones del libro, era un tigrillo”, asegura el autor, quien partía, a su vez, de su padre, que había criado como mascota a una tigrilla rescatada por la Universidad Nacional, donde ejercía como profesor de zootecnia. “Pensaba que era imposible que alguien tuviera un jaguar de mascota. Me parecía parte de los mitos que habían utilizado los paramilitares para asustar a las personas, como una demostración de poder. Ronco se transformó de tigrillo en jaguar cuando encontré la foto de Jesús Abad Colorado de Pecoso, este jaguar que era de un paramilitar que se llamaba Salomón Feris, alias 08”.

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Afirma Wills que para los paramilitares y muchísimas otras figuras a lo largo de la historia estos animales han sido símbolos de poder, de la capacidad de dominar al depredador más poderoso de la tierra. Pero para Martín Pardo -el protagonista de su historia-, la relación con este felino es diferente: “Ronco es el polo a tierra de la humanidad de Martín. Él pierde eso cuando lo pierde. El jaguar es lo que le queda. Es como una cuerda de la que vive, que se está deshilachando, pero a la que él se agarra para no perderse completamente. Él empieza siendo una persona común y corriente, y lo que permite que Martín se aferre a evitar esa violencia desatada y azarosa es su amor por Ronco y su amor por Amalia, y cuando eso se pierde, empieza el caos”.

Otros elementos simbólicos a lo largo de la novela van dando cuenta de cómo Pardo, alias Jaguar, se aleja cada vez más de lo que alguna vez fue. Uno de ellos son los naipes, una baraja de naipes azules con los que, en un principio, el protagonista y su hermano Arturo, juegan en medio de la selva. “Cuando Martín es adulto, llega Chamizo, que es un psicópata, y empieza a determinar la suerte de las personas de un pueblo con cartas y Martín se presta para eso, y eso es lo que destruye a Arturo. La guerra se vuelve un juego macabro y los naipes eran algo que ellos compartían y que reflejaban el amor fraterno, entonces perderlo implica cierta traición”, asegura Wills, quien tiene una colección de más de 100 barajas. “Ese azar siempre me pareció de lo más cruel que se puede hacer en la guerra. Se quiera o no, hay ciertas reglas en la guerra, y las formas más degradadas de la guerra en Colombia se han dado cuando esas reglas se rompen”. La escena se le ocurrió al autor cuando leía sobre Braulio Herrera, quien determinó, con un péndulo, quién era un infiltrado de la CIA. “Quería un símbolo que fuera representativo de ese momento cuando ya se perdió todo, y por eso mismo cierro con esa frase ‘Baraja los naipes’. Ahí se desató la violencia”.

La historia se cuenta desde diferentes voces, en diversos momentos. El capítulo final es la suma de muchas de ellas, que cuentan, o quizá gritan, lo que sucede desde diferentes puntos de vista y se titula “Coro”. “Quería, en parte, reflejar este caos al que se llega con la degradación absoluta de la guerra. Joseph Brodsky dijo: ‘En una verdadera tragedia, no es el héroe quien muere; es el coro’, y el libro más o menos cuenta eso. Siento que la violencia es coral, hay un millón de voces gritando para que se detenga, y el coro lleva todas esas voces”. La polifonía en el texto es un reflejo de la multiplicidad de verdades que tiene el conflicto colombiano. Historias que, en palabras del autor, sería ingenuo y simple juzgar.

Por Daniela Cristancho Serrano

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