La Esmeralda (Cuentos de sábado en la tarde)

Después de su libro de crónicas de viaje, Alejandro López Mejía reaparece con estos cuentos “Rumbo al territorio de los dioses”, de los cuales reproducimos aquí uno de ellos.

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Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
08 de marzo de 2025 - 07:00 p. m.
Portada del libro de cuentos de Alejandro López Mejía "Rumbo al territorio de los dioses".
Portada del libro de cuentos de Alejandro López Mejía "Rumbo al territorio de los dioses".
Foto: Taller de Edición Rocca,
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Tomado del libro de cuentos Rumbo al territorio de los dioses, publicado por Taller de Edición Rocca, sello Ex Libris, febrero de 2025.

Para Olver Bernal

Olivo Franco pasó tres días encerrado en el hotel en Sevilla, esposado a la esmeralda, furioso de perderse las faenas de César Rincón en la Real Maestranza de Caballería. Incapaz de comunicarse con Bogotá por la huelga de Telecom, se dijo: «Maldito Mariano Ospina, que fundó esa empresa de porquería». A la salida del hotel, tomó un taxi camino a la isla de la Cartuja sin saber bien qué iba pasar, sólo tenía la certeza de que su misión llegaba a su fin y su rabia era tal que sabía por dónde le diría a Nepomuceno que se metiera la esmeralda.

La experiencia de Olivo con piedras de todo tipo empezó desde su niñez. De hecho, sus años más formativos los pasó en Chivor, adonde llegó a causa de un piedronón. Sí. Muerto de rabia con un matón que le jodía la vida en su colegio de Bogotá, a sus ocho años tomó en las manos una piedra de tres kilos, se la tiró en la cabeza al compañero y lo envió derecho al hospital. La rectora del colegio le dijo a la mamá de Olivo:

—Doña Daniela, es mejor que envíe a su hijo lejos de acá, pues su vida corre peligro. Se lo digo con conocimiento de causa.

Aterrada, doña Daniela le pegó una pela y un regaño a su hijo como nunca más lo volvió a recibir y lo empacó en un bus hasta la casa de su hermana en el valle de Tenza.

En Chivor, Olivo se convirtió en leyenda. Era el mejor en todo. El estudiante estrella, el senderista más veloz para subir el cerro Somondoco, el nadador más avezado del río Súnuba, el campeón de billar en las fiestas decembrinas, el mayor bebedor de cerveza y conocedor sin par de la chicha, el guarapo, la carne al caldero, la gallina asada y la fritanga. Su fama llegó a ser tal que Víctor Carranza, guatecano y zar de las esmeraldas, quiso volverse su amigo e intentó conquistarlo llevándolo a las minas de Muzo a enseñarle que las esmeraldas de calidad debían ser transparentes y libres de inclusiones e imperfecciones internas. Olivo se dijo: «Con este no me meto. Esmeraldero no soy».

En su último año de colegio sacó el segundo mejor examen del país en la prueba organizada por el Instituto Colombiano para la Evaluación de la Educación. En Chivor hicieron fiesta y con lágrimas lo vieron partir cuando se fue a la universidad. De regreso a Bogotá, después de haber vivido diez años en Chivor, no se perdía corrida de toros en la Santamaría, sabía más de economía que los profesores de su facultad y al graduarse entró al Banco Central. Los años de juerga se fueron yendo y aparecieron responsabilidades crecientes. Su trabajo incansable y su malicia indígena le harían ganar la reputación de ser el mayor conocedor de los agregados monetarios y de ser un sabueso para detectar problemas en los bancos con sólo oler un balance.

Después de veinte años de trabajo silencioso, de salvar al país de la inflación y de crisis financieras y de formar a una nueva generación de banqueros centrales, el gerente lo llamó un día a primera hora de la mañana y le anunció:

—Olivo, le tengo una misión muy delicada. Debe llevar una de las esmeraldas más grandes del mundo a la Exposición Universal de Sevilla, la cual coincide con el quinto centenario del descubrimiento de América. Nuestro departamento de seguridad lo va a contactar.

La misión era un premio al trabajo de toda una vida. A los pocos minutos de colgar con el gerente, el capitán Velásquez, director del departamento de seguridad, contactó a Olivo para que se reunieran de inmediato en las bóvedas subterráneas del banco. Era el sitio más seguro del país, donde se guardaban los billetes nuevos y los viejos que salían de circulación. Ahí estaba la esmeralda, recién traída del Museo del Oro. Era del tamaño del puño de Mohamed Alí, de una dureza única, de una tonalidad verde, brillante, balanceada, profunda. Al lado de la esmeralda, el capitán Velásquez le manifestó:

—Olivo, esta es una misión secreta de alto riesgo. Usted sabrá cuándo empieza veinte minutos antes de subirse al camión de valores blindado del banco. Va con la esmeralda directo al aeropuerto. A partir de esta tarde tenga en su oficina la valija con lo necesario para el viaje a Sevilla y esté listo para salir de manera inmediata apenas le avisemos. En la tarde, además, le daremos un curso de cómo actuar si, en caso de un asalto, se viera obligado a conducir el camión.

Olivo fue a empacar la maleta a la hora del almuerzo. Le pidió a su esposa que no le dijera a nadie nada de nada y al despedirse le advirtió que, como la fecha de la misión no estaba definida, no se podía descartar la posibilidad de que el viaje fuera esa misma tarde.

La misión empezó tres días después. Olivo se encontraba en una reunión con la Junta Directiva del Banco Central cuando la secretaria del gerente le dijo al oído:

—El capitán Velásquez lo necesita ya en el garaje subterráneo. El camión blindado está listo para partir.

Maleta en mano, en menos de cinco minutos, Olivo estuvo en el sótano con el capitán, quien le hizo entrega de un maletín que contenía la esmeralda. Luego le puso una esposa de seguridad en la muñeca izquierda y se la amarró al maletín diciéndole:

—En ningún momento se vaya a quitar estos grilletes. Acá está la llave para que los pueda abrir y retirar cuando entregue la esmeralda en el aeropuerto de Madrid a un representante de nuestro cuerpo diplomático. Guárdela dentro del maletín, donde también hay papeles oficiales relacionados con la esmeralda, incluidas cartas con las razones por las que usted la transporta y documentos con las especificaciones exactas de la piedra. ¡Ah, y se me olvidaba! Acá le entrego también entradas a la Maestranza para que vaya a ver tres corridas y pueda aplaudir a nuestro ídolo, el gran César Rincón. El gerente se las envía de regalo.

Dicho esto, Olivo y el capitán Velásquez se montaron al camión blindado y salieron rumbo al aeropuerto. Adelante, un carro les abría el camino y, atrás, dos camionetas los escoltaban. Olivo se sentía nervioso con tanta seguridad, pero a la vez satisfecho de que las directivas del banco le tuvieran la confianza de ofrecerle una tarea de tanta responsabilidad. Al llegar al aeropuerto, el camión, saltándose las filas de emigración y las de control del pasaje con la aerolínea, se fue por la pista hasta el avión. Antes de abordar, el capitán del vuelo saludó a Olivo y a Velásquez, y este último dijo:

—Buena suerte, Olivo. Hasta acá lo acompaño. Manténganos al tanto de todo.

El viaje a Madrid lo hizo en primera clase, con los grilletes siempre puestos. De acuerdo con el plan, nadie se sentaría a su lado. Se soñó en la Maestranza. Vio varias películas en la televisión y un documental sobre la Expo 92, la exposición en Sevilla donde estaría la piedra. Para mantener sus sentidos alerta, se aguantó las ganas de un whisky y acompañó la cena sólo con un tempranillo.

A pesar de no haber pegado el ojo durante todo el vuelo, Olivo llegó a Madrid con el ánimo encendido, imaginando que el final de su misión estaba ya al alcance de su mano. Para su sorpresa, en contra de lo prometido por el capitán Velásquez, la delegación colombiana no lo esperaba a la salida del avión. Aguardó durante media hora hasta que uno de los empleados de la aerolínea le explicó que él no podía seguir allí y le pidió que se dirigiera a la salida del aeropuerto o que hiciera la conexión a su siguiente vuelo. Molesto, Olivo llamó a la embajada de Colombia desde un teléfono público y, después de una larga espera, el agregado cultural le informó que la embajada no sabía nada de ninguna esmeralda. Le aconsejó irse derecho a Sevilla y le aseguró que les avisarían al cónsul y al encargado del pabellón de Colombia en la Expo 92 para que estos lo recogieran al llegar a la perla del Guadalquivir.

De inmediato, Olivo quiso informarle al gerente del banco de la situación. Los teléfonos del banco emisor estaban siempre ocupados y Olivo tomó su decisión sin consultarle a nadie. Optó por no viajar a Sevilla al día siguiente, cambió sus pasajes para el vuelo que salía en cinco horas y le pidió al agregado cultural que le avisara al cónsul. Y como tenía hambre y no había restaurantes antes de la zona de inmigración, se fue a comer unas tapas afuera del aeropuerto.

La decisión de salir a comer le supo a cacho, puesto que, al regresar a la zona de abordaje, los guardias de seguridad lo detuvieron al verlo esposado a un maletín. Le exigieron entonces que les mostrara su contenido. Olivo les dijo:

—Se los muestro pero no acá. Vayamos a un sitio privado. Esto es demasiado valioso, mmm.

Los guardias se comunicaron con el personal de antiexplosivos y el de antidrogas y lo condujeron a un salón remoto del aeropuerto. Allí, antes de requisar el maletín, desnudaron a Olivo y lo hurgaron por todos lados. Satisfechos porque no parecía un terrorista y tampoco llevaba drogas dentro de su cuerpo, le pidieron que abriera el maletín. Al ver la esmeralda, uno de los guardias exclamó:

—Tío, pero ¿qué es esto? ¿Acaso sois un contrabandista?

Olivo le explicó la situación y tuvo la oportunidad de mostrarle las cartas y los papeles sobre la esmeralda.

Otro de los guardias repuso:

—Pero cómo se les ocurre a tus jefes dejarte viajar solo con esta esmeralda. ¡Sudacas irresponsables!

Lleno de irritación y humillación, Olivo se montó al vuelo hacia Sevilla cuando ya estaban cerrando las puertas del avión. En esta ocasión la tripulación no fue tan amable como la del viaje desde Bogotá, y tuvo que sentarse en clase económica en medio de dos pasajeros. Todas las personas lo miraban con signos de interrogación y, antes de despegar, uno de sus vecinos de puesto se atrevió a preguntarle por las esposas de seguridad y por el contenido del maletín. La respuesta fue:

—Esto es un asunto secreto y de alto riesgo. Es mejor que usted no sea tan curioso, mmm.

Ante semejante contestación, el vecino no volvió a abrir la boca durante el resto del vuelo. Al aterrizar, Olivo respiró hondo y se dijo: «Por fin se acabó esta vaina. Ahora sí a gozar de las corridas de toros y de las faenas de César Rincón».

El ratico de tranquilidad duró poco. Al bajarse del avión, Olivo se dio cuenta de que en Sevilla tampoco lo esperaba nadie. Al llamar al consulado sintió que su ritmo cardíaco y su presión sanguínea estaban elevados. La secretaria que contestó la llamada se disculpó y le pidió que tomara un taxi a la Expo 92. Le explicó que ni el cónsul ni el director del pabellón de Colombia podían recogerlo, dado que tenían una reunión programada con el gerente de la Federación de Cafeteros para discutir la promoción del café de Juan Valdez durante la Exposición Universal. La cortesía de la secretaria no impidió que Olivo le dijera:

—Menciónele al cónsul que esto es una irresponsabilidad sin nombre y que ojalá se atenga a las consecuencias, mmm.

Irse en taxi a entregar la esmeralda era una operación de alto riesgo y Olivo intentó consultar con Bogotá. A pesar de que en Colombia era aún temprano en la mañana, los teléfonos seguían sonando ocupados y él tomó el riesgo de irse en taxi solo y finalizar su misión. Al llegar a la entrada principal de la feria exposición, le dijeron que el pabellón de Colombia quedaba en el otro extremo y que era posible llegar hasta allá a pie, una caminata de cuarenta minutos en medio de un gentío brutal, o en uno de los buses de la Expo 92. Ante la disyuntiva tomó el bus y, como estaba lleno, se fue de pie con su valija en una mano y el maletín con la esmeralda en la otra.

Al entrar al pabellón de Colombia, Olivo saludó al gerente de la Federación de Cafeteros, que se veía contento con la manera como habían organizado los puestos de Juan Valdez. Y luego fue al segundo piso a la oficina del director del pabellón, quien le dijo:

—Encantado, soy Ariel Nepomuceno. Gracias por traer la esmeralda, pero desgraciadamente la bóveda donde será exhibida aún no está lista. Le toca llevarse la gema a su hotel y regresar en tres días.

Olivo mantuvo la calma al decir que no era su responsabilidad seguir atado a la esmeralda y que no se iría al hotel hasta entregarla.

Nepomuceno llamó al cónsul y este al embajador para que averiguara con los españoles si era posible guardar la esmeralda junto al tesoro de los quimbayas que el presidente Holguín le había regalado a la reina María Cristina en 1891 y que también sería expuesto durante la Expo 92. Después de varias horas de espera, el embajador llamó con la noticia de que los españoles no querían correr el riesgo de guardar la esmeralda junto al tesoro quimbaya. Le ordenó a Olivo llevársela a su hotel hasta nuevo aviso, que la seguridad de la piedra no era responsabilidad ni del embajador ni del cónsul ni de Nepomuceno ni de nadie del Ministerio de Relaciones Exteriores.

Tras insultar al embajador y colgar el teléfono, Olivo hizo un esfuerzo sobrehumano para no arrojar la esmeralda a la cabeza de Nepomuceno y se marchó al hotel. Allí permaneció tres días esposado a la esmeralda, sin salir de su cuarto, viendo las faenas de César Rincón por televisión. Cada hora intentaba informarle al banco en Bogotá de la situación, pero la línea telefónica siempre sonaba ocupada. También le escribió un telegrama al capitán Velásquez. Nunca obtuvo respuesta. Durante las noches fue poco lo que durmió. Las escasas veces que pegó los ojos, y con ciertas variaciones, soñó que Víctor Carranza venía a hacerse cargo de Nepomuceno a cambio de la esmeralda para regalársela a una de sus amantes.

Al tercer día de encierro lo despertó el teléfono. Era el gerente del banco:

—Hola, Olivo. Hasta ahora recibimos su telegrama. Gracias a Dios Telecom estuvo en huelga durante los últimos días y estuvimos incomunicados. Imagínese la tragedia si nosotros tampoco hubiéramos podido dormir. Por lo menos usted fue el único preocupado. En todo caso, no se angustie que la situación ya está solucionada. Puede irse ya al pabellón de Colombia y terminar su misión. Ah, y siento mucho que no haya podido ir a la Maestranza a ver a César Rincón. Espero que lo haya disfrutado en televisión.

Ya casi sintiéndose libre, Olivo tomó el taxi a la isla de la Cartuja para entregar la esmeralda. Al llegar al pabellón de Colombia, Nepomuceno lo recibió y le pidió mil excusas tanto en su nombre como en los del cónsul y el embajador. Olivo se abstuvo de decirle por dónde se debía meter la esmeralda. Respiró profundo y contestó:

—A ver, la verdad es que la actitud de ustedes me pareció de una irresponsabilidad total. El disgusto que me han causado es imperdonable y estoy seguro de que el presidente no dejará pasar este evento sin tomar acción, mmm.

Y hecho el punto, se fue a caminar por la orilla del Guadalquivir.

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Por Alejandro López Mejía, especial para El Espectador

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