Una sala espaciosa, con algunos cuadros arrinconados y con los cerros de Bogotá mirando de frente. En ese lugar de su apartamento, que refleja la soledad que tanto le gusta, Darío Jaramillo Agudelo se sienta con un tinto en la mano y empieza a hablar de poesía y a mostrar su sentido del humor en medio de la seriedad que muchos comentan de él.
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Antes de hablar del Premio León de Greiff que recibió hace unas semanas en la Fiesta del Libro de Medellín, y de algunos de los poemas que eligió para la antología que publicó meses atrás el Fondo de Cultura Económica, Jaramillo Agudelo rememoró a tres hombres que fueron claves para el interés y la relación que el poeta nacido en Santa Rosa de Osos, en Antioquia, construyó con el lenguaje y la literatura.
Esos hombres fueron Fernando Roldán, su bisabuelo; José Domingo Jaramillo, su abuelo paterno; y su papá, Alonso Jaramillo. Del primero dijo que era una persona que “hablaba mucho y me sacaba a pasear por Santa Rosa y por los caminos veredales que hay rondando el pueblo, y en esas caminadas me enseñaba palabras: ‘eme con a, ma, eme con e, me’, y llegábamos a la casa y me mostraba. Él pasaba temporadas allá, me hacía esta jugada y fueron varios paseos. Lo que saqué de ahí es que ya podía distinguir el alfabeto y montar las sílabas y hacer el ejercicio de lectura”.
De José Domingo Jaramillo, su abuelo, el poeta antioqueño recordó que lo había conocido cuando era ciego, pero que años después de esa primera infancia pudo acceder a una cirugía que le permitió ver por uno de sus ojos al final de su vida. “Él era un hombre ciego que tejía cabuya. Él tenía el recuerdo de infancia las historias de la tradición oral antioqueña, todo un repertorio que lo vi solamente en un libro que se llama Testamento del paisa. Todas esas historias me las contaba cuando iba a su casa, me quedaba a dormir allá y el último episodio de la noche era él contándome un cuento, tantos que yo ya tenía también repertorio y le pedía que me contara alguno que ya había contado”, afirmó Jaramillo.
“Mi padre, además de su figura paterna, era comerciante y tenía una gran biblioteca, le interesaba mucho leer. Se sabía de memoria muchos poemas: los de Santa Teresa, los de San Juan de la Cruz, de Lope de Vega, y a mí me encantaba como sonaban. Él en esos juegos se dio cuenta de que yo tenía fascinación por las palabras. Él aprovechaba y me repetía varios poemas. Esos tres caballeros lo que hicieron fue acercarme de diferentes maneras a las palabras, crearme cierta pasión, cierta intriga, cierto temor y cierto amor por ellas. Creo que ese fue uno de los elementos que yo quisiera ya de adolescente utilizar las palabras para tratar de aclarar todo el embrollo que tenía en la cabeza”, aseguró el también novelista y ensayista de 78 años.
A usted le entregan el premio León de Greiff, y León de Greiff es uno de sus referentes. Entiendo yo —de pronto me equivoco—, pero quería preguntarle por ese símbolo que quizás haya detrás de que el nombre de ese premio sea el de uno de los poetas que usted más leyó en su vida.
Yo he sido muy de buenas con los nombres de los premios que me he ganado. Además del León de Greiff, me gané el premio Federico García Lorca, que es una superestrella de la poesía, un tipo que me da gusto. Me gané uno de novela que es Juan Antonio de Perea, que después, tal vez, de Galdós es el novelista español del XIX que más me interesa. En fin. En general creo que es una muestra de la buena suerte que he tenido con los nombres de los premios que me he ganado.
¿Por qué el género epistolar era tan importante para su narrativa?
Cuando era un adolescente las cartas eran algo muy habitual. Había carteros, se mandaban cartas, uno tenía apartados aéreos donde llegaban cartas. En general, era un medio de comunicación que fue sustituido por el correo electrónico, pero era algo muy habitual. Entonces uno ahí contaba: yo me voy a mis 25, 26 años, mis amigos se quedan aquí, mi familia se queda aquí. Yo escribo cartas y recibo cartas. Entonces la práctica narrativa que yo tenía era esa.
De Cartas cruzadas usted dice que nunca supo el apellido de Juan Esteban, hay otro personaje que es poeta y tiene un perfil similar al de Juan Esteban. Quiero preguntarle por ese juego de la imaginación que hace usted creando escritores: ¿qué licencias se toma al crear escritores en sus novelas?
Yo creo que se puede hablar de forma y contenido aquí. Lo primero de todo es un gran desafío formal, tratar de desdoblarme para escribir como escribiría otro. Y es un ejercicio que a mí me obsesiona. Sabiendo que yo no tengo mucho sentido de continuidad, es un ejercicio que me sirve mucho. Eso desde el punto de vista de la forma: hablar como otros hablan, escribir los versos de alguien que no soy yo, con un estilo que no es el mío, a pesar de que yo no sé cuál es mi estilo a la hora de la verdad. Y desde el punto de vista del contenido, porque uno no puede escribir sino sobre lo que más o menos conoce. Y yo ese mundo del que quiere ser escritor lo he vivido personalmente por gente que he conocido. Entonces me permite hablar con cierta libertad e inventar cosas en un territorio conocido. Creo que es por eso. Pero, en fin, nunca me lo había planteado. Entonces esto son solo dos hipótesis.
Hablemos de los poemas que incluyó en la antología publicada por el Fondo de Cultura Económica. Por ejemplo, en el poema Biografía imaginaria de Seymour, usted dice: “No sé si a ustedes les pasa que se cansan un poco de la rutina cargante de ser la misma persona todos los días”. ¿A usted le pasa eso?
Como no soy la misma persona todos los días, yo me planteo eso al contrario. Lo que yo siento, para decirlo con la imagen que utilizo —que no es exacta, simplemente una imagen para transmitir— es como si hubiera almas o fantasmas que se meten dentro de mi pellejo y van desfilando por ahí. Yo no tengo mucho sentido de la continuidad, en parte porque no tengo mucha memoria o mucho interés en recordar. No sé. Pero en todo caso yo no podría reconstruir mi vida con toda claridad.
Usted ha hecho varias antologías, no solo de poesía, pero esta era antología de su propia obra poética. ¿Cómo fue ese ejercicio de memoria, de reconocimiento?
Fue muy difícil porque yo creo que mi papel con los poemas que he escrito fue escribirlos. Ya quedaron allá en el pasado y, en este caso mío, ese pasado es muy prolongado.
Fue muy difícil porque yo creo que mi papel con los poemas que he escrito fue escribirlos. Ya quedaron allá en el pasado y, en este caso mío, ese pasado es muy prolongado. La dificultad consistía en que yo tenía que leer el método y más o menos la antología quiere decir lo “mejor”. El camino que opté fue: primero, vamos a tratar de poner como fijo los poemas que siempre me piden. Cuando yo leo versos —no sé si has estado en lecturas mías— siempre leo los mismos poemas, porque son los que me piden. Entonces se repite eso, ya tengo como el libreto mental para hacerlo. Entonces dije: esto es lo primero. ¿Cuántos son los que me piden? Pues había 10, 12 o 15 poemas… diga 20, no sé. No sé cuántos, pero no muchos, no los suficientes para hacer un libro.
Ese año intenté actuar. Un amigo mío, al que le conté el problema, me dijo: “yo te escojo otros”. Y en esa discusión, oyéndolo, aunque yo no incluí la escogencia de él, me sirvió mucho esa selección como base para poder conseguir el objetivo.
En Love Story arranca diciendo: digamos que es lindo tener penas de amor y disfrazar la noche con la feroz nostalgia del bolero. Y aquí tenía dos preguntas. La primera: ¿usted de verdad considera que es lindo tener penas de amor?
Yo creo que mientras uno está enamorado es lindo tener penas de amor, porque uno está enamorado. Ya cuando uno sale del asunto, no. Pero mientras está ahí, sufriendo porque ya no llegó, porque de una manera o de otra… eso tiene su encanto.
La segunda: usted habla de los boleros, uno de sus géneros favoritos, pero en general hay una influencia de la música. Hay un poema, uno de los últimos, que se llama Chavela Vargas. Quería preguntarle por esa influencia de la música en su obra.
De hecho, yo escribí un ensayo sobre poesía popular latinoamericana, relacionándola en el caso del ensayo con la poesía clásica. Mirando cómo hay ciertas letras de boleros o de tangos o de rancheras que ya están, por ejemplo, en Lope de Vega.
Lo otro es que una de las cosas que digo en ese ensayo, que creo que es absolutamente cierta, es que las canciones como los boleros, las rancheras y los tangos son de toda mi generación, y de ahí para atrás -o lo tengo tan claro hacia adelante-, no es que uno oiga la canción y diga: “ve, está describiendo lo que yo estoy sintiendo”. No es así. Lo que realmente pasa es que yo estoy sintiendo porque mi educación sentimental ha sido inconscientemente esa. Porque yo estaba en mi pueblo, y lo que se oía en el café de la esquina era un tango que necesariamente se le grababa a uno a los seis o siete años. O un Agustín Lara. La primera canción que aprendí fue una de Agustín Lara que se llama Piensa en mí.
Es una forma de sentir, que es la forma de sentir latinoamericana. Entonces uno incluso llega al extremo de saberse canciones que no sabe que se sabía. Es como una ruedita cantada que de pronto uno siente que se sabe, la letra estaba grabada en el inconsciente, y uno la suelta porque es parte de sí. El sonido de fondo de mi vida ha sido fundamentalmente esa música. Tal vez hasta los Beatles. Siempre fue boleros, tangos y rancheras.
En Razones del Ausente, que es otro poema que con frecuencia citan de usted, hay una parte donde dice: teme que acaso la culpa sea la única parte de sí mismo que le queda. ¿Usted cree que la culpa sí es algo muy incrustado en uno?
Yo creo que hay una cultura católica inculpadora, dentro de la cual me crie. Mi familia era católica, muy ortodoxa, muy incluida en la misa, en cierto momento diaria, cuando vivíamos al lado de la iglesia. Estudié con los jesuitas, y el mecanismo de la educación religiosa está muy edificado en crear senderos culposos. “Usted no peque porque se va a sentir culpable, se va a ir para el infierno, se va a sentir mal”. Yo muy joven empecé a luchar contra ese mecanismo. No propiamente contra la religión, pero sí contra esa maquinaria de positivo/negativo, culpable/inocente, pecador/no pecador. Creo que el sentimiento religioso es demasiado digno e importante para que se parezca a un tribunal de juzgamiento. Sin embargo, en mi educación trato de ser eso y también de luchar contra eso. Tengo muy claro que esa lucha la tuve desde muy niño.
En otro de sus poemas usted escribe: “y tengo una inmensa curiosidad de saber si la poesía sirve para alguna cosa”. ¿En este punto usted cree que la poesía sirve para algo?
Sigo con esa curiosidad, pero a mí me ha servicio para exorcizar todos los demonios interiores. Por eso yo solo escribo poesía cuando lo necesito. Yo me niego a ser un escritor profesional. Creo ser un tipo que se refugia en las palabras para escribir. Por eso escribo cuando me da la gana y no me pongo plazos para nada. Es decir, no tengo ninguna actitud profesional con la escritura. Tengo más bien una relación emocional con ella y de necesidad íntima de ella.
Dice otro verse que nunca hay nada de qué arrepentirse. Eso me hizo acordar de que una vez Fernando Araújo Vélez, que era editor de Cultura en El Espectador, decía: “a la final uno nunca se equivoca”, como todo lo que uno decide y hace en la vida igual le da un sentido para definirse y para entender la vida.Pero aquí le pregunto: ¿usted cree que nunca hay nada de qué arrepentirse?
No, Fernando tiene razón. Uno nunca se equivoca. Y las cosas en que sí se equivocó están tan distantes que ya no hay modo de hacer nada. Me equivoqué yéndome a esas vacaciones en las cuales tuve un accidente, pues hombre, no sé… Pero sí, a la larga uno nunca se queda en paréntesis. Yo conozco a Fernando desde que él tenía edad de primera comunión.
Primero está la soledad, y aquí al final usted termina ese poema diciendo: primero y siempre está tu soledad y luego nada y después si ha de llegar está el amor. Quería preguntarle por la importancia de ese concepto.
Yo lo que hice es un poema equivocado. Es muy popular, entonces me da pena hablar contra él. Pero no hay una dicotomía soledad/amor, eso no existe. Uno está solo cuando está enamorado y está solo cuando no está enamorado. El amor no es un remedio contra la soledad. El amor es otra cosa, es un desdoblamiento, pero no tiene nada que ver.Lo otro es que la soledad tiene muy mala prensa. En realidad, tiene aspectos muy placenteros. Yo vivo solo y no quisiera vivir acompañado a estas alturas de mi vida. La paso muy bien solo. Me gusta mi silencio, el silencio que me rodea. Entonces, primero, no hay relación de contradicción entre amor y soledad. Y segundo, no hay un sentido crítico frente a la soledad: tiene sus virtudes también.
“La serenidad consiste en vivir como quien sabe inútil todo forcejeo” … Hablemos de esa postura de la vida de aceptar todo precisamente sin forzarlo.
Y no sé si es a que todo… quisiera estar sereno. Uno acaba de serenarse. Me encanta y me ha ayudado mucho el conocimiento, el acercamiento al budismo en ese sentido: ese aprendizaje de “yoizarse”, de desaparecer. Entonces no hay sujeto que vuelva, no hay serenidad porque no hay sujeto que sienta la serenidad. Y tal vez el mejor estado de serenidad es la supresión del sujeto.
Dice en Soy Vegetal: mi más profunda vocación es la quietud. ¿Qué piensa usted de este concepto en estos tiempos?
En mí se ha desarrollado o comienza a desarrollarse de una forma defensiva. ¿En qué sentido tiene de positivo que a uno le corten una pierna? Realmente no tiene nada de positivo. Estoy diseñado para ser bípedo, y a partir de cierto momento ya no soy bípedo. Entonces tengo que cambiar de velocidad. Estoy citando la frase con que me he obsesionado con el tema desde el momento en que me amputaron mi pie derecho. Todo eso termina conduciendo a la quietud, y es por ahí por donde me metí. Ya en este momento, y hace alrededor de 40 años, mi diseño es para alguien que quiere estar quieto, que le va mejor estando quieto que moviéndose. Es decir, con todas las desventajas que tiene que le corten a uno una pierna, una de las ventajas es que lo rediseña para la quietud, que es mucho más necesaria que el acelere y las ansias de las que estoy rodeado.
“Al final del amor está el olvido y el olvido demora madurándose”. Ese poema me hacía pensar que uno muchas veces cree rápidamente, al pensarlo, que el olvido es algo que sucede automáticamente. Pero trabajar el olvido, eso es muy interesante.
Ese poema es eso, ¿no? Hay una idea, yo no sé si la estoy tirando en ella, de que me gasto un día olvidando un minuto. O sea que voy a necesitar un montón de días para olvidar cada minuto. Es todo un ejercicio muy doloroso.
Hay varios poemas dedicados a los amores imposibles. Dicen algunos versos: el amor imposible guarda equilibrio perfecto; los amores imposibles son los más ridículos amores; amores imposibles que te acompañan con más intensidad que los amores posibles. ¿Por qué tiene esa fijación?
Porque son los únicos amores absolutamente felices. Porque no hay ningún compromiso. Porque pueden convivir entre sí. Entonces, una vez que estoy enamorado de Ingrid Bergman, estoy también enamorado de… no sé, de Marilyn Monroe, de cualquiera de ellas. Porque no tienen contradicción con los amores posibles. No se puede estar enamorado de alguien de carne y hueso y a la vez enamorado de alguien que uno vio en un avión un día hace seis años.
¿Y cómo lidiar con esa frustración o ese impulso de querer hacer lo posible? ¿Cómo resiste uno a eso?
Yo creo que está muy clarito que uno sabe que no se va a cruzar con el amor imposible nunca, y que cometería un error si se pone a tratar de volver posible un amor imposible.
No puedo dejar de preguntarle por los gatos, porque les dedica varios poemas. Cuénteme por qué ese homenaje, si se quiere, a ellos
No me lo he preguntado en términos de por qué. Pero tal vez lo primero es que yo soy gato, soy Leo. Soy tan indolente como cualquier felino. Me gusta que me quieran por todo lo que les pasa a los gatos.
Y la cosa empieza en esa ventana. Un día yo, que me la paso mirando por la ventana, vi una nube en forma de gato. Y empecé a escribir nube en forma de gato. Y fue un año, dos años, obsesionado totalmente con los poemas de los gatos. Me metí en un laberinto en el que no creí: que escribía un poema porque pasó una nube, y no. Pasaron dos años y seguía poetizando sobre gatos.
En el poema Sabor usted afirma: el mango es una prueba de la existencia de Dios. Y aquí, más que preguntarle por ese verso, quería preguntarle qué otras cosas considera, si así es, que puedan ser pruebas de la existencia de Dios.
Hay muchas. Esa montaña (señalando los cerros de Bogotá), la cantidad de verdes, la quietud, la posibilidad de estar quieto. Yo no pienso en Dios como un ser aparte que nos creó y está para la vida. Somos parte de Dios. Todo es como una gran variedad de un Dios en el que, si yo me muero hoy, lo que quede en mí se incorpora a un espíritu general que es Dios. En fin, no tengo una visión de Dios como la del espíritu que me permite mover la mano, oír el murmullo o conversar.
“El tiempo es uno de los temas favoritos de Dios”. ¿Por qué cree esto y por qué ha explorado usted ese concepto en su poesía?
Porque qué cosa tan enredada es el tiempo. Yo no logro entender… También el misterio central es ese: cómo ocurre el tiempo, cuántos tiempos ocurren en el mismo tiempo, qué pasa cuando no hay tiempo. Eso que llaman eternidad, si será la ausencia del tiempo… En fin. Todos los misterios que yo pueda enunciar están untados de tiempo, de algo que no quiero entender. De pronto yo estoy bien y no me doy cuenta a partir de qué momento lo estoy. Me parece que estaba entrando a la primaria ayer, y de pronto tengo 78 años. ¿Por qué va tan rápido? También las edades, tan distintas o tan paralelas, en fin…
Tampoco podía dejar de preguntarle por el cuerpo. Y aquí me llama la atención porque creo que tiene que ver con el paso del tiempo, con la vejez. Usted dice: ¿es otro el cuerpo o es diferente esa parte que no es cuerpo y que está ahí? Si soy cruel puedo decirlo así: ¿es este el principio del fin, los pulmones en merma, más lento el paso y más espesa la sangre? Hablemos de esa reflexión.
Es que es otra de las cosas. Yo creo que todo lo hemos sentido, pensado. La materia de la que está hecha esta mano es la misma materia de la mano izquierda que yo tenía hace 30 años, y es muy posible que no. Que más de la mitad de todas estas células sean nuevas, y que se haya renovado por esa vía. Entonces, realmente, al llegar a definir la identidad escrita en el tiempo, la identidad desaparece y el tiempo se absorbe todo eso.
Usted dice que fue por Juan Gustavo Cobo Borda que dejó de ser un poeta inédito, quizá oculto. ¿Cuál es esa importancia de Juan Gustavo Cobo y de las amistades en su vida?
Yo no sé ni cómo me resultó eso, pero tampoco hay por qué averiguarlo, eso pasó simplemente. Era muy… no sé qué adjetivo usar. Yo estaba estudiando derecho aquí en la Javeriana, y casi que si me asomo a la ventana veo mis primeros dos años en Bogotá, estudiando en la Javeriana, en la Avenida de Medellín. Yo escribía mis versitos. Estando en la Javeriana, alguien me dice: “yo tengo un amigo que usted tiene que conocer porque es tan obsesivo como usted con los libros”. Y me presentó a Cobo. Y Cobo es quizá el espíritu editorial más impresionante que he conocido en mi vida. Hubo un momento en la vida de Cobo en que hacía un libro semanal.
Y yo tenía miedo de que descubrieran que, estando estudiando para abogado, escribía versos. ¿Qué cliente serio contrata a un abogado que escribe versos? Nadie. Me tenía que ir a responder eso. Pero bueno, resultó lo que resultó. Muy claramente me di cuenta rápido de que lo uno era la forma de ganarse la vida y lo otro era una pasión que no tiene horario, ni fecha en el calendario, ni es para vivir de ella. Es algo que ya estaba incorporado a mi manera de pensar. Yo, para pensar, necesito escribir, y eso me va a pasar el resto de la vida. Terminé aceptándolo así.
Además, la amistad no es algo de frecuentación tampoco. Hay amigos que uno sabe que lo son a pesar de que no los ve hace 20 años. Pero cuento con ellos porque sé que tenemos una aceptación a priori, el uno por el otro, sin niveles críticos. Y es muy grato tener ese tipo de solidaridad y de complicidad con gente que lo conoce a uno, y que a priori uno sabe que no está para pegarle una patada, sino para darle un abrazo. Esa es, más o menos, la definición más burda de la amistad.
¿Qué le ha dejado ser hincha del Medellín?
Pues, para ser autocrítico y duro conmigo, no con el Medellín, que es ser un fanático. Y ser un fanático es tener una realidad aparte que uno considera verdadera. Por ejemplo, “Medellín es el mejor equipo del mundo”. O, “cómo se equivocaron tanto mis amigos que son hinchas de esa cosa verde que hay al lado”. Es decir, toda clase de frases fanáticas que me enseñan, por otro lado, el esquema de cómo es todo fanatismo y lo ridículo que puede ser uno cuando es fanático, independientemente de que sea mi religión “la verdadera”. Ese aprendizaje me ha servido para eso: Darío ya hizo suficiente ridículo con este fanatismo perfectamente ciego, ya la cuota de fanático la pagó. Usted no puede ser fanático en nada. Creo que es lo que, en términos de mi moral interior, de mi intimidad quizá, ha sido el aprendizaje más profundo y más duro.
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