De las aulas a la Constitución del 91
Sin el movimiento de la séptima papeleta, la nueva carta magna de nuestro país no se hubiera podido realizar. Los estudiantes de la época entendieron que en sus manos estaba la reinvención de la historia.
Andrés Osorio Guillott
Pasaron 41 años desde aquella marcha del silencio convocada por Gaitán. El país estaba sumido en una de sus peores crisis. El poder del Estado estaba fuertemente infiltrado por el narcotráfico y una guerra fratricida entre capos, subversión, paramilitares y Ejército. Una semana antes habían asesinado a Galán en el sur de Bogotá. Nuevamente un símbolo de esperanza caía en un charco de sangre y los gritos de terror y desasosiego volvían a las calles.
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Pasaron 41 años desde aquella marcha del silencio convocada por Gaitán. El país estaba sumido en una de sus peores crisis. El poder del Estado estaba fuertemente infiltrado por el narcotráfico y una guerra fratricida entre capos, subversión, paramilitares y Ejército. Una semana antes habían asesinado a Galán en el sur de Bogotá. Nuevamente un símbolo de esperanza caía en un charco de sangre y los gritos de terror y desasosiego volvían a las calles.
Las cabezas cabizbajas, pero las mentes sedientas de cambio y despertar se multiplicaban en la marcha del silencio del 25 de agosto de 1989. La mayoría de los asistentes eran estudiantes que repensaban el futuro próximo del país desde las aulas, que también habían perdido a sus maestros por atreverse a defender a los marginados y los señalados de promover el fantasma del comunismo. De esa marcha y de aquellos pupitres que quedaron vacíos por los estudiantes que salieron a las calles a plasmar las ideas y las añoranzas de un país en paz surgió “Todavía Podemos Salvar a Colombia”, el movimiento que se hizo semilla de la séptima papeleta y, por ende, de la Constitución de 1991.
Antes de que Humberto de la Calle, Horacio Serpa, Aída Abella, Antonio Navarro, Álvaro Leyva, Álvaro Gómez y los 64 constituyentes proclamaron la nueva carta magna de Colombia, el 4 de julio de 1991, surgieron otros referentes que fueron la base y la musa de un tiempo para creer que en medio de la violencia política y mediada por el narcotráfico se podía apostar por un país más incluyente y democrático.
Fernando Carrillo, Catalina Botero, Roselly Martínez, Óscar Guardiola, Juan Miguel de la Calle, Marcela Monroy, Rodrigo Uprimny, Alejandra Barrios, Claudia López, Fabio Villa y Alexandra Torres, entre otro puñado de estudiantes y profesores de la Universidad del Rosario, Los Andes, la Javeriana, Externado y Nacional, entre otras instituciones de educación superior, se unieron en nombre de la indignación y el aturdimiento para marchar, presionar y protestar por la violencia que negaba la diferencia, que acallaba las voces que no eran rojas, azules o de los colores tradicionales que coloreaban los estrados y las salas del poder en Colombia.
Además de la muerte de Luis Carlos Galán, los asesinatos del procurador Carlos Mauro Hoyos y de los candidatos presidenciales Bernardo Jaramillo (Unión Patriótica) y Carlos Pizarro (Alianza Democrática M-19) intimidaron a la población civil. Las calles atiborradas de esquirlas y amenazas de carros bomba auspiciados por Pablo Escobar mantenían a la nación en un vilo constante, en un miedo que caló en las raíces de la sociedad y que, de hecho, iba a ser utilizado por algunos sectores políticos para meter un “mico” relacionado con la creación de un plebiscito que avalara la extradición en uno de los intentos de una nueva Constitución en 1989, luego de 17 meses de encuentros y desencuentros en la clase política por consolidar esa nueva carta magna que ya había sido borrada de la historia en los gobiernos de Alfonso López Michelsen (1974-1978) y de Julio César Turbay (1978-1982).
Sin embargo, el movimiento “Todavía Podemos Salvar a Colombia”, núcleo de la séptima papeleta y origen de la Constitución del 91, logró adherir adeptos en todos los frentes de la sociedad. En contra de todos los imaginarios que suponían que la comunidad estudiantil no tenía potestad ni interés en los sucesos que constituyen la historia de la nación, ese grupo proveniente de las cátedras de jurisprudencia del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, en el centro de Bogotá, insistió en que la unión de la población civil podía obtener un logro trascendental para la política nacional con su apoyo en masa a la inclusión de un plebiscito informal que convocara y presionara al Gobierno para consolidar el anhelo de una Asamblea Constituyente. Los periódicos prestaron sus rotativas y sus páginas editoriales para imprimir esa séptima papeleta que, en principio, la Registraduría no aceptaría como algo más allá de un acontecimiento histórico, pues los comicios electorales de la época solamente avalaban las votaciones para Cámara, Senado, Asamblea, Concejo, Alcaldía y Consulta Liberal.
Gabriel García Márquez jugó un papel preponderante en los esfuerzos por modificar la Constitución, pues sabía, al igual que muchos otros, que esta modificación de la ley traería beneficios para la Colombia profunda, para la inclusión y visibilidad de culturas, credos y comunidades indígenas que componen una identidad pluralista y diversa. Sumado a ello, escritores, artistas y políticos entendían que, luego de la desmovilización de la guerrilla del M-19, la firma de la Constitución sería, también, una reafirmación de ese proceso de paz que también llevaría a desertar al Epl y al Quintín Lame en los meses previos a la firma de la Constitución de 1991.
De las lecturas de los versos subversivos de Neruda, Paz, Brecht; de las revoluciones plasmadas en El siglo de las luces, Los miserables, los ensayos de Eduardo Galeano y los referentes locales del humanismo en manos de Orlando Fals Borda o Fabio Villa, surgió la convicción del estudiantado por hacerse cargo de su tiempo, por reconocerse como una fuerza política y social de gran influencia, capaz de mover masas y conciencias en pro de un bienestar colectivo y de un giro en la historia que escalara los primeros peldaños de la paz.
Con la firma de la Constitución, el país parecía vislumbrar un porvenir mucho más prometedor. La llamada apertura económica, que se quería consolidar con una ley neoliberal, y los diálogos que se adelantaban con la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar —integrada por las Farc, el Eln y una pequeña fracción del Epl— auspiciaban un aire de esperanza pese a que las negociaciones se llevaban a cabo en medio del fuego cruzado y de un poder del narcotráfico que había penetrado a todo el territorio. La participación de Antonio Navarro Wolf y demás exintegrantes del M-19 en la Constitución suscitaba una mínima añoranza por lograr un acuerdo de paz con los demás grupos insurgentes. No obstante, tanto las Farc como el Eln desistieron de las negociaciones y proliferaron aún más los escenarios de violencia y terror.
Alonso Salazar cuenta en su libro No hubo fiesta. Crónicas de la revolución y la contrarrevolución, que Navarro Wolf cree que las Farc se hubieran unido a la Asamblea Constituyente de no haber sido por la muerte de su líder ideológico, Jacobo Arenas, asesinado un año antes.
Luego del giro político e histórico, el país se convenció de que la lucha armada y sus objetivos eran cada vez más superfluos y descabellados, pues así lo hizo saber una carta firmada por Fernando Botero, Gabriel García Márquez, Jaime Garzón y Enrique Santos Calderón, entre otros personajes de la época, en la que se afirmaba que “la lucha armada en lugar de propiciar la justicia social, como parecía posible en sus orígenes, ha generado toda clase de extremismos, como el recrudecimiento de la reacción, el vandalismo paramilitar, la inclemencia de la delincuencia común y los excesos de sectores de la fuerza pública, que condenamos con igual energía”.