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Sergio Martínez, el acento colombiano en la ópera extranjera

Sergio Martínez quería dedicarse al rock, aunque lo que más escuchaban en su casa eran sones cubanos. Hoy en día escucha salsa y es cantante de ópera: el segundo, después de Valeriano Lanchas, en hacer parte de la Ópera Nacional de Washington en capacidad de joven artista residente.

Paula Andrea Baracaldo Barón

18 de mayo de 2025 - 11:05 a. m.
Carmen, Detroit
Foto: Sarah Smarch
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Martínez nació en Sogamoso, Boyacá, y luego vivió en Anolaima, Cundinamarca. Un día, cuando todavía era niño, su abuelo le regaló un pianito que le permitió “desarrollar el oído”. “Ahí comencé a aprender algunas cosas, pero todo lo hacía de manera empírica, es decir, sin una enseñanza formal. Comencé a tocar a oído, sacaba cancioncitas, como el famoso ‘Himno de la Alegría’”, recordó el cantante.

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Tiempo después entró a la banda marcial del colegio, a la Banda Sinfónica de Anolaima y, por supuesto, formó sus propias bandas de rock. Aprendió a tocar guitarra, batería y bajo. Todo por su cuenta. “No había mucha opción cultural ni musical en ese momento, así que fue una cuestión de querer hacerlo por mí mismo. Apliqué para estudiar guitarra eléctrica en Bogotá, pero mis bases no eran muy sólidas. Sabía que tenía talento, pero no tenía la formación adecuada, así que no pasé”.

Su tío era profesor de música y director orquestal en la Juan N. Corpas y le sugirió que probara con la música clásica, pero Martínez pensaba que aquello era algo para “viejitos”. “Terminé entrando, igual, y probé con piano. Para estudiarlo se necesita dedicación. Para llegar a ser pianista de concierto, se deben estudiar por lo menos siete u ocho horas al día, y yo no tenía la disciplina. Ahora, a mí siempre me había gustado la composición, así que decidí irme por ahí”.

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Los bajos son el registro de voz más grave en los hombres. Y en Latinoamérica, explicó él, “las personas tienden a tener pliegues vocales más corticos”, lo que significa que sus voces son más agudas. “Y yo siempre sufrí con esto porque cuando trataba de cantar rock nunca alcanzaba las notas”, añadió. “El decano de la universidad siempre me dijo ‘¿por qué no cantas ópera?’ y, bueno, mi abuelo escuchaba ópera en la casa, pero eso no significaba que yo dominara el género”.

Martínez decidió tomar una clase de canto lírico. Entendió que su propio cuerpo era el instrumento que debía afinar, refinar y depurar, y decidió estudiar canto como pregrado en la Universidad Juan N. Corpas. Durante los cinco años que pasó allí, tuvo oportunidades de trabajar con cantantes de alto perfil en Colombia. “Interpreté roles en óperas como “Madame Butterfly” en el Teatro Mayor y “El Barbero de Sevilla”. En esa última compartí escenario con Valeriano Lanchas, una de las figuras más destacadas del país en la escena de la ópera”.

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Valeriano Lanchas: el único cantante colombiano que ha actuado en el Metropolitan Opera de Nueva York, la casa de ópera más importante del mundo. Para él, Lanchas siempre fue un referente, en parte porque comparten una característica vocal: lo particular de los registros graves.

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Mientras aún vivía en Colombia, Martínez dio clases de coro; cantó en Cali y en Medellín y participó en otros proyectos. Sin embargo, siempre había tenido el deseo de estudiar en el extranjero. Provenía de un hogar de clase media. Había hecho su pregrado con un crédito del ICETEX, pero sabía que estudiar en otro país requeriría mucho más. Su madre fue clara: si él lograba entrar a una universidad en el exterior, no podrían ayudarle económicamente.

Se postuló a varias universidades en el extranjero –y fue aceptado en varias–, pero las ayudas financieras que le ofrecían eran mínimas, cosa que le convertía en un imposible costear la matrícula y la vida fuera del país. En su segundo año buscando consultó con un mentor colombiano que, para entonces, ya vivía en Estados Unidos. Le habló de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, donde —según le dijo— había recursos disponibles y buscaban estudiantes para ofrecer becas de posgrado. “Ahorré un montón de plata, hice el viaje y canté solo para ellos. Muchas personas pensarían que es arriesgado, porque quienes quieren venir a estudiar deberían aplicar a muchos lugares para aumentar sus posibilidades, no solamente a uno. Pero, afortunadamente, pasé”.

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Ingresó al programa con una beca completa y, además, recibió un estipendio mensual. Fue el primer estudiante de canto en recibir ese beneficio por dos años consecutivos, pues, normalmente, solo se otorgaba por uno.

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Dos semanas antes de su graduación, llegó la pandemia de 2020. No pudo realizar su recital final y, como ocurrió en todo el mundo, las artes escénicas —que dependen del público— quedaron en pausa. La inversión, el impulso, los planes. Martínez se preguntaba: “¿Y ahora qué hago?”. Ahora debía lidiar con otro problema de fondo: la visa. Poder mantenerse legalmente en Estados Unidos se convirtió en una preocupación continua –y lo sigue siendo–.

“En ese momento, mi novia, que también es cantante, vivía en Boston, así que decidí mudarme allí. Una familia me acogió; vivían en una casa cooperativa, una casa grande en donde habitaban 14 personas. Me recibieron con los brazos abiertos. Trabajé con una iglesia pequeña cerca de Boston, pero no pude cantar en un teatro ni hacer ópera durante todo un año. Y me volvieron a surgir las ganas de componer”.

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Mientras su novia, Ana, estaba haciendo su maestría en Boston, decidió componer un ciclo de canciones titulado “Mestizaje”, que incluye tres leyendas que reflejan las tres vertientes raciales que componen a los colombianos: los negros, los indígenas y los blancos.

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Durante su estancia en Boston, un compañero suyo —también cantante colombiano— que estaba en la Universidad de Yale, una de las más importantes del mundo, le contó que estaban buscando un bajo. “Me dijo ‘creo que deberías mandarles tus videos’. Yo ya había pasado las épocas de audición, ya tenía una maestría… ¿Qué iba a estudiar? Pero ya no tenía nada que perder: mi visa estaba a punto de expirar”. Le ofrecieron un programa de segunda maestría: Master in Musical Arts. “Y otra vez, por cosas del destino, y porque tengo —como dice mi madre— un ángel encima, me aceptaron en la universidad. Allí sí tuve que trabajar, pero, como la primera vez, tuve todo pago en cuanto a matrícula”.

Durante ese tiempo, estudió canto y participó en dos producciones de ópera con la Universidad de Yale, y aprovechó los veranos para aplicar a los programas de ópera que se ofrecen en Estados Unidos. A diferencia de otros países –en donde los artistas suelen audicionar directamente para una producción, permanecen durante el montaje y se marchan en cuanto las funciones terminan–, en Estados Unidos existe el Sistema de Jóvenes Artistas, una estructura escalonada con programas de verano y residencias de hasta dos años.

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Cada uno de estos programas varía en nivel. Algunas ciudades tienen programas en donde los cantantes deben pagar para poder participar en una producción; otras ofrecen remuneración en compañías pequeñas, orquestas reducidas y presupuestos limitados; y, por último, están las compañías de verano más reconocidas y exigentes del país, como The Des Moines Metro Opera, Santa Fe Opera, Glimmerglass Festival en Nueva York, y Merola Opera Program en San Francisco.

Son casi ocho los programas considerados como los más relevantes en el país. A ellos aplican jóvenes artistas de todo el mundo —la mayoría en etapa de maestría o en transición hacia una carrera profesional en el canto— y reciben, en promedio, más de 2.000 aplicaciones por temporada. “Apliqué sin saber muy bien cómo funcionaba todo esto aquí. Uno tiene que mandar primero un video, fotos, un resumen de lo que ha hecho. Ellos hacen una selección preliminar y si pasas, te citan a una audición en persona. Si quedas, te notifican si quieren invitarte al programa”. Fue aceptado en Glimmerglass. “Ya había sido aceptado antes, durante la pandemia, pero ese año el programa se canceló por el cierre de los teatros”.

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Ese año, el programa anunció su temporada de verano con cinco producciones, entre ellas “Carmen” y “The Sound of Music”. “A mí me asignaron cubrir un personaje en Carmen. Eso significa que aprendes toda la parte del personaje, pero no necesariamente lo cantas, a menos que la persona titular no pueda hacerlo”. Y ocurrió. Dos horas antes de una de las funciones, Sergio recibió una llamada: “Necesitamos que te alistes porque tienes que entrar”, le dijeron.

A veces, antes de comenzar la obra, el teatro anuncia que el artista principal no podrá presentarse y que otro cantante lo reemplazará. Durante esas funciones, la prensa hizo parte de la crítica del espectáculo y mencionaron a Martínez en sus reseñas. “Fue ahí cuando la gente empezó a notar mi nombre, a saber que existía”.

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Cuando regresó a Yale para graduarse, Martínez recibió el premio Phil Curtin, el reconocimiento más prestigioso que otorga el programa de canto: una beca de $10.000 dólares dirigida a artistas con el potencial de desarrollar una carrera profesional. Ese fue uno de los puntos de partida para su ingreso a un programa de jóvenes artistas de la Ópera Nacional de Washington.

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Cada año, al programa Cafritz Young Artist Program se presentan más de mil aspirantes, de los cuales solo son seleccionados cuatro cantantes y un pianista. Sergio Martínez fue uno de ellos. Este mismo programa, en su momento, fue realizado por el bajo-barítono colombiano Valeriano Lanchas bajo la dirección de Plácido Domingo. Martínez se convirtió, así, en el segundo colombiano en ser aceptado.

Durante su estancia, no solo participó en varias producciones —entre ellas una versión de “Romeo y Julieta” con la que ya había debutado en Glimmerglass—, sino que también fue parte de proyectos como la producción de la ópera “Grounded”, una premier mundial compuesta por Jeanine Tesori, autora de musicales como “Shrek” y “Fun Home”. También interpretó el personaje de Baloo en una adaptación operática de “The Jungle Book”; en esa producción, la compositora Kamala Sankaram, al saber que Sergio era colombiano, escribió una de las arias en forma de cumbia.

Martínez escaló, uno a uno, los peldaños: una de sus funciones fue presenciada por el vicepresidente de los Estados Unidos, en un evento con presencia del Servicio Secreto; interpretó “Salomé” en Iowa; viajó a Colombia para competir en el primer concurso internacional de canto del país, obtuvo el primer lugar y el Premio Linus Lerner, que le garantiza una futura presentación con el reconocido director en Brasil o en la Ópera de Arizona.

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De regreso, ya en Washington, continuó su residencia artística y participó durante dos años consecutivos en la American Opera Initiative, un proyecto liderado por Francesca Zambello que impulsa nuevas óperas de compositores emergentes. Algunas de estas obras han llegado incluso al Metropolitan Opera. A la lista de proyectos se le sumó, entonces, la invitación a cantar el himno nacional de Estados Unidos en un partido entre los Washington Nationals y los Baltimore Orioles.

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“Cuando miro hacia atrás me parece increíble. Acabo de cantar en la casa del embajador de Colombia, también en la del embajador de Italia y en la del embajador de Kazajistán. Yo no me considero una víctima; al contrario, he recibido cosas hermosas de mi país. Pero sí creo que, si hubiera tenido acceso al arte más temprano —sobre todo creciendo en un pueblo pequeño—, quizá habría llegado hasta aquí con un poco más de claridad y menos sufrimiento, aunque no tuve una infancia particularmente dura. Y lo que me ha dado el arte no es solo una carrera: me dio herramientas. Aprendí a hablar, a comunicarme, a defenderme. Pero, sobre todo, a escuchar”.

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En el campo artístico de Martínez hay muchas figuras destacadas. Una de ellas, me contó, es Julieth Lozano, una soprano colombiana que recientemente ganó el premio del público en el concurso de Cardiff, uno de los certámenes de ópera más prestigiosos del mundo y que se ha convertido en una gran representante de la música latinoamericana en Europa. “Lo que no tenemos, en comparación con personas que nacieron en países como Estados Unidos, es el acceso a estabilidad financiera y apoyo. Las embajadas tienen que hacer un trabajo activo en promocionar nuestra música, en llevarla a lugares poco en los que piensan que no puede sonar”.

Cuando le pregunté sobre aquello de ser cantante de una banda de rock, me contestó que el sueño todavía está ahí. Que la música no es solo una profesión. Que cuando uno no está haciendo música, duele. Que no hay que soñar pequeño, aunque suene a frase de cajón —y que, si esas frases siguen existiendo, deberíamos averiguar el porqué—.

“Todas las músicas tienen su lugar. Yo aún quiero hacer rock, aunque hoy escucho Herencia de Timbiquí y lloro. Es música que nace de la tierra: la marimba de chonta, los ritmos tradicionales... Eso no se enseña, se siente. Y eso es lo más importante que nos da el arte hoy, lo que más necesitamos”.

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Por Paula Andrea Baracaldo Barón

Comunicadora social y periodista de último semestre de la Universidad Externado de Colombia.@conbdebaracaldopbaracaldo@elespectador.com
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