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Era el quinto día de octubre de 1628 y su empleada, Helene, le había estado golpeando a la puerta de la habitación durante largo rato sin obtener respuesta; la cita que tenía con el cardenal de Bérulle tuvo que ser postergada. Estuvo cayendo niebla sobre Paris toda la madrugada y el sol no daba muestras de querer asomarse.
—Señor, señor, —decía con voz de súplica la joven mujer —¿Se encuentra usted bien?
Y se encontraba bien, solo que, había estado hasta media noche atendiendo la inesperada visita de Tomas Hobbes y el abate Merssenne y, cuando estos por fin abandonaron el lugar, ni alientos tuvo para ponerse el piyama antes de caer en la cama rendido. Hobbes había estado insoportable y él tuvo que contenerse para evitar echarlo de la casa debido a las críticas que expuso delante del abate Merssenne sobre sus posturas filosóficas. No obstante, el nuevo día lo había encontrado esa mañana con inusitada energía y por eso, contario a su costumbre de quedarse acostado hasta bien tarde, se había levantado de la cama a eso de las seis para trabajar sobre los sueños que había tenido diez años atrás en Alemania: las meditaciones metafísicas. En eso estaba cuando su criada interrumpió la redacción del manuscrito. Recogió sin prisa las hojas recién escritas y las depositó en la gaveta central del escritorio al cual echó seguro.
—Sí, —dijo por fin, levantándose de la silla con una mueca de contrariedad en el rostro. —Espere un momento, ya le abro, —yendo con pasividad, pero no en dirección de la puerta, a donde el sentido común dictaría que fuese, sino hacia la ventana que da a la calle del barrio de Saint-Germain. Se paró frente a los cristales emplomados y terminó de descorrer la cortina de brocados con hilos dorados, que le impedían una panorámica de la catedral de Notre Dame, que apenas se vislumbraba entre la bruma, como un pensamiento confuso que lucha por alcanzar la claridad.
Al poco rato, después de haberse puesto la camisa limpia de lino blanco, con mangas largas y amplias, que la criada le dejara sobre la cama junto con el jubón acolchado que tanto le gustaba, se colocó encima su capa de terciopelo decorada con bordados y salió a la calle, no sin antes mirar hacia ambos lados y elegir qué sentido tomaría. Decidió emprender el camino contrario a su habitual recorrido hacia la Soborna, pues el abate Merssenne, antes de macharse, le había susurrado muy quedo sobre la existencia de una carta que el cardenal de Bérulle tenía en su poder en la cual le acusaban de estar del lado de los protestantes: “Debe de tener cuidado”, dijo con suma preocupación.
Descartes, acostumbrado a no dar crédito sino a la realidad que se manifestaba ante sus ojos como una evidencia irrefutable, se alzó de hombros con despreocupación y tomó por un callejón desierto camino a la Soborna.
La ciudad de París, con sus innumerables campanarios que se alzaban hacia el cielo como dedos en actitud de súplica, —pensaba él —podía pasar por una de las más majestuosas de toda Francia. Sus casas de piedra gris, algunas con fachadas de entramado de madera, se amontonaban a lo largo de callejuelas sinuosas que serpenteaban como las curvas del pensamiento humano. El Sena, caudaloso y solemne, dividía la urbe en dos mitades desiguales y arrastraba en sus aguas historias y secretos de nobles y plebeyos, como también de filósofos y científicos.
Al pasar por el mercado, con paso medido y semblante pensativo, volteó disimuladamente hacia atrás para confirmar que nadie lo seguía. No obstante, aquella mañana, en que el cielo parisino lucía un gris plomizo que amenazaba lluvia, se constituía en perfecto reflejo del estado de su alma. Descartes caminaba absorto, como si cada paso fuera el resultado de un silogismo previo, mientras se dirigía hacia el Pont Neuf, el más concurrido de los puentes que atravesaban el Sena.
Para el observador atento, no habría pasado desapercibido que el filósofo, cada poco paso, volvía ligeramente la cabeza, como quien teme ser seguido. Y, en efecto, a una distancia prudencial, un hombre de complexión mediana, embozado en una capa oscura, mantenía sus pasos al ritmo exacto de Descartes. Este individuo no era otro que Étienne Picot, matemático de escaso talento, pero de gran perseverancia, quien por encargo del Cardenal de Bérulle, vigilaba cada movimiento del filósofo.
“El señor Descartes parece inquieto esta mañana”, pensó Picot, mientras observaba cómo su presa tomaba súbitamente una callejuela lateral que conducía al bullicioso mercado de Les Halles. “Tal vez sospeche que le sigo”, dijo para sí Picot, y aminoró la marcha tras él.
El espía no se equivocaba. El filósofo había advertido su presencia varias calles atrás, y esta circunstancia le irritaba tanto como le divertía, pues desde hacia algún tiempo consideraba a Picot tan mal espía como mediocre pensador. Sin embargo, la perseverancia del hombre era digna de mejor causa. Lo que Descartes ignoraba era que la insistencia de Picot no nacía únicamente del estipendio recibido del Cardenal, sino de un sentimiento mucho más mundano y primitivo: los celos.
El objeto de tales celos era una dama de singular belleza e inteligencia, llamada Isabelle de Montmorency, viuda joven de un noble militar caído en las campañas de Italia. Madame de Montmorency residía en una elegante mansión a las afueras de París, cerca de Montmartre, donde recibía a un selecto grupo de intelectuales y artistas. Su fortuna, considerable pero no excesiva, le permitía mantener un estilo de vida refinado, y su belleza, unida a su agudo intelecto, la convertían en una de las figuras más admiradas de ciertos círculos parisinos.
Hacía ya más de un año que Descartes frecuentaba la casa de la dama. Lo que comenzó como un intercambio de ideas sobre filosofía natural y matemáticas había evolucionado hacia un sentimiento más profundo. Isabelle, mujer instruida que había leído tanto a los escritores griegos como a los romanos, encontraba en el filósofo la profundidad intelectual que echaba de menos en la mayoría de sus pretendientes. Por su parte, Descartes hallaba en ella no solo una mente receptiva a sus teorías más audaces, sino también una sensibilidad que complementaba su propio carácter, a veces excesivamente analítico.
Tres días atrás, durante una recepción en el Jardín de Luxemburgo con motivo del solsticio, Madame de Montmorency había dedicado públicamente un soneto al filósofo, gesto que equivalía a una declaración apenas velada de sus sentimientos. Entre los asistentes se encontraba Picot, quien había intentado sin éxito cortejar a la dama desde antes de la aparición de Descartes en su vida. El matemático había observado la escena con una mezcla de despecho y rabia mal disimulada, sentimientos que se agravaron cuando, al día siguiente, supo por los corrillos eclesiásticos que Madame de Montmorency, durante su confesión con el Cardenal de Bérulle, había declarado su amor por el filósofo.
Aquella indiscreción clerical, impropia pero frecuente, había llegado a oídos de Picot a través de un sacristán amigo. La noticia, en lugar de disuadirle, había intensificado su vigilancia y su rencor hacia el filósofo. Así, mientras seguía a Descartes por el laberinto de callejuelas que rodeaban Les Halles, el matemático alimentaba fantasías de venganza tan elaboradas como improbables.
Descartes, consciente de ser seguido, pero fingiendo ignorarlo, proseguía su camino entre los puestos del mercado. Los vendedores pregonaban sus mercancías con voces estentóreas, mientras campesinos, burgueses y criados de casas nobles se mezclaban en aquel espacio democrático del comercio. El filósofo se detuvo brevemente ante un puesto de libros usados, hojeó con interés un volumen de Montaigne, pero lo dejó finalmente sin comprarlo.
Lo que el filósofo no sabía, mientras trazaba un itinerario deliberadamente confuso para despistar a su perseguidor, era que el Cardenal de Bérulle había recibido la mañana anterior, no una, si no dos cartas de Roma. En una de ellas, sus superiores le advertían sobre cierto círculo intelectual que se reunía en París para discutir ideas afines al protestantismo y en cuyo centro figuraba, según sus informantes, el nombre de René Descartes.
Mientras tanto, en su despacho del palacio cardenalicio, el Cardenal de Bérulle releía la misiva con el ceño fruncido. Hombre de profundas convicciones religiosas, pero no desprovisto de inteligencia, el prelado sentía cierta admiración por el talento de Descartes, a quien había encomendado la tarea de elaborar una filosofía que conciliara la fe católica con los avances de la ciencia moderna. Le había otorgado una generosa pensión para este fin, confiando en que el filósofo produciría una obra que sirviera de baluarte contra las ideas protestantes que amenazaban la unidad religiosa del reino.
—Es preciso extremar la vigilancia sobre el señor Descartes —murmuró el Cardenal, mientras redactaba una nota para su secretario—. Si lo que afirman mis corresponsales en Roma es cierto, podríamos estar alimentando a una víbora en nuestro seno.
El Cardenal apreciaba el talento del filósofo, pero recelaba de su tendencia a cuestionar todo principio establecido, pero por, sobre todo, de poner su inteligencia al servicio de la corriente luterana. La duda, esa herramienta que Descartes consideraba el punto de partida de todo conocimiento genuino, era considerada por Roma como un peligroso juego con fuego, que podía consumir no solo las falsas creencias, sino también las verdades fundamentales de la fe.
Ajeno a estos acontecimientos, Descartes había logrado despistar momentáneamente a Picot entre la multitud del mercado. Aprovechando esta circunstancia, decidió no ir a la Soborna, sino que tomó un callejón lateral que conducía hacia el río, donde le esperaba un barquero que, por una módica suma, le llevaría hasta un embarcadero cercano a la casa de la señora de Montmorency. Era un recorrido que el filósofo realizaba con cierta frecuencia, preferible a la ruta terrestre por ser menos susceptible de vigilancia.
El barquero, un normando taciturno de brazos poderosos, no hizo preguntas ni comentarios mientras su pasajero subía a la embarcación. El trayecto por el Sena, contra corriente, llevó cerca de una hora. Durante este tiempo, Descartes se sumió en sus reflexiones, contemplando las aguas turbias que fluían incesantes, como el tiempo mismo.
La casa de Madame de Montmorency, levantada en piedra clara y tejados de pizarra, presentaba una fachada simétrica con altas ventanas de parteluces que captaban la luz del atardecer. Sus jardines, meticulosamente trazados en patrones geométricos inspirados en los principios renacentistas, contaban con setos de boj perfectamente recortados, parterres de rosas y fuentes de mármol que susurraban discretamente. Estos jardines, que se extendían hasta un bosquecillo de robles, reflejaban el gusto culto y la sensibilidad estética de su propietaria. Una joven doncella, vestida con un sobrio traje de lino y cofia blanca, recibió al filósofo en el umbral con una sonrisa cómplice. Sin mediar palabra, le guio a través de un vestíbulo pavimentado con losas de piedra y decorado con tapices flamencos, hasta la biblioteca. Allí, entre estanterías de roble repletas de volúmenes encuadernados en cuero y un escritorio tallado con motivos florales, Madame de Montmorency aguardaba con porte sereno.
Madame de Montmorency no era lo que se consideraría una belleza convencional, pero poseía ese encanto indefinible que nace de la inteligencia y la sensibilidad. Sus ojos, de un verde profundo, parecían capaces de penetrar los pensamientos más ocultos de sus interlocutores. Vestía con elegancia sobria, como correspondía a su estado de viudez, pero los tonos oscuros de su atuendo no hacían sino resaltar la luminosidad de su rostro.
—René —dijo ella con una sonrisa que iluminó la estancia más que los rayos de sol que se filtraban por los ventanales—, temía que no pudieras venir.
El filósofo se inclinó respetuosamente, tomando la mano que ella le tendía y rozándola apenas con sus labios.
—Las dificultades solo avivan mi determinación, Isabelle —respondió con una mirada que expresaba mucho más que sus palabras.
La biblioteca, con sus estanterías repletas de volúmenes encuadernados en piel, era el lugar preferido de ambos. Allí habían pasado largas horas discutiendo sobre la naturaleza de la luz, las leyes del movimiento o las paradojas de la filosofía griega. Pero aquel día, Descartes traía consigo algo más personal y arriesgado que sus teorías sobre la refracción de la luz.
—He traído algo que deseo mostrarte —dijo, extrayendo de su jubón un pequeño fajo de papeles cuidadosamente doblados—. Es el manuscrito en el que trabajo en secreto.
Madame de Montmorency tomó los folios con reverencia, como quien recibe una reliquia sagrada. A medida que sus ojos recorrían las líneas escritas con la caligrafía precisa del filósofo, su expresión pasaba de la curiosidad al asombro, y de este a una preocupación que no pudo disimular.
—René, esto es... revolucionario —murmuró, levantando la vista hacia él—. Lo que propones aquí, esta duda sistemática... Si cayera en manos del Cardenal...
—Por eso confío en tu discreción —interrumpió él con suavidad—. Lo que ves ahí es apenas el germen de lo que espero será mi gran obra. Un método que permitirá edificar el conocimiento sobre cimientos inquebrantables, no sobre dogmas impuestos.
Madame de Montmorency colocó los manuscritos sobre la mesa de nogal que ocupaba el centro de la estancia. Su expresión reflejaba la lucha interior entre la admiración por la audacia intelectual de su amigo y el temor por las consecuencias que esta podría acarrearle.
—Te confieso que siento miedo por ti —dijo finalmente—. El otro día, en la confesión... —Su voz se quebró ligeramente—. Le hablé al Cardenal de mis sentimientos hacia ti. Fue una imprudencia, lo sé, pero no pude contenerme.
Descartes tomó sus manos entre las suyas, en un gesto que mezclaba afecto y preocupación.
—No te culpes —dijo con voz suave—. El cardenal Bérulle es un hombre inteligente, pero también un servidor fiel de la Iglesia. Debo ser más cauto en el futuro. De hecho, he decidido que pronto partiré hacia Holanda.
La noticia cayó como una piedra en el estanque sereno de aquel momento. Madame de Montmorency retiró sus manos, como si el contacto con el filósofo le quemara de repente y se fue a sentar con cara compungida en un sofá contiguo a los ventanales que daban hacia el bosquecillo de robles. Allí se estuvo largo rato, observando a las aves que arribaban para pernotar en los árboles, indiferente a todo cuánto le rodeaba, inclusive a Descartes, de quien parecía haberse olvidado. Al poco rato de estar mirando a través de los cristales como ensimismada, y cuando la penumbra empezaba a caer sobre la mansión, Madame de Montmorency se levantó como impulsada por un resorte y dijo:
—¿Holanda? —Su voz apenas ocultaba el dolor que taladraba su alma—. ¿Cuándo pensabas decírmelo? Volteó a mirarlo dolida.
—Hoy mismo, a eso he venido —respondió él con sinceridad—. No es una decisión tomada a la ligera, pero es necesaria. En París, cada paso que doy, cada palabra que escribo está bajo vigilancia. Mis ideas necesitan un suelo más libre para florecer. Allí podré completar mi obra sin temor a la censura inmediata.
La conversación hubiera continuado en esta línea, pero fue interrumpida por la doncella, quien entró precipitadamente en la biblioteca.
—Señora —anunció con voz agitada—, hay un hombre en el jardín. Creo que es el mismo que vino ayer haciéndose pasar por mensajero.
Madame de Montmorency y Descartes intercambiaron una mirada de alarma. No había duda de quién se trataba: Picot había descubierto finalmente el paradero del filósofo.
—Hazlo pasar al salón pequeño —ordenó la dama con una calma sorprendente—. Dile que me reuniré con él en unos minutos.
Cuando la doncella hubo salido, Isabelle se volvió hacia Descartes, quien ya había recogido apresuradamente sus manuscritos.
—Hay una salida por la parte posterior del jardín —explicó ella—. Te llevará hasta un sendero que desciende hacia el río. Mi jardinero puede acompañarte.
El filósofo asintió, pero antes de marcharse, tomó las manos de Isabelle una vez más.
—Volveré a verte antes de partir —prometió—. Hay mucho más que deseo compartir contigo.
Ella asintió, con los ojos brillantes de lágrimas contenidas. Sabía que aquella promesa, aunque sincera, podría ser difícil de cumplir. El círculo se estrechaba en torno al filósofo, y los tiempos que corrían no eran propicios para los pensadores independientes.
Mientras Descartes se escabullía por el jardín trasero, guiado por el silencioso jardinero, Isabelle se preparaba para enfrentar a Picot. Sabía que el matemático no era peligroso por sí mismo, pero sus informes al Cardenal podían sellar el destino de Descartes en Francia.
Picot, entre tanto, aguardaba impaciente en el salón pequeño. Su frustración por haber perdido de vista a Descartes en el mercado solo era comparable a su excitación por haber descubierto, gracias a un comentario casual de un barquero, la ruta alternativa que el filósofo utilizaba para sus visitas clandestinas. Su mente persistente, elaboraba ya el informe detallado que presentaría al Cardenal, destacando la frecuencia de estas visitas y las posibles conspiraciones que en ellas se tramaban pues el difunto esposo de Madame de Montmorency había sido financiador del movimiento protestante.
Lo que Picot ignoraba era que el Cardenal, hombre de miras más amplias de lo que su espía imaginaba, valoraba a Descartes más como un recurso intelectual que como un posible enemigo de la fe católica. Las cartas de Roma le preocupaban, ciertamente, pero también conocía la tendencia de ciertos sectores de la Curia a ver herejías y enemigos donde solo había especulación filosófica.
El verdadero dilema del Cardenal residía en cómo mantener a Descartes bajo su influencia y patronazgo, dirigiendo su talento hacia fines útiles para la Iglesia, sin ahogar la creatividad que hacía valioso al filósofo. Era un equilibrio delicado, amenazado tanto por el celo excesivo de subordinados como Picot como por la propia naturaleza independiente de Descartes.
Así, mientras el espía aguardaba en el salón y el filósofo se alejaba por el sendero que conducía al río, tres mentes diferentes elaboraban estrategias para un juego cuyas reglas y consecuencias apenas comenzaban a vislumbrar. El Cardenal desde su despacho, Picot desde su frustración, y Descartes desde su búsqueda incesante de certezas en un mundo dominado por la duda.
El filósofo, al llegar a la orilla del Sena, donde otro barquero le esperaba para el viaje de regreso, dirigió una última mirada hacia la casa que se erguía sobre la colina. Su corazón se debatía entre el afecto por Madame de Montmorency y la llamada imperiosa de su vocación intelectual. Pensó por un momento en el célebre Cogito, ergo sum que comenzaba a formarse en su mente como la única certeza inamovible en un universo de apariencias engañosas. Ese pensamiento sería su ancla en los tiempos difíciles que se avecinaban, su refugio cuando las presiones externas amenazaran con desviarle de su camino.
Con un suspiro que mezclaba resolución y melancolía, subió a la barca. El regreso a París, río abajo, sería rápido, pero el destino que le aguardaba allí quedaba envuelto en la misma niebla que, descendiendo de las colinas, comenzaba a cubrir las aguas del Sena con un manto de incertidumbre, entonces dijo para sí, bajando la cabeza, “la diversidad de nuestra opinión no viene de que unos sean más razonables que otros, sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías y no consideramos las mismas cosas”. Luego, levantó su rostro, preñado de una expresión grave, y manifiesta en sus ojos negros penetrantes, que empezaban a revelar una inquietud espiritual que parecía consumirle desde dentro… volvió a mirar hacia la casa que ya se perdía detrás de los árboles en la colina y dijo con profunda tristeza, adiós querida Isabelle, adiós.