No sé exactamente qué me atrajo a este libro. Tal vez fue la foto de Claude Monet frente a su jardín de Giverny en la portada o el título “Los talleres del arte” lo que hizo que comprara esta obra de poco más de 100 páginas en la Feria del Libro de 2024. Sin embargo, su contenido abrió un mundo de posibilidades para cuestionar el significado, la historia y el sentido del taller de un artista.
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En la nota introductoria, Eduardo Alaminos López citó una frase de Franz Kafka: “Toda persona lleva en su interior una habitación”, y luego escribió: “Si trasladamos este dictum al ámbito de los artistas se puede afirmar igualmente que ‘todo artista lleva en su interior un taller’. Una habitación-taller, física y mental. Cada taller implica un viaje –corpóreo y conceptual”. Ese concepto me llevó a preguntarme por los lugares de creación de las piezas que se pueden apreciar en galerías, museos, calles o cualquier sitio expositivo.
En este texto el autor planteó “el taller como microcosmos”. De ahí tomé el término para titular esta serie. Son miles las preguntas que se podrían plantear alrededor del espacio de trabajo de un artista visual, y las respuestas pueden ser más y diversas entre sí. Desde el significado de ese lugar para un artista, pasando por su proceso creativo, las anécdotas que allí se albergan, las formas de ocupar el espacio, las personas que por allí pasan, los detalles y objetos puestos en él, las diferentes formas y cambios que el estudio puede tener y los experimentos que allí se llevan a cabo son temáticas que, con este libro, comenzaron a rondar en mi cabeza y que suscitaron preguntas que intentaré responder a través de los ojos y puntos de vista de diferentes artistas colombianos.
Para entender estos espacios en la actualidad primero hay que explorar la historia de estas estancias y cómo han cambiado con el paso del tiempo. Rastrear los orígenes de estos espacios no es sencillo. Hay quienes han afirmado que los primeros talleres fueron las cuevas en las que las piedras sirvieron de lienzos para los primeros humanos, pero de acuerdo con Nicolás Gómez Echeverri, director de la Unidad de Artes del Banco de la República, el concepto de taller en el imaginario colectivo en la historia del arte occidental podría rastrearse desde los siglos XIV y XV.
“Si nos imaginamos el taller de Miguel Ángel Buonarroti, por ejemplo, podríamos pensar en andamios, mármol, un lugar lleno de polvo, de piedras, de guijarros, de cinceles y martillos... Además, hay un elemento que puede no ser tan obvio, y es que en ese momento no había tubos de pintura al óleo, por lo que debemos imaginar a varios asistentes moliendo piedra para hacer polvillos y luego mezclarlos para que fueran la pintura de los frescos. Hay que pensar también en estas personas que estarían haciendo un trabajo de albañilería”, mencionó Ana María Lozano, curadora y docente en la Pontificia Universidad Javeriana.
Al acercarse a una obra se aprecia el resultado final de un proceso de trabajo que su creador llevó a cabo en su propio universo.
Alaminos ve estos lugares como “el centro de la creación artística. Un lugar privilegiado en el que cada artista siente, reflexiona y actúa. Son lugares mágicos que han ido evolucionando a lo largo del tiempo. Han adoptado a lo largo de la historia múltiples formas y sugieren profundas relaciones con la naturaleza o el espacio íntimo”.
Estos sitios se han ido transformando con el tiempo. Mientras que en el Renacimiento y otros momentos de la historia se habría pensado en el taller como un entorno en el que iban y venían una gran cantidad de personas, actualmente una visión de estos lugares podría incluir al artista junto a computadores como su herramienta de trabajo, entre las diferentes formas de abordar la práctica artística.
¿Qué es el taller de un artista? Para Lozano, es un lugar que genera fascinación a quienes lo piensan desde afuera de la práctica artística. “Es el espacio que el artista tiene para desarrollar sus proyectos, para pensar, para leer, para hacer sketches, para ver el computador. Hoy día un taller en algunas ocasiones es realmente electrónico dependiendo del artista, pero si uno imaginaba un taller, por ejemplo, en 1960, probablemente piense en un escenario en donde se hace escultura, se pinta, hay barro, yeso, y hoy estamos hablando de un espacio en el que ese artista va a hacer cualquier tipo de trabajo relacionado con su obra, lo que en algunas ocasiones implica un computador, un mouse y un teclado”, dijo.
Gómez piensa en el taller del artista como el corazón de un conglomerado de capas que componen una obra de arte. “Una obra de arte, cuando es exhibida, alimenta su sentido con varias capas que son añadidas por las interpretaciones de la gente, ya sea de un curador, del público, las diferentes conversaciones que el artista puede tener con el observador y que le suman sentidos e interpretaciones. Lo que ocurre en el taller es el corazón mismo, es casi que lo más genuino para comprender la obra de arte”, afirmó.
La geografía y temporalidad son elementos que tienen una injerencia sobre la manera en la que nos imaginamos el taller de un artista. Adicionalmente, los medios audiovisuales han sido una ventana hacia estos espacios, lo cual ha permitido que el público pueda observar por algunos momentos el registro de los talleres de personajes como Jackson Pollock, Francis Bacon, Picasso y muchos más.
Lecturas, discos, anotaciones, bocetos, cuadernos, fotografías, materiales, aparatos electrónicos e incluso las búsquedas en Google son elementos que dan pistas de la metodología de un artista y su práctica, de acuerdo con Gómez. Según Lozano, la creencia de que estos espacios reflejan aspectos de la personalidad de un artista implica pensar que las formas de habitarlos siguen siendo las mismas.
Por ejemplo, el taller de un artista en el Renacimiento era un lugar en el que la privacidad no era una posibilidad. Entre asistentes y alumnos, podía haber diferentes personas entrando y saliendo, mientras que más adelante la privacidad se convirtió en una característica común para un taller. Sin embargo, esta es una apreciación que debería observarse caso a caso, pues ningún artista tiene una práctica idéntica a la de otro y las formas de habitar el espacio varían no solo entre distintas épocas, sino también entre la situación de cada artista y las necesidades de su obra.
Lozano considera que nuestra forma actual de ocupar el lugar podría asemejarse a la del siglo XIX, en el sentido de la privacidad y la propiedad, y que la economía del espacio corresponde a una lógica burguesa de vida privada que no funcionaría durante el Renacimiento o Barroco. Por ejemplo, Rembrandt necesitaba un sitio para recibir a la burguesía. Y si hablamos de un pintor de corte, tendríamos que pensar en una zona cerrada dentro del palacio, la cual le habría sido también ajena.
Lo comunal o personal de un taller es algo que impulsa las conversaciones que harán parte de esta serie. La experiencia única de cada artista y su relación con su espacio de creación y trabajo son lo que me mueve a entrar en estos lugares y encontrar nuevas capas de la obra de los artistas invitados y del arte en general.