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Alejandra Jaramillo Morales se posesionó el lunes pasado como miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Es directora nacional de Extensión, Innovación y Propiedad Intelectual de la Universidad Nacional, filósofa de la Universidad de los Andes, tiene maestría de Artes y doctorado en Literatura y Cine Latinoamericanos de la Universidad de Tulane, Nueva Orleans, Estados Unidos. Fue ganadora del Concurso Nacional de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín, nominada al Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez y es colaboradora de El Espectador en temas literarios.
¿Qué méritos evalúan para ser miembro de la Academia Colombiana de la Lengua?
Buscan personas con una trayectoria intelectual en relación con la literatura, la escritura y el pensamiento en sus respectivos campos. Lo más importante es la vida y la dedicación. En esta última elección de miembros correspondientes, llegamos 12 nuevos, entre ellos mujeres muy interesantes que van a refrescar la Academia: la poeta afro Mary Grueso, la maestra de lenguas indígenas Bárbara Muelas; Ángela Camargo, profesora de la Universidad Pedagógica Nacional; Cecilia Caicedo, novelista y crítica literaria; Carmiña Navia Velasco, escritora y ganadora del Premio Casa de las Américas 2004, y María Clara Ospina, periodista, diplomática y columnista. Me parece muy importante esta transformación, porque muestra que estamos en un país en el que está pensándose en la inclusión y en otras maneras de acompañar los procesos del conocimiento.
¿Por qué escogiste como discurso de posesión el tema de la lengua como “un lugar seguro”?
Tú sabes que yo soy una persona de una búsqueda tremenda por la inclusión, por la diversidad. Creo que la lengua debe ser un espacio donde todas las personas quepamos y mi discurso primero planteó el tema de la experimentación como un campo donde la literatura hace que la lengua esté en un temblor permanente, porque la transforma y genera muchísimos cambios a lo largo de la historia. Mostré cómo tenemos la capacidad de aceptar, de acompañar cambios para incluir otras identidades, para incluir otras formas de lenguaje. A veces la academia y las reglas van demasiado lento y me parece que eso no debería ser así, que los seres humanos necesitamos sentirnos incluidos en nuestra lengua. Yo desde niña, sentía que no estaba incluida en mi idioma, que en el hombre genérico no estaba y en el todos tampoco. Hay mujeres que llevan 70 años luchando frente a eso y todavía seguimos con una Academia de la Lengua que se plantea que eso no es necesario, y uno dice: pero si somos más de la mitad de la de la población. Ahora hay unos cambios que van más allá, porque muchas de las identidades que han estado ocultas mucho tiempo afloran y tenemos la responsabilidad de hacer que la lengua les dé un lugar a todas las personas.
¿Cómo te sentiste en una ceremonia y en un lugar que siempre ha sido mayoritariamente masculino?
El presidente de la Academia, Eduardo Durán, hizo un recuento muy bonito sobre todas las mujeres que han estado allí. Habló de Elisa Mújica, la primera mujer escritora que fue miembro de número de la Academia de la Lengua, y mencionó a las mujeres que han ido pasando hace bastantes años. Son espacios que tienen una suerte de solemnidad que tiene que ver con una lógica de la tradición de mantener, de cuidar, y mi postura frente a la vida y a la literatura es muy de cambio. Entonces en el discurso quise decir básicamente que como vigía de la lengua estaré dispuesta siempre a acompañar a las personas a escribir. Tú bien sabes que esa ha sido mi tarea hace muchísimos años. Yo creo que la escritura de ficción es un derecho humano. A mí no me molesta que haya muchos escritores y escritoras. Creo que contar este país necesita mucha gente para que entendamos lo que nos ha pasado, lo que somos. Como vigía también me entrego como una persona a la que le importa una lengua donde sea más importante el cuidado de las diferencias, de las formas lingüísticas, de todo lo que hace que los seres humanos podamos sentirnos incluidos en la lengua que hablamos y que nos envuelve. Finalmente, la lengua es una suerte de cárcel, ¿no? Nacemos en una lengua, ahí vivimos y no tenemos manera de salir. Entonces trabajar para que ese espacio no sea una prisión, sino un lujo, una cosa bella donde uno pueda moverse con libertad.
Con derecho a la irreverencia, porque, por ejemplo, Gabriel García Márquez invitaba a liberarse del corsé de la gramática española.
De acuerdo. En la sala de la Academia de la Lengua donde fue la ceremonia yo tenía a mi lado izquierdo un retrato de García Márquez. Entonces, por supuesto, lo mencioné. Mencioné una frase suya donde él dice que la lengua de la calle va mucho más rápido y que lo que realmente hay que hacer es soltar esa lengua escrita que está atrapada en la academia y llevarla hacia ese mundo de la calle. Él dice que es una tarea que los novelistas de la lengua castellana, e incluiría a las novelistas, están empeñados en hacer.
Y también llevar la lengua a explorar la era digital. ¿Cierto?
Por supuesto. Eso tiene que ver con la experimentación de la que hablé. Traté de hacer un recorrido desde las vanguardias de principios del siglo XX hasta este momento en que tanta gente joven escribe en estas plataformas, hace novelas por entregas, que es una cosa bellísima, y se apropian de la literatura porque la sienten cercana, sienten que puede hacer parte de su vida y por eso creo que la literatura está más viva que nunca.
Nombraste a Elisa Mújica, gran referente literario y bogotana. Tú naciste en Bogotá y llevas más de 20 años publicando literatura. Recuerdo que tu primera novela, “La ciudad sitiada”, fue una primera mirada a nuestra violencia. ¿Por qué Bogotá es la base de tu universo creativo?
Eso me lo he preguntado por años y la respuesta que tiene que ver con las migraciones. Soy la primera bogotana de dos familias paisas, una que viene de Armenia y una de Manizales. Tiene que ver también con esa búsqueda de un arraigo del que yo ya soy, aunque tampoco soy completamente bogotana. De niña, siempre me gustó mucho la historia de Bogotá y yo tenía una fascinación con la ciudad cuando me montaba en un avión y mi momento más feliz era el regreso. He tenido un amor por esta ciudad tremendo. Cuando empecé a escribir y vivía afuera, en Estados Unidos, sentí que era mi manera de volver. Precisamente esa novela, La ciudad sitiada, era el retorno a contar una Bogotá en la que yo llevaba cinco años sin vivir y toda la novela la escribí en Nueva Orleans. Y luego, cuando vuelvo aquí a escribir, para mí era una recuperación de la vida. Al tiempo es extraño, porque en la novela yo sentía que había algo que no era capaz de entender. El personaje está haciendo una película sobre Bogotá y siente que no la puede ver, que algo se le escapa.
Incluso, tu reciente novela “Las lectoras del Quijote” ocurre en la Bogotá colonial cuando llega “El Quijote” y marca la amistad entre una mujer española y una muisca.
Hace 20 años entré a una reunión en la Universidad Nacional y una colega mía, que se llama María del Rosario Aguilar, mencionó que se sabía por los archivos que El Quijote había viajado a América a los cuatro meses de haber salido la primera edición. Para mí eso fue sorprendente. Me pareció una simultaneidad cultural increíble. Entonces anoté en mis cuadernos: hay que hacer algo con esto. Fue pasando el tiempo y aparecen esas dos mujeres. Yo quería alguien que viniera a evangelizar. Ahí fue creciendo ese personaje, esta española que va a llegar con El Quijote y que va a querer leerlo con esta indígena y con los muiscas del barrio donde ellos viven, cuando era absolutamente prohibido. No era posible que ese libro fuera leido por mujeres, ni siquiera en España. Por supuesto, en la novela las van a perseguir por estar leyendo ese libro. Tú mencionas algo que es aún más importante y es cómo dos mujeres de dos culturas tan distintas leen ese libro de maneras tan diferentes y pueden encontrar que en el espacio de la lectura está la amistad y un amor, una manera de encontrarse con la otra que permite un diálogo que no habría sido posible de otra manera.
Hablando de amistades literarias, recuerdo que en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, donde fuiste nuestra profesora, nos ayudaste a conocer a Albalucía Ángel, autora de esa gran novela “Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón”, escritora que marcó tu carrera y la veo presente aquí en tu biblioteca. ¿Por qué es tan importante?
Para empezar, creo que es la mejor escritora colombiana de todos los tiempos. Creo que de verdad hay que leer a Albalucía, La pájara y también Dos veces Alicia. La experimentación, las transformaciones con la lengua que logra son impresionantes. Es un ser muy importante y para mí fue muy impactante porque yo estudiaba en la Universidad de los Andes y después de llevar cinco semestres leyendo libros de hombres, aparece una profesora que nos da unos cursos sobre escritoras colombianas y latinoamericanas, y me fascinaron todas. Yo estaba feliz leyéndolas, pero Albalucía es la más experimental y, además, es una mujer paisa; es decir, ella viene de esa otra raíz mía que no es mi búsqueda de Bogotá. Entonces yo sentía que todo lo que ella contaba a mí me tocaba muy de cerca, porque era mi familia, era mi mundo. Luego descubrí que cumplimos años el mismo día, nacimos un 7 de septiembre, y cuando finalmente nos conocimos se tejió una amistad que lleva ya muchísimos años. Es como la abuela de mis hijos. Nuestra relación también es muy espiritual, porque Albalucía es una chamana y me ha ayudado mucho; yo he dedicado muchos años de mi vida a estudiarla y a que su obra se conozca.
Ahora trabajarás para que muchas más mujeres escritoras sean leídas.
Para mí es importantísimo que todas las mujeres que han escrito en este país sean leídas. Me fascina el trabajo que está haciendo la Biblioteca Nacional, que lo ha liderado Pilar Quintana y otras mujeres creando estas bibliotecas de literatura de mujeres. Lo decía Pilar esta semana, que a ella la engañaron diciéndole que esa literatura no existía y resulta que ha encontrado cosas maravillosas. Le decían que solo escribían de lo privado y ha encontrado de todo. Aunque esa escritura de lo privado era muy importante, porque en el siglo XX las mujeres estaban abriendo una puerta para empezar a construir un universo propio, para poder salir, crear un cuerpo, crear una relación con el mundo y luego nos damos la libertad de escribir de muchas cosas. Yo suelo escribir sobre mujeres porque a mí sí me interesa seguir iluminando ese mundo, seguir buscando dónde está lo que todavía no hemos visto, lo que no hemos contado.
¿Esa mirada de Albalucía te inspiró también para revisar la historia de la violencia de este país a través de novelas y ensayos, más allá de miradas masculinas como “Cien años de soledad” o “La vorágine”?
Es que Albalucía tiene algo maravilloso y es la capacidad de narrar la violencia desde muchísimos personajes distintos. Entonces ya no es la violencia que conocíamos en los autores masculinos, que tienen en común como un sesgo para narrarla. Acuérdate cómo ella pone a hablar a todo el mundo a la vez; hablan los policías, hablan los que están por la calle y hablan las mujeres. Habla el presidente y habla la esposa del presidente. Todo el mundo está hablando, creando ese gran canon, voces tremendas para entender la violencia de frente, desde la gran pluralidad. Adicionalmente, con el hilo conductor de una niña maravillosa, que luego, ya de adolescente, es una mujer bastante revolucionaria, pero también temerosa, que no sabe cómo se puede cambiar un país como Colombia y vive entre dos muertes: las muertes políticas —la muerte de Gaitán y de Camilo Torres— y la muerte de sus amigas.
Cuando hablas de experimentación, recuerdo lo que hiciste en 2017 en las plataformas digitales de El Espectador, que fue publicar la novela “Mandala”, como un escenario de interacción literaria con los lectores. ¿Cuál fue el balance?
Mandala sigue siendo un escenario literario y muy interesante. De hecho, el miembro de número de la Academia, Olympo Morales Benítez, que contestó a mi discurso, lo hizo sobre esa obra, porque le pareció una experimentación tremenda y que seguía siendo una novela que había zarandeado muchas cosas. Él, como un hombre mayor, llegó a esa novela buscando un link, viendo cómo entrar, luego se sentía muy perdido y, al final, encontró la libertad de elegir la lectura como quisiera. Sigue habiendo mucha gente que busca Mandala y la utilizan en clases para trabajar con el estudiantado. En los colegios y universidades me preguntan ¿cómo pudiste inventarte todo eso?, porque es una novela que tiene 80 partes de un mandala muisca, cada uno es un capítulo, se hace clic en cada capítulo, y adicionalmente hay 25 recorridos distintos.
Un juego al que uno puede entrar por muchas puertas.
Se entra por cualquier lado, pero además tiene todos los géneros narrativos. Adentro hay dos novelas, hay cuento, hay ensayo, hay diarios, hay entrevistas.
Cuando hice mi recorrido, recordé a “Rayuela”, de Julio Cortázar, como si la hubieras llevado a la era digital.
Claro. Para mí lo que representó hacer Mandala fue precisamente darme cuenta de lo que Cortázar intentó hacer, llevándolo a un extremo que él hubiera querido. Olympo Morales recordó el momento en que empezó a leer Rayuela, cuando él estaba joven, y le tocaba tener el dedo en una página para llegar a la otra. Si Cortázar hubiera tenido la oportunidad de tener lo digital, habría hecho que Rayuela fuera una novela que se moviera de cualquier manera. Pero lo que hizo con lo que tenía fue inmenso y permite que nos inventemos las cosas que podemos hacer ahora.
Tu obra insiste mucho en ese diálogo con las nuevas generaciones a través de novelas escritas para jóvenes como “Martina y la carta del monje Yukio”. ¿Por qué?
Desde muy joven, pensé que iba a escribir libros para niños y niñas, pero durante mucho tiempo sentí que tenía tanta rabia con este país, con lo que era este país que no era capaz. Y me gasté años, y tuve hijo e hija, y creo que ahí me tocó empezar a contar historias para para él y ella. Aparecieron historias como la que citas de la niña migrante y hace un par de años Los mundos distópicos de Camilo Chang, novela sobre un chico que está metido en un juego de esos de internet horrible y decide suicidarse. En ese momento, la mamá entra y le dice: “Nos van a encerrar”, y empieza la pandemia. Yo necesitaba algo para frenar a ese chico y que no lo hiciera, como volver a amar, valorar la vida. Eso a través de una caja de pensamientos donde se inventa versiones distópicas del virus y cómo se va a acabar la humanidad.
También recuerdo “El canto del manatí”, que conecta a la juventud con la naturaleza y la mitología indígena.
Sí. Ahora estoy presentando otra que se llama Luna de agua, la historia de la primera sacerdotisa del culto a la Luna de los muiscas. Es una ida hacia atrás; no han llegado los españoles, no ha pasado ninguna catástrofe y ellos están descubriendo, solo tienen culto al Sol y de repente llegan un niño y una niña, los que van a sacrificar y, bueno, les pasan muchas cosas, pero ella resulta ser la primera sacerdotisa. Surgió porque sentí que no me podía ir del universo de Las lectoras del Quijote, ese mundo muisca, sin hacer algo para jóvenes, porque la adolescencia me parece absolutamente vital, es el momento más bello de la vida. En los colegios me abren los ojos porque su papá y su mamá les están diciendo todos los días que son insoportables, pero hay un montón de cosas, como en el caso de Martina, detrás de esa chica silenciosa que entra a la casa, le preguntan “cómo te fue”, responde “bien”, le preguntan qué hiciste y dice “nada”, hay un ser viviendo un mundo inmenso, un proceso de comprensión de todo y un deseo de elegir quién es. Y creo que la literatura es un muy buen lugar para encontrar opciones. Es el momento donde más necesitan encontrarse con libros, con arte, con deporte, con algo que les dé una compañía.
Un amigo común y maestro que ya no está con nosotros, Roberto Burgos Cantor, revisó la literatura de Alejandra Jaramillo Morales y sobre “Acaso la muerte”, otra de tus novelas, destacó el “riesgo descarnado al querer atravesar el infierno de este presente de cenizas que aún duele”. ¿Cómo escribir sobre las cicatrices sin quedarse en ellas?
Hablar de Roberto también nos tomaría mucho tiempo, porque creo que es otro maestro muy importante para mí y creo que tú y yo compartimos un amor profundo por él. Esta semana estuve en la Feria del Libro en un homenaje a su obra. Mira que mi discurso en la Academia tocó ese tema de la herida y el dolor, porque hablé de que soy heredera de muchas heridas y tener la herida puesta es aprender a vivir el dolor no solo propio, sino el ajeno. Eso me lo enseñó a mí Roberto Burgos a través de La ceiba de la memoria, un monumento absoluto a ser capaz de pararse del lado de allá en el dolor de las otras personas. Eso ha sido también una tarea que a mí me ha parecido muy importante, he querido siempre ir a ese otro lado y buscar dónde están esos dolores, esos fracasos, esas dificultades que los seres humanos vivimos.
En tu biblioteca veo tus clásicos, desde colombianos, pasando por los japoneses Kawabata y Mishima, hasta al argentino Ernesto Sabato, en cuyo sepelio estuviste. ¿Por qué te gusta sentir tan cerca el espíritu de los maestros literarios?
Ese fue un azar maravilloso. Yo había visitado a Sábato un par de años antes, gracias a una carta de Roberto Burgos. Viajé a presentar Acaso la muerte en Buenos Aires y se murió Sabato estando yo allá. Estaba con mi mamá y mi hija muy chiquita y fue maravilloso montarnos en ese tren que va hasta Santos Lugares. El club del barrio estaba lleno y todo el mundo viéndolo en cámara ardiente. Fue impresionante, porque muchos argentinos y argentinas no querían a Sabato por sus posturas políticas y eso me impresionaba porque yo sí creo que es un escritor esencial de la literatura latinoamericana. Entonces, claro, yo llegué a Bogotá y terminé haciendo una crónica que publicaste en El Espectador, que es de un amor que no tiene punto final. Alguien que había sido abandonado por su país cuando iba a cumplir 100 años de edad y, tras su muerte, ver la avenida 9 de julio llena de admiradores con un cartel inmenso y ese día repartieron libros de él por toda la ciudad. Eso fue para mí muy importante.
Dales un mensaje a todas esas mujeres, especialmente colombianas, que escriben, que son buenas lectoras, que quieren contar la forma en que viven su país, la época que les tocó, y ahora tú les muestras el camino y las inspiras desde la Academia Colombiana de la Lengua.
Primero tengo que agradecerles, porque en este país la literatura la mueven, sobre todo, las mujeres. A mí me invitan permanentemente a clubes de lectura y en general son mujeres lectoras de muchas edades. Hacen que la literatura esté viva y que tengamos ferias del libro en cada pueblo de Colombia. Quiero decirles, no solamente a las mujeres, sino a los jóvenes y a toda la gente, que la literatura es su derecho, que cada libro que ha sido escrito ha sido escrito para alguien, pero que también lo que uno tenga para escribir va a ser para alguien, que tiene sentido escribir y que la ficción es uno de los destinos que nos une al ser humano, que nos lleva a lo más profundo, a lo más particular; nos permite descubrir y tener referentes que nos dan caminos, que nos dan salidas, que nos hacen sentir acompañados o acompañadas en la vida.
* Alejandra Jaramillo Morales ha publicado las novelas La ciudad sitiada (2006), Acaso la muerte (2010), Magnolias para una infiel (2017), Mandala (2017) y Las lectoras del Quijote (2022); los libros de cuentos: Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017); las novelas para adolescentes: Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019), Los mundos distópicos de Camilo Chang (2022) y Luna de agua (2025), con el sello Loqueleo. Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y cultura y tres libros de crítica literaria y cultural, entre ellos Nación y melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013); además, ha sido profesora de la Universidad Nacional de Colombia en el Departamento de Literatura y de la Maestría en Escrituras Creativas.
